No me gusta ser mamá.

No me gusta ser mamá. Y el mero hecho de escribirlo se siente como un sacrilegio dactilar. Lo había escrito antes, es más, lo había escrito con más intensidad: “odio ser mamá” pero junté las letras en un cuento, las puse en boca, no, mentira, las puse en el pensamiento de un personaje. Una mujer recién parida que no podía escuchar sus propios pensamientos por debajo de los gritos de su recién nacido. Pero han pasado 4 años y sigue sin gustarme ser mamá. Soy buena con los números. No estudié matemáticas. No entiendo Excel, pero sin embargo puedo sacar cálculos mentalmente con bastante facilidad, calculo propinas de tan solo mirar una cuenta, resto descuentos tan pronto encuentro la etiqueta de algo que me gusta, pero no me gustan las matemáticas. Ser bueno en algo no implica que te guste, pero al menos se empieza con ventaja. Mi abuela me plantó en la mente que uno tiene responsabilidad con sus talentos, casi una obligación con lo que se te da. Otra culpa católica que por poco me hace estudiar ingeniería sin ningún tipo de gusto por los cálculos. También puede ser problemático dedicarse a algo, no solo porque te gusta, sino porque eres bueno en ello, sencillamente porque puedes. Escribir me ha abierto todas las puertas, pero fuera del desnudo que conlleva, no lo siento valiente porque siempre se me ha hecho relativamente fácil. Pongo los dedos en el teclado y el huracán que siempre tengo en la mente se me derrama por las veintiséis teclas. Pero ser mamá no me sale natural. Es diariamente intentar algo en lo que no soy buena y que encima no me gusta. Soy Sagitario, soy hedonista, soy egoísta, no me gusta servir, no me gusta deber favores, odio que me saquen cosas en cara, tengo dificultad con la autoridad, mi instinto es siempre irme en contra de lo que se supone, no me gustan los planes, detesto las listas, me encanta estar sola y tengo profundos ichus (sí, mal español de issues) con el compromiso en general, contratos a largo plazo, hipotecas, compras de autos y matrimonios por razones que no vienen al caso. Cualquier reclutador leería mi perfil y jamás me consideraría para el trabajo más difícil y peor pagado del mundo. Mi personalidad es la antítesis de la santísima y devota maternidad. Siempre le tuve miedo a ser mamá y hoy confirmo que mis pánicos fueron altamente subestimados.

No me gusta esta versión mía que se levanta una hora antes a cortar pan en triángulos, queso en cuadrados y a hacer pancakes con chispitas de colores. No confío en esta yo que saca los uniformes el día antes y se asegura de tener las ropas de práctica y juegos limpias. No asumo esta bipolaridad de necesitar continua y constantemente un descanso y un espacio a todas horas y mangarme mirando fotos suyas cuando no estoy con él. Necesitar un tiempo de solo adultos y hablar sin parar de sus ocurrencias. Dejarlo con mami y exigir fotos cada 20 minutos. Exijo fotos del sujeto que apenas lleva mil seis cientos días de vida y sin embargo tengo una biblioteca de casi cincuenta mil fotos de él, en todos los ángulos, de todos los humores e incluso múltiples tomas borrosas, las cuales soy incapaz de borrar porque el individuo me parece la cosa más hermosa que he visto en esta vida, incluso cuando está fuera de foco.

No reconozco esta persona que no duerme pensando en un “show & tell” de un niño de cuatro años. No me solidarizo con esta versión de mí misma que se castiga por no poder recordar cuáles son los días de educación física. No empatizo con esta persona cuyas prioridades son citas médicas pediátricas, compras de las marcas específicas de las meriendas que el niño al final no se come y deportes que ni siquiera entiendo. Me decepciona llegar al correo y buscar quince paquetes, preocuparme de que tuve un “drunk shopping spree” y abrir cajas para solo encontrar materiales de escuela y calzoncillos de Paw Patrol.

Extraño desayunar sola con mi mente, tomar café sin recalentar, ver una serie de un tirón, leer un libro de papel y cartón, tirarme espontáneamente a mi marido, ir a la playa sin motetes, no tenerle pánico al silencio y a la paz.

Recuerdo a mi abuelita (nacida en los treinta) usar la expresión: “qué barbaridad es más mujer que madre” con un desprecio que aún sin poder entender de niña lo que quería decir, sabía que aparentemente eso era lo peor que una mujer podía hacer, ser más mujer que madre. Hoy a mis treinta y nueve años la expresión me llena de envidia. Qué placer, qué privilegio poder ser más mujer que madre. ¿Cómo se hace? ¿Cómo le recuerdo a este cuerpo que era cuerpo antes de cargar y parir otro cuerpo? ¿Cómo vuelvo a ponerme primero? ¿Cómo logro que mi primer pensamiento del día sea mi propia hambre y mis propios apetitos en vez de inmediatamente continuar chequeándole la respiración?

Quizás al final del día sigo siendo como Campanita y apenas me cabe una emoción fuerte en el cuerpo a la vez. Y este maldito amor caníbal se come todo lo demás. Me ha quitado el hambre de hacer más dinero. Ha desalojado sin previo aviso mis ambiciones. Me ha evaporado las nostalgias de todo lo que pudo haber sido. Le ha quitado el brillo a la memoria de mis amantes y ahora todos esos otros amores que fueron avasalladores en su momento, se sienten escuálidos y raquíticos en comparación.

No me gusta lo que siento cuando se esconde y en dos segundos mi mente se va a los lugares más recónditos de mis oscuridades y estoy convencida de que no lo voy a volver a ver y tengo la profunda certeza de que me voy a morir en su ausencia, lenta y dolorosamente.

No me gusta repetirme, pero soy mamá, una sola vez, pero soy mamá y mi día es repetirme infinitas veces en variedad de tonos, en infinitos volúmenes, en intentos amorosos, en súplicas, en gritos, a veces en llantos y no importa cuán merecido fuese el regaño o incluso la cantaleta, termino disculpándome, pidiendo perdón por perder la paciencia, por subir la voz de más, por no pedir las cosas con amor y dulzura las setenta veces siete que se requieren para lograr que algo pase.

Nunca me han gustado los deportes, ni los entiendo, ni me conmueven, ni les encuentro la gracia. Estando encinta escuché a Mónica Puig hablar de cuando ganó las Olimpiadas (jugada que vi en la televisión mientras un restaurante entero gritaba como si a todos se les saliera el alma del cuerpo menos a mí que seguí tomándome mi vino impávida). Pero muy a mi pesar, ese día me bebí las lágrimas escuchándola hablar de su experiencia y por un momento pensé que de seguro cargaba en la panza un atleta. Era la única explicación lógica. Ahora paso la mitad de mi semana en campos de soccer, escribiendo en una computadora portátil para intentar ignorar el juego, para no emocionarme, para no querer golpear a los niños que lo empujan, para no ser esa madre que grita como posesa desde la orilla.

Nunca me han gustado las religiones, pasatiempos, grupos, dietas o instituciones que me huelan ni remotamente a culto. Nunca he entendido esa extraña predisposición que hace que la gente confíe plenamente en desconocidos porque se graduaron de la misma escuela, porque van al mismo gimnasio, porque participaron del mismo taller de rediseño personal o porque son fanáticos del mismo esquema piramidal, ya sea de bebidas energéticas, batidas verdes, tratamientos de la piel, equipo deportivo, nacionalidad, box de crossfit o grupo de Zumba. Sin embargo, debo confesar que he encontrado en mujeres que son madres de hijos contemporáneos, una unidad que en cualquier otro entorno me parecería sospechosa. Hemos desgastado el concepto de tribu con la misma intensidad que las limonadas y los bowls de açaí. Pero tengo amigas de mi hermano, que fueron mis más cercanas confidentes vía texto y Whatsapp en mis primeros meses de maternidad. Tengo amigas de las que me había distanciado o correspondían a capítulos cerrados de mis existencias pasadas, y la maternidad nos ha tendido rampas de acceso que se mantienen abiertas y operantes 24/7. Tengo nuevas amigas de la escuela de mi hijo, que me recuerdan cuándo hay que entregar proyectos, que me ofrecen buscar a Silvio si fuese necesario, que me prestan las nanas de los suyos, que me buscan antihistamínicos si algún insecto lo pica, que me hacen órdenes médicas para laboratorios y me consiguen citas médicas. A dos horas y media de mi familia y mis círculos de origen, estoy rodeada de mamás que absolutamente todos los días me hacen sentir menos sola en algo que puede sentirse tan aislante como ser mamá. Me ha dado trabajo hacer las paces con la cercanía que aparece con aquellas que paren a los mejores amigos de tus hijos. Y soy parte de un culto al que nunca me permití ingresar, aquel que ama a mi hijo, sube inmediatamente en escala de valor, le infiero lealtad, le tengo una súbita confianza y tiene en mi vida la más alta importancia.

Por ley me quedan 14 años de servicio. Y estoy clara de que no existe tal cosa como retiro maternal. Las presiones que siempre atribuí sociales salen de mi propia cabeza y no al revés. La culpa que siempre etiqueté como católica, ahora tiene una potencia superior, una capacidad de madre. Por algo será que decimos que alguien está de madre cuando es insoportable, algo está de madre cuando se sale de control y ser mamá es una lucha siempre perdida de tener o recuperar algún tipo de control.

No concibo que la única opinión que me importe es la de un niño de 4 años que le quedan mínimo 21 años de desarrollo cerebral. Solo su aprobación vale, y cabe destacar que básicamente solo apruebo cuando tomo decisiones dudosas, como dejarlo escuchar música inapropiada o ingerir alimentos altos en sodio, o seguir comprando irresponsablemente carritos para sumar a una colección infinita que poco a poco ocupa todos los espacios de mi casa, aparecen en la sala, en la cocina, dentro de la nevera, en la bañera, en las gavetas de mi ropa interior. No me gusta que sus palabras sean todopoderosas sobre mi propia noción de mí, no entiendo cómo las palabras de un ser que apenas lleva 5 años sobre la faz de la tierra se me entierran en las plantas de los pies como espinas de erizo que se van clavando aún más con cada paso que doy. Porque madre tiene y cuando está molesto lo que sale por su boca son balas calibre 50. Será que es más duro escuchar a mi hijo porque es la única dolorosa oportunidad que tengo de escuchar mis adentros.

Puedo llegar 20 minutos antes de que salga todos los días, y el día que llego cinco minutos tarde me siento como la mamá más negligente del universo. Puedo ir religiosamente a todos los juegos de soccer, a todas las prácticas, a todos los inventos escolares y el día que hubo una parada y me fui temprano para coger una reunión, se montó en el carro y me preguntó, encañonándome con la mirada más fija que me hubiese apuntado jamás, ¿dónde tú estabas en la parada? Te voy a cambiar por una de las mamás que sí estaban tomando fotos. Y sé que es una perreta y una malacrianza. Y sé que es un instante que probablemente no recordará ni en su adolescencia, pero la espina sigue migrando a tejidos más profundos, se me entierra en los huesos, se me encona entre los nervios.

Las cosas que tienen que ver con Silvio me alteran físicamente el cuerpo. Cuando se lastima siento calambres en las vísceras. Cuando llora todo mi raciocinio, mi educación y mi inteligencia se vuelven agua. Cuando grita, mi piel entera entra en histeria. Ser mamá para mí, es una condición degenerativa y psicosomática. Mi cuerpo dejó de estar en mi bando y me ataca. Mi maternidad es autoinmune.

Detesto casi pedirle permiso para hacerme un tatuaje nuevo, aunque pareciera que toda tinta, en piel o papel no hace otra cosa que nombrarlo, que conjurarlo, que intentar hacerlo permanente, como si para siempre yo pudiese seguir siendo relevante, vista, necesaria para él como lo será él para mí en contra de todas mis precauciones y predicciones.

Detesto este filtro maternal que me hace releer este escrito por semanas antes de publicarlo no por el temor ciertamente fundamentado de una cancelación generacional, no por ofender a las mamás que aman serlo y encontraron en lo que para mí es un campo de batalla, un paraíso terrenal. Ahora pienso en qué sentirá mi hijo cuando me lea, qué pensará de mí, si se sentirá menos querido, si pensará que no fue suficientemente deseado o si podrá entender que todo lo hago con el más profundo amor, aunque sin una mínima onza de vocación.

No me gusta ser mamá porque me gustaba ser libre. No me gusta ser mamá porque en mi caso, he vivido cosas emocionantes, he visto cosas hermosas, he sentido cosas mágicas que no dolían tanto. No me gusta ser mamá porque no sé hacer ni sentir nada a medias, todo tiene que ser al límite, rayando en la exageración, coqueteando con la peligrosidad. Mi regla siempre ha sido tirar la línea cuando no me gusta quien soy cuando estoy con alguien o en quién me he convertido dentro de un trabajo. No está mal visto decir en voz alta que a una no le gusta su trabajo, es más, una puede decir que no le gusta su marido y quizás alguien se ría. Pero cuando en un foro público una dice con la boca de comer que no le gusta ser mamá, la incomodidad es evidente. Las miradas suelen ser de espanto, de reprobación, seguido por un coro de alabanzas a la maternidad. Amo a mi hijo por encima de mis capacidades y mis obvias limitaciones. Siempre me han encantado las casas limpias y toda la vida he odiado con pasión púrpura todo lo relacionado con limpiar.  Quizás mi repelillo a los trastes, las escobas y la maternidad, tiene que ver con una fobia perenne a todo lo asociado con domesticidad. Probablemente por eso la vida me dio un hijo silvestre que solo puede provocarme el más salvaje de todos los amores.

Parí un niño que me sacude con preguntas que me espantan mis frágiles creencias. Estoy criando a un hombrecito que cuestiona la autoridad con el mismo ímpetu que yo cuestiono hasta mis propias decisiones. Vivo con un ser que se cuela entre mis pensamientos, baila con mis miedos y me acaricia amorosa y afiladamente quien soy hasta la médula. A veces me asusta su humor negro, su sagacidad y hasta su prematuro uso de la ironía y el sarcasmo. Pero todas las veces me sonrío, sintiéndolo tan suyo, pero sabiéndolo en el fondo tan mío. No me gusta ser mamá como detesto la mayor parte del tiempo ser mujer.

Soy la mamá de Silvio y ya no tengo forma de presentarme o describirme sin sumar ese detalle a toda ecuación, a toda lista, a todo sueño, a todo filtro, a toda emoción, a toda decisión, a todo respiro.

No me gusta ser mamá, pero amo ser su mamá. Espero que el hecho de que no me guste, haga que en las partes menos serviles el tiempo pase más lento. Que las partecitas que amo sean eternas. Que siga pidiéndome por las noches que lo ayude a soñar con cosas bonitas. Que nunca deje de prometerme que siempre me va a visitar. Que siga partiendo de la premisa de que va a regresar al mundo y con la misma certeza declare que va a volver a ser mi bebé, aunque me vuelva a rajar el cuerpo, la vida y la existencia.

39: El fin del principio

Hace ya más de un mes cumplí 39. Y llevo más de un mes intentando sentarme a escribir. Intentando contestar mensajes. Intentando organizarle una despedida a esta década. Pero intentar no es sinónimo de conseguir y a veces, mi cuerpo confabula con el universo y se ponen de acuerdo contra mí. Así que en este último mes, he estado enferma 3 semanas, destruí mi celular personal, pagué una reparación que no funcionó, salí positiva a micoplasma, la primera placa de pecho de mi vida anunció bronquitis, me reventé los capilares de los ojos tosiendo y soplándome la nariz, un espasmo me tuvo con movimientos robóticos una semana adicional y cuando casi salgo del hoyo empecé a ver destellos en la esquina de un ojo, por lo que ansiosa y fatalista al fin, me despedí de mis futuros viajes, de mi amada lectura y me desbarató el espíritu pensar que no vería la cara y el cuerpo de mi hijo crecer e inevitablemente cambiar.

Así que no, no me he vuelto una malagradecida, no estoy ignorando a la gente que amo, no me metí debajo de una piedra, ni estoy evitando tomarme fotos para recordar que a los 39 ya no me gustaba tanto como en otros tiempos. Mi cuerpo ha decidido detenerme, para obligarme a mirar pa’dentro, para inducirme una reflexión de la década que no tenía ningunas intenciones ni energías para comenzar.

Una caja de fósforos trae cuarenta unidades. No caben treinta y nueve velas en un simple bizcocho. No da un solo fósforo para encender tanta llama. Hace falta una vigilia para que tanta vela prendida no provoque un incendio.

Soy miope así que la distancia no siempre me regala claridad. De primera instancia si me preguntan por mis treinta respondería que me hice mamá y parecería que lo único que he hecho en estos años es ser la mamá de Silvio (que tampoco es poca cosa) pero no es cierto.

En los treinta amé al mismo tipo sin prisa, pero sin pausa y tuve la boda que nunca soñé. En los treinta me hice abogada más por ego que por pasión, más por justificar mis préstamos estudiantiles que por tachar algo de mi lista, más por vengarme del fracaso absoluto que se me enterró en las costillas las veces que no lo pude lograr.

En los treinta publiqué tres libros, aunque escribí mucho menos que en mis veinte. En los treinta regresé a sitios en donde fui feliz y fui feliz en sitios nuevos. En los treinta se me hizo y se me deshizo demasiadas veces el corazón. En los veinte fueron los jevos, en los treinta los huracanes, las casas, los trabajos, ser mamá.

Los veinte fueron de plumas, los treinta de caracoles, algo me dice que los 40 serán de escamas y de flores. Los veinte fueron de labios desnudos y ojos delineados. Los treinta de bembas pintadas y cara lavada.

Los veinte fueron de aferrarme a lo que nunca tuvo intenciones de sujetarme. Los treinta fueron de soltar y lo más lindo de soltar es tener de dónde agarrarse.

 

En los veinte aprendí que mi cuerpo no va con eso de perforarse y que para variar nos llevamos mejor con la tinta. En los treinta me tatué más que en los veinte, pero algo me dice que mucho menos que en los cuarenta. Quizás me lleno la piel de tinta, para compensar toda la que no estoy curando en papel.

Como ya no puedo ni quiero correr para no mirarme ni golpearme con otros cuerpos para no sentir, la nostalgia se me escabulle, se me acurruca si me descuido, me eñangota con su peso líquido, me susurra que algo falta.

La gente que nunca veo infaliblemente me pregunta que si estoy escribiendo. La mente de crear la tengo haciendo citas de vacunas. Las manos de escribir las tengo haciendo loncheras.

Una de las razones por las que no quería ser mamá era porque no quería escribir de pañales, babas, cacas y mocos. Pero jamás imaginaría que las palabras de mi hijo sencillamente me silenciarían. Como si ese mismo amor feroz que me hace saberme capaz de tantas cosas antes inimaginables, me atara de manos y de pies para todo lo que antes se me hacía fácil, para todo lo que en mí era natural, para lo que antes entendía como necesidad. En los treinta confirmé, reconfirmé y excedí todos mis miedos sobre la maternidad. Y no hay mayor antídoto contra el miedo que hacer las paces con él. Aún le guardo luto a aquella versión de mí que simplemente se arrojaba. Pero ya he bailado con el duelo sus cinco canciones. Quizás mi valentía no era más que ingenuidad. Quizás mi intrepidez era solo falta de reflexión. No creo que exista mayor miedo que ver algo que te sacaste del cuerpo corriendo sin frenos hacia la vida. No hay nada más hermoso y espeluznante que ver en otro cuerpecito cómo eras antes del miedo. No hay nada más peligroso y a la vez sublime que tejerle a tu más silvestre y salvaje amor, sus propias alas. 

Así que, este año nuevo, que para mí realmente es el fin de una década, lo quiero empezar dejando de intentar recuperarme o reconciliarme con algo que ya no existe.

Los treinta los despido con toda la incertidumbre, pero toda la certeza. Los cuarenta los espero con la cosquillita rica que dan los principios. El año nuevo lo recibo con la hermosa calma que da lo que más se conoce. Sabiendo que esta cajita de fósforos aún contiene muchos más incendios.





Me voy a morir. Me voy a morir. Me voy a morir.


Me voy a morir. Me voy a morir. Me voy a morir. En la vida real, he sentido que me voy a morir de verdad, físicamente, muy pocas veces. Cuando me encontraron células precancerosas, cuando se me escapó un bebé a medio formar entre las piernas, cuando iba a parir a Silvio, cuando me chocaron de frente de madrugada este pasado 5 de diciembre. Pero antes de eso, había sentido que me iba a morir, igual de cerca por cosas grandes y pequeñas. Esos dolores intensos que no se circunscriben a órganos ni pedazos identificables en el cuerpo. Cuando descubres un secreto familiar que no querías saber, cuando se te cae un héroe de un tropiezo casi risible y humillante, cuando diagnosticaron a mi abuela de olvido, cuando mi primer novio me dejó por una rubia con más tetas y más libros que yo, cuando supe que mi primer matrimonio se hundía porque realmente nunca estuvo diseñado para flotar, cuando atropellaron a mi perra frente a mis ojos, cuando me colgué en la reválida, cuando pensé que ya era incapaz de volver a sentir. Pero de pronto, empecé a sentir que me iba a morir más seguido. Que literalmente no podía respirar. Que el peso de un elefante entero se acostaba a descansar sobre mis costillas. Que me llegaba un mareo como si se recogiera el mar de la orilla y viera como en mis peores pesadillas como la ola me arrastraba a mí, a todo lo que veo y todo lo que amo sin remedio.

Empecé a sentir que me moría los domingos, a cierta hora. Como si una nube se me parara encima a derramarse sobre lo que era mi usual alegría. Empecé a sentir miedo. Un terror a salir de la casa con mi bebé. Un pánico a conectarme a un staff meeting. Una sensación de paralización de que me hicieran preguntas que no supiese contestar.

Tengo una pesadilla recurrente en donde no puedo moverme. El mundo sigue y yo estoy en una cámara lenta desesperante que no responde a la velocidad de mi cerebro. Y así llevo casi cuatro años. En una cámara lenta porque sentía que me iba a morir, me iba a morir del miedo al miedo, del miedo a la muerte, del miedo a la ansiedad.

Mi novio de la universidad una vez me dijo que lo único que quería de la vida era paz. En ese preciso instante supe que no teníamos futuro. ¿Paz? Eso era para los viejos y los muertos. Aquello no congeniaba con el escándalo de pulseras, plumas y pasiones que fui más de la primera mitad de mi vida.  Yo quería sentirlo todo. Vivir corriendo era mi deporte extremo. Me preocupaba de las cosas cuando las tenía de frente (si acaso). Mi mamá se moría de los nervios cuando yo tenía entrevistas de trabajo, me preguntaba si me sentía ansiosa, y esa palabra ni siquiera estaba en mi vocabulario. Más de un amante me describió como “fearless”, implacable, sin miedos, y a estas alturas de mi vida es que sé y confirmo que sí lo era, que lo fui. Ahora sé que tenía un súper poder que ya no tengo y quizás sí puedo trazar cómo lo fui perdiendo en el camino. Cómo me lo arrebataron a fuerza de desilusiones, de pérdidas, de ejecuciones de hipoteca, de muertes, de huracanes, de bullying laboral, de violencia obstétrica, de maternidad, de terremotos, de pandemias, de apagones…

Y ahora, veinte años después, si lo vuelvo a ver lo abrazaría y le diría que yo también, que yo solo quiero paz. Que estoy cansada. Que si quizás hubiese buscado la paz como él, me hubiese construido una vida tranquila, aburrida pero sostenible. Que no sé cómo la gente ansiosa vive sintiéndose así sin ayuda.

Estar ansiosa en mi hermosa ignorancia era lo mismo que estar nerviosa, incluso podía sentir que era un equivalente a la emoción esa rica y jodona de enfrentarse algo nuevo que en mi mente siempre relaciono con ser joven aún. Las definiciones clínicas hablan de enfermedades, neurosis, trastornos y cosas más específicas y concretas para mí como: palpitaciones, ahogo, temblores, miedo a morirse.

No soy experta pero luego de años de tóxico concubinato sé exactamente como se siente la ansiedad en este cuerpecito mío. Un bache de miedo y polvo. Un panorama fatídico que se convierte en la imagen de fondo de cualquier situación. Una lista cochambrosa de cosas por hacer en mayúsculas y letras rojas que me grita todo el tiempo y que se regenera y multiplica a medida que intento tachar casi a cuchillazos una sola tarea a la vez. Ver con mucha nostalgia cómo este cerebro alguna vez prodigioso ahora se aturde y se congela como una computadora vieja con demasiadas ventanas abiertas y una ventana específica, gigante y espatarrada de par en par que es un hoyo negro y que vibra todo el tiempo repitiendo sin cesar: mamá, ma, mami, mamaaaaaaaaaaa.

Mi ansiedad es la mejor amiga de la hernia de mi esófago y prima hermana de la hipersensibilidad de mis dientes. Vivo masticando antiácidos como si fuesen goma de mascar con sabor a tiza. Conviviendo con la presunta normalidad y silencio de mis encías. Hasta que de pronto se me apetece algo crujiente, hasta que de la nada el cuerpo me pide algo frío y me siento valiente y las corrientes me llegan hasta la coronilla, el dolor me cierra los ojos y el raciocinio, y preferiría literalmente morirme de hambre y de sed o más bien, estoy segura de que me voy a morir en cuestión de segundos por simplemente sentir demasiado, por vivirlo todo en exceso, como siempre.

El lóbulo frontal de este cerebro en donde se supone almacene mi memoria y mi juicio, también se aferra a una culpa católica que me hace sentirme como una mierda de persona por todas las veces que subestimé el terror de mi mamá a los espacios cerrados, la angustia de algunas empleadas cuando tenían que presentar a clientes, la fobia de seis pies y tres pulgadas que ataca a mi pobre marido en los aviones. He tenido desde hace años un compañero que me guía por esta oscuridad, porque ya se sabe los pasillos de memoria. Un amigo me decía que hacía falta una mano amiga para navegar las notas de alucinógenos, pues también la casa del terror que es una mente ansiosa.

Ojalá fueran solo los grandes retos, ojalá fueran solo las nuevas hipotecas y las aventuras.  Pero a veces son llamadas con clientes, a veces son reuniones presenciales, a veces es moverme de un lado al otro de la isla, a veces es dejar al niño en la escuela o con mi propia gente, a veces es sencillamente la proeza de salir de la casa. Quizás por eso más que nunca necesito los teléfonos en silencio, silenciadas las notificaciones, silentes las vibraciones. Porque hay días que los sonidos son campos minados, las llamadas alertas, los correos mensajeros de desgracias, cualquier mensaje una grieta que me inunda.

Llevo 6 meses tomando Lexapro. Una pastillita mágica que me suple serotonina, para que mis nervios puedan comunicarse entre sí de maneras más efectivas. 10 miligramos diarios que le bajan el volumen a las cantaletas gritonas de mi ansiedad. Una ayuda que no quería para volverme a sentir capaz de enfrentar al mundo. Una fórmula mágica que me ha quitado las gafas oscuras y me ha recordado ciertos colores que creí que nunca más volvería a ver. Cuando mi amadísimo psiquiatra me sugirió intentarlas lloré desconsoladamente. Confieso con vergüenza que me sentí derrotada. Siempre he creído en la terapia, siempre he sabido (aunque siempre lo he odiado) cuándo pedir ayuda, sin embargo, necesitar químicos para regularme o volver a sentirme yo, me hizo sentirme débil. Seis meses después quiero abrazarme. Me da mucha pena conmigo misma por todo lo que sufrí creyendo que era una sensación que venía con la maternidad por definición. La ansiedad me convenció de que no necesitaba más. Le creí que mi vida ahora era puramente sobrevivir. La ansiedad me hizo creer que no tenía opciones, que ya no podía moverme de donde estaba. La ansiedad me robó demasiadas alegrías cotidianas. La ansiedad me apagó la voz porque ni siquiera me dejaba escribir. La ansiedad me convenció de que no tenía nada importante que decir. Mi ansiedad es una mentirosa y algunos días yo le sigo creyendo.


Tres años de agua y candela

Los que me conocen o los que me leen saben que llevo años que lloro cuando se acercan los fines de años. Empieza con un lagrimeo involuntario que puede durar días como un filtrado inofensivo. No siempre lo puedo catalogar como un exceso de nostalgia que no tiene por dónde más salir. Ha habido años en que tanto da la gota que se llena el vaso, pero de alivio. Con el tiempo, ese llantén premonitorio se fue extendiendo a mis cumpleaños. Hay algo en la adultez (al menos en la mía) que ha hecho que el paso del tiempo se me vuelva demasiado latente, demasiado evidente para mi gusto. Probablemente es porque la juventud es acelerada y por lo mismo cuando te das cuenta el freno es casi una ilusión. Los niños, sin embargo, tienen un efecto loco en el paso del tiempo. Son unas bombitas que amplifican el tic toc. Son un filtro en el espejo de uno mismo que es imposible de ignorar por las mañanas y ni hablar de las noches.

La semana pasada me empezó el gotereo. Porque cuando Silvio cumple años es una mezcla fatídica en donde mis cumpleaños y los fines de año se me juntan a hacer escantes en el centro de mis entrañas. Desde que lo supe dentro de mí, me comenzó el pánico de que se me escurriera entre las piernas. Aún después de parirlo, no se me ha ido la sensación de que cargo veinticuatro horas al día un inmenso balde de agua lleno hasta el tope que me sobrepasa el borde de los ojos y me mantiene las manos estiradas hasta el límite de mis coyunturas. Sin embargo, no puedo compartir la carga ni me creo capaz de soltarlo, porque, aunque pese y sea más grande que yo, me he convencido de que nadie ni nada en el mundo puede cuidar mi embalse, y sé que mi torrente no puede ni quiere ser contenida.

Así que la semana pasada empecé el llanto anticipatorio. Llorando una noche, quizás porque hace 3 años no duermo. Lagrimeando porque la ansiedad me llegó con el parto y parece que no sabemos despegarnos, nos hemos vuelto jevas codependientes. Llorando porque en la oscuridad reconozco sin remedio que todavía me da muchísimo miedo lo mucho que lo amo. Porque estaba tan acostumbrada a controlar mis circunstancias y hace 3 años no tengo control ni de mis propios pensamientos. Entonces mi candelita me adivina las lágrimas, me agarra la cara con sus manitas y se duerme diciéndome con una suavidad que no es usual en él: mamá, yo te amo. Como si supiera que en el fondo es lo único que me importa. Como si supiera que es mi droga y mi medicina. Como si supiera que a veces se me olvida qué sentido tienen las cosas de afuera de esta burbuja. Y se duerme conmigo y nada tiene que ver con beneficios de colecho. Nada tiene que ver con seguridad emocional y desarrollo infantil. Tiene que ver conmigo, con el hueco que me dejó pegado detrás del ombligo. Con que cuando me duermo abrazándolo soy el robot de limpiar cuando se engancha en su cargador. Porque el olor de su cuello es la vida misma. Porque ante la pregunta de a cuál de los sentidos renunciarías, tenía resuelto el olfato como respuesta: una existencia sin pestes. Desde Silvio necesito el olor, enterrarle mi nariz en su nuca acabadito de bañar o después de un día de saltos, sudor y pegajosidad con la misma alegría y la misma conmoción. Porque Silvio es mi pluma abierta y mi cisterna. Todos mis bajones de luz y a la misma vez el mismo sol. Silvio es mi faro y el ancla que nunca pensé querer ni necesitar. Entonces sigo arrastrando estas raíces de mangle por todos lados y por primera vez en 37 años quiero ser ceiba y la tierra sencillamente no se deja. Entonces ando de costa a costa chorreando, o seca o inundada, sin humedades sostenibles, sin consideraciones ambientales, sin miras posibles a un futuro que se mueve y me arrastra como la marea. Quizás porque llevo tres años con un presente que se come mis orillas como las marejadas, pero que no se imagina sin playa antes del retiro. Mi vida entera es una boya a la deriva, felizmente amarrada al tobillo de un niño que anda descalzo, subiendo y bajando los taludes porque quiere y porque puede.

Yo no entendía las fiestas patronales que le hacían los padres a los niños pequeños. La gastadera sin sentido para algo que en mi mente pre materna era pura demostración pal otro, una competencia descabellada entre mamás que se aburren (porque antes de tener a Silvio me atrevía a tener la ingenuidad y la arrogancia de pensar que las madres tienen tiempo de aburrirse). Entonces en el tercer cumpleaños de mi hijo, al otro lado de la isla, pudiendo invitar a un poco más de gente porque los primeros dos cumples también fueron pandémicos pero teníamos más miedo que hastío en aquel entonces, termino perdiendo el control con la piñata, termino ordenando globos gigantescos, termino imprimiendo cajas de decoraciones que no sé montar, termino esclavizando a mi vecina y a mis familiares bregando con dulces, cintas y cartones, termino haciendo un sopón a las once de la noche, termino con un brinca brinca frente a mi casa por más de 72 horas y siento el pecho inflado y desinflado de tantísimo amor, de más satisfacción que cumplimiento, de más jayaera que nostalgia triste.

Los cumpleaños de los hijos son graduaciones anuales. Son celebraciones de supervivencia. Son un momento para abrazarnos y decirnos, está vivo, lo hemos mantenido vivo y no hemos muerto en el proceso. Hemos enloquecido, hemos envejecido, hemos peleado, hemos reído, nos hemos gastado la vida y los jangueos, pero aún estamos.

Silvio es la luz más intensa, la claridad más cegadora, la verdad hecha gritos, la energía más violenta, la ternura más devastadora. No extraño al bebé que fue, quizás porque me enchulo cada segundo más del niño que crece, que maniobra con el lenguaje, que me impresiona con sus palabras, que constantemente me hace cuestionarme las cosas en las que creo o las explicaciones que debo o no debo darle. No hablo de las veces que dice: silbato, pastel, excavadora, tobogán, volante o rinoceronte. Me refiero a cuando hablando me dice: cómo se llama este… ¿mamá cómo se dice?, mira mamá justo allí, ¡Pero mami! Wow mamá, eres una súper héroe. Cuando se refiere a su familia como: “mi gente” o a su amiga como “Mi Mar” o la más que me destruye de todas: ¡no te preocupes mamá! Me adivina las tristezas y las preocupaciones. Sospecha de las dudas que probablemente pesca con facilidad en los tonos de mi voz. Se ríe del poder que tiene sobre mí. Me estruja cotidianamente su preferencia paterna con toda la inocencia que no estoy del todo segura que realmente tenga. A veces le digo: ¿tú sabes que tú estabas en mi barriga?, y me contesta con todo el amor y toda la crueldad: Sí, pero ya salí.

En los cumpleaños reconozco que mi balde de agua se va vaciando, que cada vez es un chin menos difícil de cargar, pero no deja de dolerme toda el agua derramada, esas gotitas que no se recuperan, esas moléculas que se vuelven aire, esas células de mi bebé que crecen, se esparcen, se alejan e inevitablemente y sin regreso se me van.  

T de Terrible

T de Terrible

Así que entré a una sala pequeñita, a quitarme la ropa sin verle la cara al médico, a hacer mi ropa un bollito y meterlo en mi cartera y pillarlo debajo de la burra porque ni siquiera tienen un espacio donde una ubicar sus pertenencias mientras le abre las piernas a un desconocido. En este caso no me dieron una bata de papel, me dijeron que me desnudara de la cintura para abajo y me dieron un par de “sabanitas” de papel azul quirúrgico, necesité una y media para taparme las caderas de lado a lado, gracias a Dios que no me puse un traje.

Hasta las tetas.

¿Y lo estás lactando? 

Más que el nombre del niño, más que cuántos meses tiene, más que cómo me siento, más que cuándo regreso a trabajar, más que quién lo va a cuidar, esa es la pregunta que más me han hecho en estos casi cuatro meses. Entonces me mango dando explicaciones. Ya no. Pero bebió exclusivamente leche materna los primeros tres meses. Nunca se pegó. Y las caras de desaprobación. La decepción del médico. El juicio de la mamá con su bebé gigante pegado a la teta en la sala de espera. Y yo ampliando mi argumento. Tres especialistas en lactancia intentaron ayudarme. La pediatra estuvo casi media hora tratando. Hasta al dentista pediátrico especialista en frenillos lo llevé. Y las sonrisitas condescendientes. Es que da trabajo. No es fácil, pero se puede. Así era el mío y mira. Esto no es pa’ toel mundo. Es que es bien sacrificado, con los hombros encogidos y las bocas fruncidas de: “soy más mamá que tú”. 

 

Nunca me ha gustado que me toquen los senos. Ha sido casi una fobia existencial. En muchas ocasiones soñé que cuando me pegaban el bebé al pecho, yo gritaba como si tuviese sanguijuelas chupándome la sangre a través de mi piel. Abiertamente decía que le tenía más miedo a la lactancia que al parto. Cuando iba a hacer el registro de regalos, pedía que me vendieran lo mínimo para sobrevivir las dos vías: si decidía lactar y si decidía que no. Porque en mi ingenuidad juraba que esto era una decisión enteramente mía y completamente racional. Desde ahí empezaron las afrentas. Cuando tú veas lo que te vas a ahorrar en fórmula. ¿Pero cómo no vas a lactar? Si eso es lo más bello que hay. No hay vínculo como ese. Cuando ese bebé se te pegue se te va a olvidar tó. Y dale con las romantizaciones que rozan a las mentiras.  

 

En treinta y nueve semanas nunca me salió ni una gota de leche. Pensé que probablemente por haber dicho tanto que no quería lactar, mi cuerpo caprichoso había decidido escucharme esta vez. Dormía con brassier puesto porque la hipersensibilidad era tanta que no soportaba ni el roce de las sábanas. Los usaba de maternidad (que quieren decir de lactancia) porque no cabía en los míos. 24 horas antes de parir me desperté recordando clarito que había soñado que paría un gato. La bruja en mí sabía que no era del todo un juego azaroso del subconsciente. 

 

Mi bebé no se pegaba. Me pillaba las puntas de los pezones con las encías. No succionaba ni aunque su vida literalmente dependiera de ello. Las enfermeras, las del grupo de apoyo de lactancia, mis amigas madres que me visitaron al hospital y hasta una de las pediatras, me trastearon las tetas sin ningún pudor. Las agarraban con las dos manos, las estimulaban con sus dedos, se las empujaban por distintos ángulos al bebé que hacía todo lo posible por separarse, por empujarme. Cuando me metía en su boca, hacía un ruido de chasquido, pero no chupaba. Los diagnósticos fueron múltiples y variados. Vagancia, frenillo, mis pezones eran muy pequeños (aunque nunca nadie se había quejado antes), todavía ni se entera que ha nacido, ya tendrá hambre y se pegará y así por el estilo. Me enseñaron a ordeñarme en una cuchara. Apretaba y apretaba y veía gotas amarillas formar un pozo en una cuchara de sopa de la cafetería. Luego le vertíamos esas fracciones de onza en la boca, con pánico a que se derramaran y se perdieran. El estómago de ellos es muy pequeño. Tranquila que se llena. El calostro es mágico. La pediatra me recomendó que no usara la máquina porque yo estaba produciendo mucho y no iba a soportar el dolor si me sobre estimulaba. Así que me exprimí y me exprimí. Cada hora y media. Me exprimía las tetas y me vertía en una cuchara y la derramábamos en la boca de mi recién nacido, de día, de noche, de madrugada. Luego de varias y dolorosas pérdidas de mis extracciones manuales decidimos sofisticar la tortura. Compramos jeringuillas para saber la cantidad, dos, tres cucharadas, media onza, una onza. Hacíamos cómputos en la oscuridad. Dudábamos de nuestras mentes. El niño no paraba de gritar. Pero no se pegaba, en ninguno de los intentos. Así que yo seguía sacándome leche en cuchara, alguien ayudándome la recogía en la jeringuilla y entre a veces dos personas agarraban a mi hijo rabioso para introducirle a la fuerza el preciado líquido en la boca. Encima no podía sacarme leche por adelantado porque solo me salía leche cuando él empezaba a llorar por más que me las apretujara y estrasijara. Yo me ponía hielo cuando terminaba para bajar la hinchazón y adormecer el dolor. Luego compresas calientes para disolver los peñones, desinflamar los ductos y los senos a punto de explotarme a todas horas. Me dolía acostarme, me hería el agua de la ducha, me desbarataba cargarlo y me apuñalaban los piadosos abrazos de mi marido. Fueron días infinitamente oscuros. 

 

Cuando fui a la cita del chequeo de la primera semana, el bebé había perdido peso, demasiado peso. Intenté explicarle a la pediatra pero no podía parar de llorar. Mi esposo le traducía mis palabras ahogadas. Ella me dijo: “lo ideal es que lo lactes directamente, lo segundo mejor es que te saques la leche y se la des, lo tercero es que le des fórmula. Lo más importante es que coma. Lo más que el bebé necesita es una mamá, pero lo que de verdad de verdad le hace falta, es una mamá feliz”. Si yo fuese una persona de abrazar le hubiese dado un abrazo apretado y doloroso, porque habían sido las palabras más amables que había recibido en días y sentía que inexplicablemente me había sacado un gran peso de encima. Me dijo que sacarse la leche con máquina y dársela al bebé era duro, bien duro. Que me sacara cada tres horas porque cada dos era inhumano. Que si podía me pegara la máquina cada vez que el bebé comiera para que la producción se sincronizara con su necesidad. Y así fue. 

 

Por alguna razón que aún no entiendo, sacarme leche me daba unas náuseas que me duraban los primeros nueve minutos que me pegaba a la máquina. Tenía que seguir haciendo los rituales de frío y calor antes y después de sacarme leche. Cuando tenía los brotes de crecimiento, que básicamente son los primeros tres días, y casi todas las primeras semanas, no daba abasto. Ya sabía que necesitaba esas dos onzas por toma. Y no siempre daba dos onzas. Podía sacarme tres onzas cada tres horas, pero si me sacaba cada hora y media, me salía una onza y media. O sea, que era el doble de trabajo para la misma producción. Mis días y mis noches giraban en torno a mis tetas, sacarme leche antes de que se despertara y cada vez que él comía. De noche me despertaba, lo cambiaba, le daba biberón y luego me quedaba media hora más despierta para poderme sacar la próxima tanda. Así que apenas tenía una hora para dormir entre tomas. Encima no tenía ningún vínculo especial, tenía lo peor de los dos mundos. Cualquier podía darle el biberón a mi bebé, pero solo yo podía sacarme la leche. Tenía los senos destrozados y también tenía que calentar la leche de la nevera que por ser materna hay que hacerlo en baño de María. Mientras mi bebé gritaba sin parar trataba de explicarle que si se pegaba a la teta, tendría su comida al instante, a la temperatura correcta, sin tener que templarla, sin tener que lavar y esterilizar botellas, pero salió cabezota a la madre y le gustan las cosas ilógicas y complicadas. 

 

La primera vez que solo produje una onza y el papá le echó una onza de fórmula para completar me salí del cuarto para no mirar. Encima solo se comió una y las voces en mi cabeza diciéndome, ¿ves que el cuerpo es perfecto? Y las próximas horas yo velando cualquier buche o irregularidad y echándole la culpa a la fórmula, a la dichosa fórmula. Yo lloraba y lloraba y mi marido no entendía nada. Lactar nunca había sido una meta para mí. Sin embargo, con las tetas llenas y el niño a gritos me parecía la primera prueba fallida de la maternidad. Mi cuerpo estaba siendo apto así que probablemente la que fallaba era yo. Y siempre he tenido un problema con aceptar el fracaso. Yo me fajo y me fajo hasta que lo logro. Lo he hecho con todo, yo no me quito de nada, yo renuncio cuando soy infeliz, pero nunca porque no pueda, nunca porque no me salga, nunca porque no dé abasto. Y Silvio en menos de un mes me enseñaba a fuerza de cañón que no, que no todo era cómo o cuándo yo quisiera, que esa época ya se había acabado. Y mi familia mordiéndose la lengua, nadie me dijo que era una locura, que le diera fórmula y ya, que yo comí fórmula y cereal y no me va tan mal en la vida na. 

 

Me compré un brassier de esos que uno se conecta las pompas y tiene las manos libres. Eso me hacía sentir aún menos humana, aún más infeliz. En más de una ocasión derramé la extracción de la mañana que suele ser la más generosa, cinco y hasta siete onzas desperdiciadas en el piso o en la cama. Y yo llorando desconsoladamente. Quien dijo que no se llora sobre la leche derramada claramente nunca se la acababa de exprimir del pecho. En una ocasión la derramé en el counter de la cocina y con mis propias manos la fui empujando al borde hasta rescatar gran parte y meterla en un biberón. Después de darle la leche rescatada, mi marido me encontró llorando descontrolada. Yo era la peor mamá del mundo. Quizás esa leche estaba ahora contaminada. Quizás tenía detergente del día anterior. Quizás algún animal había caminado por la cocina. A lo mejor estaba envenenando a mi hijo con tal de no aceptar que mi torpeza una vez más había aplastado mis esfuerzos. Estuve el día entero examinándole la piel, velándole más de lo usual la respiración. Como era de esperarse ahora con un poco de claridad, nada pasó. 

 

Ni hablar del proyecto de salir con la máquina, la neverita, la manta para cubrirme, las botellas adicionales, la leche ya sacada a temperatura ambiente. Andaba con una libreta anotando las onzas que me sacaba, a las horas que me sacaba, cuándo me tocaba, las onzas que el bebé comía, a qué hora. Mi cerebro era una alarma para que ni una gota de leche pasara un minuto más de la cuenta sin refrigerar. Mi esposo me preguntó que cómo se sentía la máquina, mi respuesta sin pensarlo dos veces fue: como si un viejo asqueroso me estuviera chupando las tetas por treinta minutos, de siete a diez veces al día. ¿Y por qué lo haces entonces? Y con toda la honestidad del mundo le dije la más profunda verdad: No lo sé. 

 

Hubo un día que se despertó mientras yo me extraía la leche y empezó a llorar. Como ya llevaba siete minutos sacándome, al despegarme la máquina seguí chorreando. Me asomé al corral y las gotas le caían en la cara. Su cara de desprecio era equivalente a la de un adolescente cuya madre se levanta la camisa y le ofrece los pechos. Ahí supe que aquel vínculo mítico nunca iba a pasar. 

 

 

La gota que colmó el bibí fue que se enfermó mi bebé. Le dio bronquiolitis a apenas dos meses de nacido. Y como me pasó con las oraciones de niña, se me colapsó la fe. ¿No se suponía que no se enfermara si se alimentaba puramente de mí? ¿No que el cuerpo era perfecto? ¿Y qué de los beneficios inmunológicos de la leche materna? ¿Por qué me estaba pasando esto a mí? Lloré más que él cuando le dimos su primera terapia respiratoria, la mascarilla le tapaba casi la carita entera. Si se despertaba a mitad de terapia se desesperaba, como si no pudiese respirar, como si lo estuviésemos asfixiando en vez de curándolo. Cuando lo vi entendí que así estaba viviendo yo, asfixiándome, desesperada, casi sin poder respirar tan solo por llegar a las supuestas onzas. Más preocupada por lactarlo que por disfrutármelo. Y hasta ahí.

 

Sin querer queriendo llegué a la meta que internamente me prometí: tres meses, hasta ponerle las vacunas. Logré inmunizarlo con lo exprimido en lo que el hacha iba y venía y me hacía pedacitos. Tres meses después de parir todavía no me sentía gente. E hice el ejercicio al que hubiese exhortado a cualquier amiga a hacer, mira tu vida desde arriba y determina qué te falta y que te sobra. Qué te acerca más a la felicidad y qué te la aleja. Sacarme leche. Aunque sentía orgullo al ver un bibí llenito hecho por mí, eran microsegundos comparados con las horas enteras donde tenía una relación más intensa con mi Medela que con mi Silvio. A fuerza de repollo en el brassier, de empezar a sacarme solo cada tres horas, luego cada cuatro, luego cada seis, luego dos de día y una de noche, de renunciar al agua caliente porque empezaba de nuevo a producir. Mis tetas resultaron ser tan overachievers como quien las carga y tardé semanas en secarme. Mi bebé se devora su fórmula con la misma satisfacción que la leche materna. No se ha vuelto a enfermar. Pero todavía cuando me preguntan si el bebé es lactado, titubeo. Todavía me disculpo, todavía bajo los hombros y la voz. Es lindo eso de que la gente sienta que el bebé es de la comunidad. Es noble la idea de que los bebés son criados por tribus. Pero antes de la tribu, el bebé es de mamá. Una mamá que lleva meses tratando de encontrarse detrás de una barriga gigante. Una mamá que lleva semanas temiendo cometer un error irreversible mientras intenta mantener vivo a un bebé. Una mamá que le duele el alma y el cuerpo todavía. Dejemos de romantizar el sacrificio desmedido. El respeto y la deferencia a la lactancia se supone que sea para defender a las mamás, para defender el espacio a alimentar a sus bebés, no para someterlas a un yugo adicional, no para sentirnos con derecho a opinar sobre el cuerpo que sigue siendo de mamá. La maternidad no se define por si fuiste parto natural o cesárea. La epidural no adormece el instinto materno. Un cuerpo apto para lactar no se traduce en ser una gran mamá. El amor no se mide en onzas de leche ni en años de teta exclusiva. Los cuerpos no son perfectos. Las madres tampoco. Si vamos a ser tribu, seámoslo para construir no para aislar. Y si no tiene nada bonito que decir no diga nada, que ya estamos hasta las tetas de tanto opinar. 

Que el parto no se acaba

El 27 de junio de 2019 no fue el día más feliz de mi vida. No descubrí el verdadero significado del amor ese jueves. Con tu perdón Silvio, si algún día me lees (lo cual sería muy raro porque los hombres de mi vida tienen una tendencia a no leerme) n…

El 27 de junio de 2019 no fue el día más feliz de mi vida. No descubrí el verdadero significado del amor ese jueves. Con tu perdón Silvio, si algún día me lees (lo cual sería muy raro porque los hombres de mi vida tienen una tendencia a no leerme) no siento que conocí al amor de mi vida a las 7:51 am de ese día que para mí comenzó doce horas antes o en el fondo treinta y nueve semanas previas. Si soy honesta, (y lo digo once semanas después del trauma), probablemente han sido las peores horas de mi existencia. Me gustaría decir que las próximas semanas fueron de ensueño. Que mi vida se llenó de luces y colores. Pero me siento obligada a recordarme, porque dicen que se olvida y al menos para protegerme como siempre del olvido y la reincidencia, quiero que conste en récord que el mes que le siguió al parto, está en la misma categoría para mis efectos, de divorciarme y colgarme en la reválida.

No hablo de los dolores del cuerpo. Esos unánimemente te los advierten y siempre se quedan cortas. No son parecidos a una menstruación dolorosa. No es una combinación de estreñimiento, dolor muscular, gases y hambre. Son más bien calambres prolongados, la mordida de un perro en las entrañas, el pellizco con la fuerza de torque de un camión en lugares recónditos. Dolores que no se definen, que te hacen pensar que te meas, que te cagas, que te vomitas, que te desmayas, que te mueres. No me morí ni me desmayé, haga usted los cálculos.

Aunque mirando por el retrovisor, esas semanas se ven borrosas, como un sueño que uno recuerda por fragmentos inconexos. No estoy segura de a qué hora comenzaron las contracciones apocalípticas. No sé con certeza a qué hora por fin me chequearon las enfermeras y descubrieron que estaba en 7 (para los que no hayan parido hablo de los centímetros en que una se dilata, tienes que llegar a 10 de circunferencia para que idealmente quepa por ahí el bebé). Llegué al hospital en 1, y usualmente se dilata un centímetro la hora, si tienes suerte, les dejo nuevamente los cálculos. No puedo poner mi cabeza en un picador sobre la hora milagrosa en la que llegó la doula, me bajó de la burra, me trepó en una bola y me ayudó a cabalgar las contracciones sin dejar de respirar.

Sin embargo, recuerdo claramente la retahíla de malas palabras que le grité al doctor con toda mi furia hasta entonces contenida. Veo con claridad aquella altura a la que la burra decidió trancarse justo cuando me dieron permiso a pujar. Escucho la voz de mi médico diciéndome con naturalidad: “el próximo lo pares cómoda, este se va así”. Cuento sin temor a equivocarme las cuatro veces, repito, cuatro veces que se fue la luz durante mi parto activo. Casi siento el sueño que por fin casi me vence cuando la morfina que me administraron a la medianoche regresó precisamente cuando necesitaba las fuerzas de mi vida entera para sacar a una persona de entre mis piernas. Puedo saborear la amargura que se me subía por la garganta cada vez que el ginecólogo le hablaba a todo el mundo en el cuarto menos a mí sobre lo que estaba pasando tan lejos y tan cerca de mis orejas. Aún se me eriza la piel cuando lo escucho una y otra vez en mi mente decir: “hay que ayudarla”. Y yo sin saber qué era ayudarme. Y yo en mi ignorancia pensando que me suministrarían alguna droga milagrosa y luego sentir que me vaciaban la vejiga metiéndome una varilla en la uretra (en realidad era una sonda) que luego me rajaban y unían mis orificios, que me metían un aparato de succión, que me pedían que avisara las contracciones, que contara en voz alta los pujos, para seguirme, para agarrar al bebé que igualito a su madre treinta y cuatro años atrás se asomaba pero se negaba a salir. Veo en alta definición al niño ensangrentado sobre mi pecho. Pensar que nunca se veían tan rojos en las fotos. Concluir con lo que me quedaba de cerebro que la sangre era mía por los cortes. Mirarle las manos y pensar que eran inmensas, demasiado grandes. Besarlo varias veces y llenarme la boca de sangre. Llorar sin poder evitarlo. Estar casi segura de que el llanto no era de felicidad, era de dolor. Escuchar que mandaran a ponerme pitocina para la placenta. Sentir que me apretujaban la barriga ahora vacía. Que me cosían con hilo y aguja nuevas costuras. La voz de ese señor de nuevo, “estate quieta que si te mueves es peligroso”. El nene encima mío. Un temblequeo involuntario. “Mamá necesito que pongas de tu parte”. La primera vez que me decían mamá y de verdad lo era y sonaba a regaño. “Esto es serio mamá, se te pueden pasar las heces si no te coso bien”. Mi ira de nuevo. Mis gritos. Reunir el sarcasmo para decirle mala mía que estoy temblando después de doce horas de dolor y de que me rajaras el culo y me lo estés cosiendo a sangre fría. Ni modo, hay que llevarla a sala de operaciones, ponerle epidural. Ajá con el niño ya afuera. Que me movieran a una camilla con ruedas. Que me llevaran de un lado al otro del hospital. El dolor cuando las ruedas chocaban con desniveles entre los pasillos, con la entrada y salida de ascensores. Un hombre que me decía que no sentiría dolor. Mis carcajadas incrédulas. Después de eso no recuerdo nada. Levantarme en una sala de recuperación horas después, una mujer a gritos a mi lado, yo sin poder mover las piernas y sin bebé. Intentar detener las películas de horror de mi cabeza. Convencerme de que mis piernas volverían a moverse. Que el bebé estaba bien. Que no había pasado nada terrible. Parí a las siete y cincuenta y uno de la mañana y no volví a ver a mi hijo hasta pasadas las tres.

No recuerdo cuántas veces en la noche nos levantábamos. Pero sé que la primera noche en el hospital dormí con espejuelos para poder mirarlo. No sé cuánto comía ni cómo logré exprimirme esas fracciones de onzas a mano. Pero aún siento el pánico de que lo estaba matando de hambre. Tengo que preguntarle a mi madre y a mi marido cuánto exactamente midió y pesó. Pero me sé al decimal la libra y las onzas que perdió en apenas cinco días. Mis primeras semanas de maternidad se sintieron como un verdadero fracaso. Estaba fallando crasamente en un trabajo al que me había comprometido de por vida y sin escapatoria. Memoricé sin remedio la sensación de que me estaba ahogando y lo peor de todo es que me estaba ahogando con él.

Mi parto no fue esa “cita a ciegas donde conoces al amor de tu vida”. No comprendí el verdadero significado del amor cuando me miró a los ojos. No sentí un alivio que me borró la memoria y me curó el cuerpo. Todo lo contrario. Redefiní el miedo y el dolor. Entendí en menos de 24 horas la visceralidad de la maternidad. Lo animal de mantener eso que pujaste, vivo y a salvo. La ansiedad que produce haber leído demasiado y haberte preñado y parido con intención y alevosía siendo una adulta hecha y derecha (o al menos creyéndotelo).


Tener un hijo es una herida abierta. Y así lo sentí desde el principio. No, no es una metáfora poética. Quizás porque me dolían todos los puntos TODO el tiempo. El amor de madre para mí, al menos en sus inicios, es más una reacción fisiológica inevitable. Un amor feroz que sale de las entrañas más como un reflejo que como una opción. Con la urgencia irremediable de tener que ir al baño, con lo humillante de cagarse encima. Doloroso por definición. Desgarrador por principio. Injusto, desequilibrado, leonino. Los primeros meses son todo menos lunas de miel, por más que la nostalgia posterior les diga lo contrario. Siento que he tenido una crisis de fe pero a la inversa. Me ha tocado creer en contra de mi voluntad porque sencillamente no doy abasto. Sin querer queriendo he vuelto a rezar pero con las manos abiertas. Diariamente casi como un estornudo pido que lo cuiden. Así, invocando en plural sin denominaciones específicas.

Lo que sí me ha sobrecogido es el amor, así en general. Quizá es porque sí he tenido la suerte y la desgracia de conocer el amor múltiples veces y en muchos lugares. El amor sobrehumano de mi mamá. El amor de un hombre hermoso que se levanta todas las veces conmigo, aunque sea para asegurarse de que esté lo suficientemente despierta como para sostenerlo. El amor de mis familias, las que nos traen comida, las que friegan, las que nos lavan ropa y lo velan para poder bañarnos y en los días más afortunados, poder tomarnos una siesta. El amor de mis amigas, las que siempre dicen presente, las que toman fotos, las que me acompañan a las citas, las que textean enviando señales de humo de que hay vida al otro lado, las también paridas y partidas, que me escriben para asegurarme que todo mejora. Que siempre es bien difícil aunque casi nunca se diga. Las multíparas, que sabían que necesitaría un blower, agua maravilla, una bolsa de hielo, crema de linóleo y todos esos trucos de supervivencia, no para el bebé, sino para mamá, que siente que pende de un hilo mientras se encarga de una vida nueva.

Probablemente porque nunca he sido de amores a primera vista. Seguramente porque lo que siempre me sobrecoge es el amor, no los enchules que por repentinos siempre resultan pasajeros. Llevo más de 7 años con un hombre que no me hace llorar y parí a un hombrecito que me ha hecho llorar más veces del número de semanas que tiene. En su día 34 de vida, mismo número de mi edad actual, Silvio me sonrió por primera vez. No las sonrisas esas dormidas, ni las muecas de algunos otros reflejos escatológicos, me sonrió mirándome a los ojos. Le pregunté si me estaba sonriendo y lo hizo de nuevo. Me emocioné tanto que me eché a llorar. No lagrimitas de ternura, sino llanto a boca de jarro con todo y sus vergonzosos hipidos. Lo asusté tanto que entonces él empezó a llorar sin parar, como tantas veces había hecho hasta entonces. Luego de carcajear por mi impresionante habilidad de cagar los momentos sublimes. Entonces me permití aceptar que había una gran posibilidad de que por quinta vez en mi vida, podía ser que me estuviese empezando a enamorar.

El mundo no está hecho para lo grande

Soy pequeña. En la escuela, si la fila era en orden de tamaño infaliblemente estaría entre las primeras tres. En el coro de campanas tocaba la segunda campana más chiquita, era el jamón del sándwich entre dos gemelas. Yo era mínimamente más alta que…

Soy pequeña. En la escuela, si la fila era en orden de tamaño infaliblemente estaría entre las primeras tres. En el coro de campanas tocaba la segunda campana más chiquita, era el jamón del sándwich entre dos gemelas. Yo era mínimamente más alta que la primera y mínimamente más bajita que la ahora tercera. Ser bajita no me ha traído significativamente ningún problema ni complejo mayor. A las mujeres petite nos va bien, fuera de una reputación de tener caracteres inversamente proporcionales a nuestras estructuras óseas. Aparte de llevar aproximadamente 18 años montada en tacos, aceptar como destino implícito que a toda compra de pantalón o traje largo habrá que añadirle el cargo perpetuo del ruedo, y saber que donde haya multitudes jamás veré nada que pase en una tarima a menos que sea a través de las pantallas, ser bajita no me ha producido ninguna incomodidad que trascienda.

Mi no tan nuevo cónyuge es alto, bien alto. Lo suficiente para hacerme pensar en que las casas en la isla están construidas para gente que mida menos de seis pies porque en múltiples ocasiones tiene que agacharse para salir o entrar de una habitación. Tan alto, que tengo que avisarle para que no se achoque con los rótulos de las góndolas de los supermercados. Intento comprar taquillas y pasajes en los pasillos, para que pueda al menos estirar una pierna sin sentirse tan pillado. Usa un palo de escoba pesadísimo, pero más largo de lo normal porque dice que el tamaño estándar le desbarata la espalda, lo mismo con los counters de cocina, las tablas de planchar y cosas cuya altitud nunca he tenido que cuestionar.

Un amigo que resulta ser uno de mis escritores favoritos, una vez escribió un manifiesto de lo que era ser gordo en un mundo de flacos. Yo lo amé como suelo amar todo lo que escribe. Hablaba de la incomodidad del tren, de los aviones, de la dificultad de comprar ropa, del miedo a que la silla plástica cediera ante su peso, del pánico generalizado y el miedo al ridículo porque todo es más grande, más ruidoso, más notable, cuando uno excede lo considerado normal.

Si nunca has pensado que el mundo no está construido para ti, significa que eres privilegiado.

Yo ahora mismo mido cinco pies y una pulgada y media (sino es que el peso me ha achicado) y debo estar pesando mínimo cincuenta libras más de lo que sería considerado mi peso ideal, menos de treinta de ellas puedo adjudicárselas al 50% adicional del volumen de sangre que tengo, placenta, retención de líquido, fluido, bebé, nueva copa de sostén, etc. Donde alguna vez estuvo mi cintura, ahora tengo una circunferencia de cuarenta y dos pulgadas (que pareciera aumentar mientras tecleo). No he logrado asumir dónde me acabo. Es como si mi cerebro aún no hubiese podido interiorizar los nuevos confines de mi cuerpo. Me golpeo con puertas que yo misma abro. Me sorprende que no alcanzo tablillas que antes tocaba, como si me estuviese encogiendo, luego recuerdo que sencillamente no puedo acercarme tanto al borde de las cosas y desde lejos se acorta mi alcance. A veces le digo a la gente: con permiso, y la reacción inicial es mirarme mal, como diciéndome que claramente quepo y puedo pasarles por el lado, luego del monitoreo se disculpan, se dan cuenta que no, no quepo por el lado del carro de compra, de su silla desplazada en medio del restaurante como si fuesen dueños y señores del lugar, no me da el espacio para moverme sin tener más contactos que no quiero tener con desconocidos, porque honestamente ya estoy harta de que me toquen la barriga como si fuese una mascota de paseo y siempre he pensado que se debería pedir permiso antes de acariciar al ser viviente que nunca te ha pertenecido.

No puedo retractar mi barriga. No puedo respirar hondo y reducirme. Mi vientre no se escurre, mi pipa no se exprime, mi ombligo no se guarda. La gente en este país es incapaz de estacionarse en el centro de un aparcamiento. Entonces intento pegarme lo más posible a la derecha para poder deslizarme del asiento y transportar mi cuerpo hacia los múltiples lugares a donde aún tengo que llegar. En más de una ocasión he tenido que montarme por la puerta del pasajero porque sencillamente no quepo. Cuando me bajo del carro choco con los retrovisores, me ensucio la ropa, la cartera se me enreda, se me caen las cosas que intento llevar en las manos y lo peor de todo es que llamo muchísimo la atención. El primer novio alto que tuve me decía que cuando una persona bajita no sabe bailar, la gente apenas se da cuenta. Cuando alguien grande baila mal, es como si tuviese reflectores y flechas llamando la atención de todo el mundo. Y es que el miedo al ridículo y la atracción del juicio tienen una relación discreta pero importante con el tamaño.

Nunca había valorado mi pequeñez. No lo he sentido como una ventaja particular, ni me había nunca cuestionado la agilidad y discreción que un cuerpo compacto goza. Me he colado entre multitudes sin apenas tener que empujar a nadie. Cuando tus dimensiones son cortas, cualquier recoveco es acceso. Hay una magia implícita en no ser fácilmente visto. En estas semanas he pensado mucho en la gente grande. Se me ha colado entre cuero y carne una empatía sanguínea con la grandeza y la obesidad.

Yo decidí embarazarme y ya estoy al filo del fin. Pero a estas alturas mi saco de cemento que bien sé que no es permanente, se manifiesta como una esfera de cristal, una burbuja que podría explotarse de tanto mirarla. Esta barriga, aunque no esté hecha de excesos calóricos o condiciones pre existentes, se siente como una herida abierta, una vulnerabilidad latente, un peso que no me fortalece, una grandeza que no intimida, una debilidad que no trasmuta, un súper poder que debilita, un algo sobrehumano que no sublima ni dignifica, una cuestión milagrosa que aterriza y humilla a la mismísima vez. Al final del día las cosas grandes ocupan más espacio, superan pequeñeces, se les llaman bestiales, pero se les sienten tan sublimes.

La agridulce espera

 

 

Los últimos cinco, seis meses se sienten como si estuviese viviendo no en una nube, sino más bien dentro de una espesa bruma. En ciertas épocas de mi vida tenía unos sueños repetidos en donde quería correr y no podía correr, mis movimientos eran todos como en cámara lenta. Bastante parecido al sueño del grito que no sale, pero me levantaba con la desesperación de que mi cuerpo estaba teniendo problemas en recibir las señales de mi cerebro. Pues así llevo múltiples semanas. Quizás tiene que ver con eso, que cuando uno cuenta el tiempo en semanas desacelera el paso del tiempo. 

 

Recuerdo lo mucho que me irritaba escuchar a las mujeres hablar en semanas. Casi tanto como me exaspera que seamos los únicos pesándonos en libras, moviéndonos en millas, creciendo en pulgadas. En la dicha de mi ignorancia pensaba que eran cuestiones numéricas, matemáticas perfectas donde se promedian meses de 28-31 días y se dividen entre semanas de siete días, para qué complicarnos si los calendarios ya han sido simplificados para nuestra conveniencia. Pero llevo veintisiete semanas y cada vez que alguien me pregunta no sé si tengo seis meses, 6.75 meses o siete meses. No sé si estoy terminando mi segundo trimestre o empezando el tercero porque tengo tres libros, siete aplicaciones y cuatro tablas guardadas y ninguna se pone de acuerdo. 

 

Pero la realidad es que vivo semana a semana, celebrando los martes que antes me parecían los días más desabridos del mundo y ahora son la meta constante de sobrevivir una semana más, de acercarme siete días más a posiblemente lo más aterrador y sublime que me haya pasado jamás. Y se me han despertado las obsesiones y las paranoias más extrañas del mundo. Aunque no sepa en qué trimestre o en qué mes vivo, todas las semanas sé el por ciento de viabilidad que tendría mi bebé si por alguna razón tuviese que vivir fuera de mí en este mismo instante. No me veo pintando el cuarto con un mameluco de mahón como la publicidad me hizo creer. Pero cada vez que paso por el cuarto quiero destrozar con un bate la trotadora que mi no tan nuevo cónyuge no ha acabado de desmontar y me persigue el pensamiento de que el cuarto aún no tiene cortinas y de que absolutamente todo lo que tiene dentro se va a comenzar a despintar de aquí a julio. 

 

Yo solía reprocharle a mi madre el por qué siempre tenía que pensar en que algo malo iba a pasar. Por qué esa tendencia a traducir la falta de noticias en sucesos catastróficos. Por qué ese empeño en vivir con miedo. No he parido y el miedo ya me ha invadido los nervios. Aparentemente tengo una hernia en el ombligo y me aterra reírme demasiado, me agarro la barriga cuando estornudo, cuando toso, cuando me voy a parar. Visualizo que se me va a explotar el ombligo cuando me toque parir. No pienso horrorizada en que voy a pujar un melón entre mis piernas como una embarazada histérica normal, no, pienso en que mi ombligo va a ceder y se va a salir no sé ni por donde, todo en medio del meollo del parto. 

 

Mi hermano fue quien primero me dijo que ser papá era tener miedo todo el tiempo. El esposo de mi cuñada me dijo una vez que la gente te dice que no vas a dormir y que uno se imagina que es porque el bebé no para de llorar. Pero que la realidad es que aunque no llore, no duermes, porque si no se despierta cada cuatro, cada tres, cada dos horas, te vas a levantar para ver si está respirando. Porque los primeros meses son literalmente un ejercicio extendido de supervivencia. Y creo que ya estoy entrenando. Suelo recibir patadas (o puños, codazos y cabezazos porque realmente nunca se sabe) a las 10:00pm, a las 2:30am, a las 6:30am. Siento marea, fiesta, vueltas de carnero, brazadas y marcha cuando me da hambre y después de comer. Si por alguna razón no siento esos golpes, vibraciones, temblores y corrientes, me cago del miedo. No se lo digan a mi médico pero si no lo he sentido, me como algo dulce y culpable y aliviada siento de nuevo el quilombo infalible, las únicas señales abstractas de que todo está bien (aunque no tenga ni claro qué es normal y qué no lo es). 

 

Estoy coleccionando cosas curiosas que me dice la gente. Porque son muy pocas, sigo recibiendo la misma plétora de clichés y consejos no pedidos y reciclados, así que cuando alguien me dice algo nuevo e iluminador me lo memorizo y me lo repito, porque solo sé encontrarle la magia a las cosas a través de las palabras. Hay gente que me dice que extrañaré la barriga. Yo eso lo veo tan abstracto como me pasaba con la geometría y las ciencias físicas. La incomodidad es mi nuevo hogar. Mis nuevos estándares de estilo y vestimenta son básicamente taparme mis partes privadas, que me quepa la pipa y que no me regañen en el trabajo. Así que extrañar una panza que aún suelo descubrir cada vez que me miro sin querer en un espejo o cuando a mitad de noche cambiarme de lado es toda una acrobacia, y que para levantarme para ir al baño (de tres a cinco veces cada madrugada) siento lo que debe sentir una tortuga boca arriba, que me hagan falta todas estas acrobacias, me parece una locura total. Pero el otro día una chica me dijo que no extrañaba la barriga, pero le daba nostalgia que ahora que conocía a su hija, se cuestionaba lo distinto que hubiese sido su embarazo si en el proceso ya la hubiese amado y conocido como ahora. Y la entendí por completo. Me cuesta comprarle cosas porque no le he visto la cara. Me cuestiono cada pequeña decisión porque no sé qué personalidad tiene e ilusamente me creo que no voy a pivotar voluntaria o involuntariamente en alguna dirección a la persona que algún día será. En una convención, un antiguo compañero de trabajo argentino, mayor que yo, me decía que lo increíble de tener hijos, en especial tenerlos después de cierta edad, es que hay pocas sensaciones y emociones nuevas cuando uno sale de sus veintis. Sin embargo, me decía que tener hijos, para él había sido como una fuente inagotable de sensaciones y experiencias nuevas casi diarias. Y yo, hedonista y adicta a la adrenalina, defensora de las causas imposibles como los resquicios de la juventud ante todo, ese tipo de acercamiento a la maternidad me sedujo. 

 

La realidad es que nunca me han gustado las sorpresas, con excepción de viajes y taquillas de conciertos. Detesto los cambios que no controlo como estilo de vida. Esperar siempre me ha parecido el más cruel método de tortura. Y aquí estoy en el oxímoron más grande que la vida ha podido concebir, dizque la dulce espera. Es inversamente proporcional las ganas que tengo de confirmarle el rostro con el pánico al desgarre que no solo mi cuerpo sino mi vida entera sufrirá. Y sin embargo nunca he tenido más claro un conteo. Ese conteo hacia delante y hacia atrás. Una semana menos y otra semana más. Preocupada porque no he leído suficientes cuentos infantiles. Sorprendida porque tengo una lista de canciones para el bebé, mejor pensada que las dos que hice en dos registros de regalos en tiendas diferentes. Con un deseo increíble de que se me vuelvan a incendiar las pasiones porque no me reconozco en este temple perpetuo, en esta incapacidad de sentirme rabiosa, en esta ausencia de prisa por vivir, pero en un ansia desesperante por preparar aquello que por definición es imposible de prevenir. Porque hasta lo más dulce empalaga y a mí toda espera inevitablemente me desespera. Al menos estoy más clara que nunca, aunque sea más lenta que siempre. 

¿Somos lo que guardamos? ¿O guardamos lo que fuimos?

A mis 12 años me regalaron una sortija de pre-compromiso. Probablemente fue un suceso premonitorio de mis monogamias en cadena, matrimonios prematuros y posteriores pánicos al compromiso en general. Pero ese no es el tema. El tema es que mi primer amor, como era de esperarse me dejó el corazón desbaratado y el dedo incómodo con su nueva desnudez tres o cuatro años después. Cuento todo esto para tocar la médula de que mi abuela notó que me pasaba jugando con el dedo vacío, la sortija me quedaba un poco grande y ya era casi un tic nervioso menear el arito dorado sin ninguna razón. Entonces un día como si no fuese nada importante, me regaló su sortija de compromiso. Hacía tiempo que ya no la usaba porque sus dedos se habían hinchado sin remedio. La sortija debe tener más de sesenta años y yo llevo con ella casi veinte. El otro día la perdí. Estuvo perdida por casi una semana y honestamente la sufrí. Me atormentaba pensar que ni si quiera en mis peores borracheras la había extraviado y que ahora, más sobria que nunca, no podía recordar dónde la había puesto. Esos días estuve triste, nostálgica, casi en duelo. Intenté racionalizarlo, es solo una sortija, un pedazo de metal formado al calor. Mi abuela se fue hace tiempo, realmente su pérdida entre el olvido y la muerte se volvió casi más larga que los años que la tuve entera. Pero perder su sortija era como arrancarme ese último cantito que físicamente vive en mí todas las horas que paso despierta. 

 

Como es de esperarse estamos botando cosas. Intentando hacer espacio para que viva alguien más en lo que hasta ahora ha sido nuestro espacio. Nos ha tocado enfrentar los fantasmas que se han mudado con nosotros y que conviven cómodamente en bolsas, cajas y canastas por ya casi siete años. Yo le llevo ventaja a mi no tan nuevo cónyuge, cuando él se mudó conmigo ya yo cargaba con ocho mudanzas previas, lo que equivale a ocho despojos, ocho limpiezas, ocho hogueras. Él pasó de casa de sus padres a mudarse conmigo, el pobre. Eso significa que tenía una menor acumulación de posesiones, que durante los primeros años se sentó, durmió y comió con cosas que eran mías o de mis pasadas administraciones. Pero también implica que no tuvo tiempo para resacas solitarias. Yo, rabiosa al fin, me he ido deshaciendo de cartas y fotos de amores viejos durante años. Así que apenas me queda evidencia de que amé y me amaron antes que él. También ayuda la clandestinidad de algunos de esos amores que por definición carecen de retahílas escritas u objetos que testifiquen que no fueron gente que me inventé. 

 

Entre los escombros del cuarto del reguero, una habitación que lleva siendo un desastre temporero por casi cinco años, aparecieron fotos de un amor anterior. No sé si son las hormonas que me tienen en un constante limbo entre un zen involuntario y un odio a la humanidad en general, pero las miré sin coraje, con curiosidad y hasta incrédula. A veces se me olvida que él también existió antes de mí. Y me puse a pensar en que me arrepentía un poco de haber botado tantas cosas del pasado. Guardo las ofertas de trabajo de mis empleos anteriores. Todavía no he reunido el valor de botar los mamotretos de las reválidas de derecho. Conservo notas de mis libretas de universidad. Tengo múltiples postales de cumpleaños (sin sobre) y hasta recortes de periódicos donde aparecí. Sin embargo, no tengo una sola foto de mi primera boda. No tengo una sola carta de “mensuario” de las que obligaba a mi primer novio a regalarme cada día 23. Me da coraje no tener físicamente (aunque la recuerdo vívidamente) aquella tarjetita de San Valentín de Tasmania donde el nene que me gustaba en segundo grado me confesaba con toda la ternura y la honestidad que le cabía en su flaco y asmático cuerpo, que yo le gustaba más que la lucha libre. 

Probablemente porque me acerco al filo de la maternidad me pongo a pensar en que mi hijo no podrá imaginarse que yo fui antes de él. Que existí antes de que él existiera. Que amé antes de que me amara o antes de imaginarlo, ni hablar de amarlo. Que al final de todo caí en la trampa. Que me hubiese encantado leer diarios viejos de mi abuela. Tener fotos de sus andantes, de los que lo intentaron antes de mi abuelo. Tenemos una tendencia humana a archivar a las personas que nos rodean dentro del rol que es exclusivo hacia nosotros. Por eso la gente se arresmilla cuando piensa en sus padres como seres sexuales. Como si no fuésemos todos producto del morbo y los cuerpos desnudos (aunque más jóvenes) de lo que hoy llamamos nuestros viejos. 

 

Quizás por eso no le monté una escena al papá de mi bebé porque existen fotos de una fiesta de navidad previa a mí. Me dio hasta un poco de envidia. Guardo en mis gavetas celulares viejos que ni siquiera prenden, con la falsa esperanza de que algún día se enciendan y me revelen imágenes de tiempos que me he obligado a creer que no existieron, que no pasaron, que no me marcaron. No me quedan cartas de amor, pero estoy segura de que esos aparatitos tienen una retahíla de evidencia de que alguna vez, esta panzona flirteaba. Quizás es una forma de avaricia querer quedármelo todo. Al final mi progenie tendrá que leerme, tendrá que encontrarme en décadas de blogs, en libros repletos de barbaridades y probablemente se arresmillen, porque su abuela no solo les dejó una sortija de ciento veinte años, sino un montón de evidencia de que ella no solo existía y hacía fresquerías, también las escribía. 

#ilMiligriDiLiVidi (mejor conocido como el milagro de la vida)

Quizás porque todavía no me lo creo. Quizá porque hace años vivo con un miedo torero a que las cosas bonitas que me pasan, si les presto mucha atención se deshagan. Quizás porque todo el mundo tiene razón y uno nunca está listo del todo. Quizá porqu…

Quizás porque todavía no me lo creo. Quizá porque hace años vivo con un miedo torero a que las cosas bonitas que me pasan, si les presto mucha atención se deshagan. Quizás porque todo el mundo tiene razón y uno nunca está listo del todo. Quizá porque nada se siente como pensaba que se sentiría. Quizás porque mis reacciones para variar son siempre tan tardías. Quizá porque apenas estoy aceptando que ahora mi mente cuenta en semanas. Quizás porque no reconozco mi cuerpo en el espejo y por eso pareciera que es a otra persona a quién le está pasando. Quizás porque llevo 111 días 100% sobria y mi propio cerebro no sabe qué rayos hacer con tanta intensa claridad. Quizás por eso es que no he ideado un anuncio oficial. Probablemente por eso he estado escondiendo las preguntas y felicitaciones en mis redes sociales, más por nerviosismo que por privacidad. Pero ya no se me hace posible escribir de ninguna otra cosa, sin sacar del medio este bloque que me dificulta la inspiración y hasta el respirar. Me doy, las hormonas me pudieron. Me rindo, ya literalmente no quepo. No quepo en temas pequeños y no quepo en mi propia ropa. Estoy embarazada. Estoy encinta. Estoy bien preñá. Y no he dejado de buscar sin lograr encontrarlo, un poema de José Luis Vega que decía algo así como: preñada, llena de luz, triste como un paraguas. Me fascinó desde el primer encuentro, probablemente porque bruja al fin, desde hace más de una década presentía el revuelco de todos mis barruntos que implicaría lograr un embarazo.

Hace apenas un par de días una amiga me preguntó con la naturalidad del mundo si me gustaba estar embarazada. Yo me reí textualmente (porque esto pasó en un mensaje privado de Instagram) y le dije lo mismo que digo cuando en una entrevista de trabajo me preguntan que dónde me veo en 5 o 10 años: ¡qué pregunta tan grande! No debería haber respuestas incorrectas, pero siempre las hay. Creo que la vida o la sapiencia de mi cuerpo, hizo que no fuese tan fácil lograrlo para que me lo cuestionara, para que tuviera oportunidad de quitarme, de querer otra cosa, de decidir si esto era para mí. La realidad es que aún tengo dudas, como tengo dudas cada vez que escribo, cada vez que cocino algo nuevo, cada vez que acepto un nuevo trabajo, cada vez que compro pasajes. No sé existir sin dudas. Pero el elemento del miedo sí ha sido bastante nuevo para mí. No tuve un momento de celebrar mi embarazo como en las películas, no salté de la emoción, ni le llené la casa de globos a mi marido. Se me han salido lágrimas. Se me suelen salir en la ducha cuando me abrumo, me las tragué cuando vi un punto centellear en la pantalla de un sonograma, me las bebí después de una conocer a mi brillante obstetra que sin media onza de tacto logra que cada cita se convierta en una lista de posibles enfermedades congénitas, deformaciones y defectos, que vamos eliminando y regalándome (como mucho) un minuto y medio de paz, antes de recomendarme una prueba adicional. Creo que extrañamente ver y reconocer un piecito ha sido de las cosas más mágicas que he sentido. Soy tan emocionalmente deforme que lloré más de la emoción al verle un pie, que al escuchar su corazón latir.

Los primeros tres meses se sintieron como un periodo especial de profunda ansiedad. Caminaba con la certeza de que tenía un cántaro de agua pillado entre mis piernas que se me iba a derramar al menor tropiezo. Y seamos honestos, la triste realidad, es que yo vivo tropezando. Lo escribo y el pánico me vuelve a desbordar los ojos a puro diluvio. Cada visita al baño, hacía que esos minutos de bajarme el pantalón, de bajarme la ropa interior, de orinar y el momento ese aterrador de secarme con el papel y con los ojos entreabiertos mirar que no hubiese manchado, se convirtieron en rituales de ataques de pánico que no le deseo ni a lose peores enemigos que aún no tengo. No sé si todas las mujeres se sienten así o solo las que hemos tenido bebés que se nos han escapado del vientre sin llegar nunca a nuestros brazos. Así que le quité a la gente que me ama el júbilo de comprar cosas antes de la marca del primer trimestre, intenté no hacer mucho ruido, porque soy supersticiosa y no puedo ponerme una manita de azabache en el ombligo. Mi ombligo. Un ombligo que siempre fue una mera línea demasiado arriba en el contexto de mi panza. Y ahora se ha vuelto un pozo. Por primera vez en treinta y cuatro años puedo verme el fondo del ombligo, un ombligo que ahora se redondea y se conecta con un hilo nuevo y oscuro que sigue hasta donde ya mis ojos no son capaces de ver.

Si soy honesta, no le hablo mucho a mi barriga, no le canto, ni la acaricio a menudo. Mi esposo me preguntó un día: ¿le hablas mucho? Y con vergüenza y culpabilidad le dije que no. Pero con toda la falsa seguridad del mundo le aseguré que a diferencia de él, yo no tengo que hacerlo, el bebé obviamente escucha mis pensamientos, porque está dentro de mí. Me dijo que eso no funciona así, ¿qué sabe él? ¿qué rayos sé yo?

El embarazo es un constante descubrir que no se sabe nada. Que volverse adulto es una cosa infinita que nunca se acaba y la inminencia de la llegada de un nuevo ser humano, te hace sentir más vulnerable, más inmaduro y menos preparado que nada en la vida. No hay juris doctor que te haga entrar a una tienda de coches, cunas y asientos de seguridad, y te evite salir al borde de tener una aneurisma, de vender tus pertenencias, de insultar a la gerente y de pasar las próximas doce horas buscando precios y reviews en internet, porque te niegas a volver a esa tienda del demonio sintiéndote ignorante y a la merced de los buitres que son los vendedores.

Ser padres primerizos tienen el efecto que tiene entrar en un taller de mecánica en tacos y falda, o las mismas terribles consecuencias de ir a escoger una caja de muerto para alguien que amaste y perdiste hace apenas 48 horas. Quieres lo mejor para ese ser, (en este caso que ni siquiera has visto) y no tienes idea de cuáles son las diferencias reales y el vendedor sabe que eres emocionalmente (y en mi caso hormonalmente) presa fácil.

Creo que lo peor del embarazo ha sido sentirme como un buzón de sugerencias abierto al público. Extrañamente las personas sienten que tienen el derecho o peor aún que te están haciendo un favor compartiendo todo su conocimiento, que usualmente suelen ser clichés repetidos ad nauseam (nunca mejor descrito) o un raro intento por hacerte sentir aún más perdido y desperanzado que antes. No puedo enumerar las historias de horror que me regalan sobre: abortos espontáneos, partos de más de veinticuatro horas, detalles gráficos sobre episiotomías y toda una retahíla de aberraciones que no serían buen tema para alguien que está comiendo, mucho menos para alguien que siente que tiene una bomba de tiempo en conteo regresivo aplastándole la vejiga.

Mi no tan nuevo cónyuge me aprieta la mano intentando apaciguarme cada vez que escucha el brillante sermón de “duerman ahora”. Tú sabes, porque el sueño es una cuenta de ahorros que si duermo por 10 meses no voy a sufrir cuando para y no vuelva a dormir nunca más. Es una oración bien original, bien pensada y bien útil para uno. Si duermes tres días corridos y luego no duermes por 24 horas, estás nuevo, esa es la matemática. Mi esposo teme por sus vidas, porque ha escuchado en el carro y en la casa mis diatribas llenas de ira sobre las opiniones no solicitadas y los discursos repetidos de: “duerme ahora”, “la vida te cambió”, “olvídate de los viajes”. Cosas que claramente jamás se me ocurrieron a mi solita en estas tres décadas. Lo más bello es que en su mayoría vienen de gente que: nunca ha viajado, que nunca ha tenido hijos o que aún con lo terrible que ha sido para sus existencias tenerlos, deciden con total conocimiento de causa tener 2, 3, 4, 5…

Tengo 20 semanas y ya siento patadas. Todavía me asusta más la sensación, de lo que me emociona. No se siente natural, no se siente mágico, se siente como que tengo algo vivo dentro de lo cual no tengo ningún tipo de control y que mi imaginación no me basta para poder dibujármelo en la mente. Me siento poseída, ocupada, cargada, pesada, reducida y multiplicada. Me siento poderosa y a la vez tan y tan cansada. Estoy a mitad del primer maratón de mi existencia y ya se me hace difícil levantarme de la cama a mitad de noche (cosa que pasa muchas más veces que cuando mis noches eran de ron y rumba). Sin embargo, tengo una urgencia implacable de que todos los días debería estar haciendo algo para prepararme para su llegada. Y cuando tacho algo de la lista, aparecen mil más a atacarme de madrugada. Tengo un montón de gente que me ama, que me añoña, que me escribe a diario, y sin embargo hasta hace dos días que pude poner las manos de mi compañero de vida encima de mi barriga para que sintiera las patadas de su bebé, confieso que nunca me había sentido tan sola. Estamos sobrepoblados, la gente lleva pariendo por siglos, a diario, en todo tipo de condición y sin embargo es una experiencia tan aislada, tan abstracta, tan violenta y por lo mismo tan animal y tan humana. Sin embargo, la fantasía más repetida que tengo es imaginarme su cara, el color de sus ojos, el tono de su piel, las dimensiones de sus labios, la longitud de su nariz, el timbre de sus gritos, el volumen de sus llantos.

Mi marido dice que le gusto así. Dice que estoy más pasiva, que peleo menos, que estoy como llena de paz. Quizás no se imagina el campo minado que son mis preocupaciones. El dolor prematuro que siento por dejar un bebecito de dos o tres meses en un cuido, un bebecito que ni siquiera he parido. Que no tengo un segundo en el que no trate de ser normal mientras siento que mi cerebro da la falsa impresión de que se empequeñece, se satura, se nubla, y se convierte en algo que no sé lo que es. En realidad, lo que hace es expandirse como el resto de mi cuerpo para hacer espacio para lo que viene. Yo estoy más conmovida con el efecto que tiene lo que está pasando dentro de mi cuerpo en los demás. Porque el milagro de la vida no son los bebés, el milagro de la vida es el amor. El amor infinito de mis padres ahora abuelos de nuevo que parece que viene de un pozo sin fondo como mi ombligo, un manantial que no baja la presión ni la intensidad. Mis suegros enternecidos, los futuros tíos, mis amigos. Mi esposo que quisiera ponerme en una burbuja para que nada me pase, que ha recogido los efectos de mi pereza y mi vagancia (mucho más de la habitual que siempre es mucha). Este hombre que me mira como si yo me hubiese convertido en un mapa de estrellas. Que me perdona mis intensísimos cambios de humor, mis marejadas de llantos y paveras y me asegura que todo va a estar bien, que me encuentra bella con mis tetas nuevas, con mi panza que parece que crece cada vez que pestañea, que no le cansan mis nuevos ascos, se ríe de mis nuevas manías y me ama así, a veces preñada de luz y otras tantas triste, como un paraguas.

Tecnología Infantil

Mis papás me pusieron un teléfono en mi cuarto cuando yo era preadolescente. En ese entonces no habían tabletas, ni mucho menos era usual que los niños tuviesen mejores celulares que los adultos. En ese entonces el internet era de línea, había una s…

Mis papás me pusieron un teléfono en mi cuarto cuando yo era preadolescente. En ese entonces no habían tabletas, ni mucho menos era usual que los niños tuviesen mejores celulares que los adultos. En ese entonces el internet era de línea, había una sola computadora para toda la familia y si alguien estaba conectado nadie más podía usar el teléfono. Si bien es cierto que yo era una nena bien buena, que tenía muy buenas notas, creo que la decisión del teléfono, (que en realidad era una línea privada para mí) fue más una decisión práctica por el bien de la familia, que un premio o privilegio prepúber. Aquello era extraño entre la gente de mi edad y no conocía a más nadie que tuviese una línea, todavía recuerdo aquel número como si se lo hubiese dado a alguien esta misma mañana. El teléfono tenía un cable bien largo en el que yo solía enredarme cuando hablaba por horas. Hoy día detesto hablar por teléfono pero si lo hago, todavía doy vueltas por toda la casa y me enredo en mi cable invisible. No, un inalámbrico no era una opción porque siempre (como hasta ahora) andaba sin batería. Me daba risa cuando alguien me llamaba por primera vez y me decía: buenas tardes, ¿se encuentra Edmaris? En aquel entonces uno tenía que llamar a las casas y causar buena impresión cuando la mamá o el papá del nene o nena que a uno le gustaba contestaba. Claramente los que sabían que yo contestaría no seguían el usual protocolo. De todos modos la privacidad era mínima. En mi casa no se creía en las puertas cerradas y de estar cerradas el seguro nunca fue una opción. El acceso a los amigos era regulado, al internet, al email, a los chats, a los juegos en línea, a la solitaria de la computadora. Yo no llegué a tener ICQ, pero sí llegué a tener un messenger con mi email. Mi nombre era CosmoDiva con algún número que no recuerdo, probablemente 21 que era mi número favorito. A veces chateaba con desconocidos. Mi mamá me decía que tuviese cuidado con hablar con gente que no conociera, que les dijera mi edad desde el principio (el 21 podría haber sido misleading), que no diera detalles de dónde vivía, estudiaba, etc. Que si me escribían algo fuera de lugar los bloqueara, que si me mandaban fotos frescas, los bloqueara, que no les diera mi teléfono, que no enviara fotos (probablemente ni tenía ni sabía cómo de todas maneras). Honestamente no me acuerdo de qué podía hablar con aquellos desconocidos sin cara, los avatars, que en ese entonces tampoco se llamaban así, (ni mcuho menos “fotos de perfil) eran casi siempre imágenes de stock.

Más adelante peleé por un beeper. Sí, yo quería un beeper. Mi mamá accedió siempre y cuando fuera compartido. A mí me ofendió la simple idea. Siempre he sido de todo o nada. Cuando me cambian los muñequitos me tranco. De seguro me enchismé por un par de semanas y cuando noté que había tranque en las negociaciones cedí (eso creía yo), nunca hubo negociación, de alguien heredé el todo o nada. Lo mismo me pasó con mi senior trip con padres incluidos, pero eso ya es otra historia. Lo mismo con el celular más adelante. La mitad del tiempo era mío, cuando no estuviera con mis papás, la mitad del tiempo era de ellos. Hasta escuela superior.

Hoy en día, mi celular es un apéndice de mi cuerpo. Casi siempre está al alcance de mis manos. Intento estar consciente de que la gente no está tan pendiente a sus celulares como yo y me esfuerzo por ajustar mis expectativas en términos del tiempo respuestas a mis textos. Cuando llamo, la gente suele contestarme porque como odio hablar por teléfono pues entran en estado de alarma. Me salté la época del Tinder por razones monógamas, aunque he disfrutado el “swipping” en los celulares de mis amigas. Las redes sociales han sido mi trabajo por una década, esa es mi excusa oficial, y también me han abierto las puertas o más bien las pantallas para que mucha más gente pueda leerme.


Fuera de eso no soy muy tecnológica por contradictorio que parezca. Tengo apps de viajes, de música, de compras online, de manejo de redes sociales y ya. Suelo tener uno que otro juego. Casi siempre sudoku o alguna versión de Scrabble. Más que nada por mi fobia al olvido, intento hacer ejercicios de estiramiento para el cerebro con números y letras.

Hace años jugaba Words with Friends y recientemente lo volví a bajar. De entrada noté que algo había cambiado. Como cuando uno está en una relación por años y vuelves a la soltería y ya has olvidado las reglas del juego. De la nada, recibía mensajes privados. Yo antes recibía mensajes privados de conocidos, casi siempre comentarios sobre el mismo juego, la pela, la palabra que no sabíamos que existía, los 32 puntos por dos letras, etc. Y uno que otro jevo fuera de base que sabía que era un sitio seguro y que no sería víctima de operativos de espionajes de novias celosas.

Los desconocidos nunca te escribían. Cuál fue mi sorpresa cuando empecé a recibir, holas, cómo estás, de dónde eres, y cuando no contestaba, abandonaban los juegos. Otros iban directo al hola guapa, quieres hablar, etc. Llegué a contestar algunos: de Puerto Rico, para luego recibir la labia monga de debí imaginarlo, las mujeres más guapas son de ahí y la retahíla de misses y clichés. Que conste, no subí una foto, sencillamente entré con mi cuenta de FB, cosa que suelo hacer para no tener que inventar y recordar alguna contraseña adicional con una mayúscula, una minúscula, un número y un carácter especial.

Aparentemente en estos años, todo se convierte en un “dating app”. Pensé en la posible ventaja de conocer las capacidades gramaticales del jevo en cuestión. Cosa que siempre pienso cuando hablan de Tinder, mi esposo dice que no hubiese tenido Tinder, yo estoy segura de que sí. Me hubiese ahorrado bastante tiempo. Descartando por horrores ortográficos antes de llegar a una cita física.

La cosa es que llevaba jugando semanas con una persona, tenía un número en el nombre, no presto mucha atención y no soy buena memorizando números. Tampoco me fijo mucho en las fotos porque la realidad es que la foto sale diminuta en la esquina superior del tablero. La cosa es que uno de estos compañeros, que jamás me escribió un mensaje privado y para ser justos me estaba dando una pela en más de un juego simultáneo, cambió la foto y me estuvo rara. El cerebro empieza a atar nombres con imágenes y fotos de perfil, ¿no les pasa que le nombran en la vida real a gente que conocen de antes con sus “usernames”? Pues a mí sí, nadie me decía Edma, hasta que fui @edmacara en Twitter. Pero esto también, es otro tema. La cosa es que mi compañero de juegos, que me estaba dando una salsa, me dio curiosidad, quería verificar si su primer idioma era español. Juego en inglés y en español y tengo un editor gringo que me da unas pelas memorables en español. Cuando voy al perfil… ¿este tipo tiene un brazo de foto? Por primera vez en meses amplié la imagen. Grité, tapé la pantalla, miré para todos lados, estaba jugando con un pene. Sabrá Dios desde cuándo.

Después de tomar los screenshots de rigor, enviar a mis diversos whatsapps y reírnos al respecto, confesar a mi marido que llevo noches al lado de él intercambiando palabras con un miembro ajeno, después de burlarnos de amigas que están en dating apps y que dicen no haber recibido tanta acción como yo en mi aburrido juego de letras, después de buscar por todo el app cómo reportarlo, después de dejar todos los juegos que teníamos pendientes, pensé en mi sobrina. Tiene 7 años y tiene un mejor celular que yo. Su mamá supervisa los usos, las aplicaciones y las interacciones. Sin embargo, esto era un juego inofensivo. Un juego de letras. A mí no se me hubiese ocurrido meterme en un app de letras o de sudoku a mirar los perfiles de los otros jugadores. Hablando con otras chicas, algunas de estas madres, me cuentan que les ha pasado en Youtube. Que aún en canales de niños, se cuelan videos pornográficos animados, con las mismas voces y gráficas de sus muñequitos favoritos.


No juzgo a los padres que le dan un iPad a sus hijos para poder cenar con calma o terminar una conversación. No soy quién para opinar sobre los celulares en las manos de los niños que viven fascinados con los filtros de las redes sociales. Soy testigo del increíble manejo del inglés de nuestras sobrinas, en gran medida por el increíble acceso de videos, tutoriales y entretenimiento en línea. Pero qué mucho miedo me dio la imposibilidad de controlar las perversiones que no pueden filtrarse. Tener la certeza de que mi imaginación no basta para poder localizar todas las posibles amenazas que hay en aplicaciones que se desarrollaron para otras cosas que no tienen que ver con la agresión que representa que alguien te envíe una foto que no pediste. Que a mí como adulta, (que no me considero pudorosa) me parece un acto de violencia recibir una imagen tan gráfica cuando ni siquiera estabas en una plataforma construida para intercambiar fetiches y material pornográfico. Sin embargo, tengo las herramientas para la denuncia, para la queja, para la defensa. Pero los niños, que no saben ni lo que están mirando, que no tienen la malicia para entender, que pasan horas con un celular o una tableta, mientras los papás guían, cocinan, limpian, se bañan, comen, viven… ¿qué hacen?

No tengo una respuesta, pero me pareció importante levantar la bandera, porque hay cosas que pueden estar justo al alcance de nuestras manos, frente a nuestros ojos por semanas, meses y años y no nos hemos tomado el tiempo de agrandar la imagen hasta que ya no se puede reparar el daño.



Resoluciones plásticas

Ya no hago resoluciones de año nuevo. No sé si es porque las listas en general me abruman y me ponen más nerviosa de lo que me ayudan a inspirarme, animarme y organizarme. También puede tener que ver con que reacciono tardíamente a las cosas y usual…

Ya no hago resoluciones de año nuevo. No sé si es porque las listas en general me abruman y me ponen más nerviosa de lo que me ayudan a inspirarme, animarme y organizarme. También puede tener que ver con que reacciono tardíamente a las cosas y usualmente vengo a darme cuenta de que estoy en un nuevo año cuando ya se me está agotando febrero. El otro día hablaba con un amigo mucho más joven que yo, quien en su cumple recordaba sus “mejores años” por edad, sus 23, sus 21, le expliqué que después de los treinta uno deja de catalogar la vida en edades y las ve en años. Creo que hablo en edades hasta los 27, luego lo he ido archivando todo solo en años. Pero recuerdo con claridad que el 2009 fue el peor año de mi vida. Ahora en retrospectiva una década después (sí, ya puedo hablar en décadas) se ha convertido en un año terrible al que ahora desde lejos miro con muchísimo cariño porque nunca he vuelto a ser así de infeliz. Creo que fue la última resolución de año nuevo que hice. Recuerdo lo que lloré esa despedida de año; de alivio porque se había acabado, de alegría porque lo había sobrevivido y de esperanza porque no había manera de superar aquel año pesadillezco y me prometí nunca jamás permitirme sentirme así.

Así que con los años no son listas de resoluciones, sino promesas que me hago. Intento que sean cosas que pueda seguir incluyendo en mi vida para la posteridad. Trato de ponerme metas reales y tangibles. Prometo leer más y suelo decidir de antemano una cantidad mensual. Un año aumenté casi veinte libras y me prometí hacer más ejercicios y desde entonces, hace ya más de seis años, nunca he pasado más de dos meses sin obligarme a ejercitarme, más que nada para seguir comiendo y bebiendo y porque me hace dormir mucho mejor. Luego del huracán temí por primera vez en mi vida quedarme sin trabajo y me prometí ahorrar más y ahora decido que quiero llegar a cierta cifra al finalizar cada año.

Este año quiero ser mejor con el planeta. No con la gente, con el ambiente. Debe ser otro síntoma de la adultez. Probablemente como una promesa a mi futuro. Para bregar responsablemente y de frente con un nuevo pánico a tsunamis de botellas de agua. Quizás era una consecuencia obvia de mi miedo a la escasez que ha ido evolucionando a fijaciones más concretas, ya no es solo miedo a que se acabe el papel de baño, la salsa de tomate, y esas cosas que compro compulsivamente cuando visito los colmados y no me acuerdo si en casa me queda o no. Ese miedo se ha vuelto una preocupación real a que se acabe el agua, la energía, los recursos, los espacios para acumular basura, para morirse, para vivir. Quizás empecé sin querer queriendo con la sequía del 2015 y aquel racionamiento que me tuvo por la cuneta seca de la amargura por meses. Nunca más he puesto a correr el agua a ratos para que caliente. Tampoco dejo el fregadero abierto para que el agua vaya expulsando las burbujas de los calderos cuando me excedo con el jabón. Ahora que por fin me ha ido bajando la marea del PTSD de María, me encuentro con los ojos abiertos de madrugada pensando en el océano lleno de plástico, en vertederos llenos de foam, en ciudades convertidas en vertederos. Me espanto con la cantidad de basura que producimos en casa. Un apartamento con dos adultos y dos perros y hay que sacar la basura varias veces en semana.

Así que me armé con un termo, llevo mi propia agua a todos lugares e intento no comprar más botellas de plástico, esas que por décadas llenaron mi carro, mi cuarto y hasta mis carteras. Llego a un lugar a almorzar y recuerdo que dejé el termo en la guagua. El mesero me ofrece botella de agua, le digo que no, me ofrece agua de la pluma, le pregunto dónde me la sirve, me dice que en un vaso de plástico y le digo que no. Así que con el mismo amor regreso entacada al estacionamiento, siento mis tacos tambalear en la gravilla, me meto en el calor de mi carro, consigo el termo y vuelvo a la mesa sudando, pero victoriosa, termo en mano. Me como solo la mitad de lo que me sirvieron, pero como no quiero botar lo que me sobra, parte de mi promesa de consciencia, pido un: “to go”. Tan pronto sale por mi boca empiezo a rezar que sea un envase compostable de esos de cartón, por supuesto que no. Me traen un envase plástico y una bolsa plástica, le digo que se quede con la bolsa y siento que fracasé totalmente en mi misión. Cuando voy a pagar me antojo de unos besitos de coco y un café para llevar, los besitos estaban forrados en plástico y el café “to go” se sirve en papel. Reconozco que esta resolución en particular me va a dar mucho más trabajo de lo que anticipé. Todas las iniciativas que no dependen del todo de uno son más difíciles de mantener. Pero uno se ajusta, se adapta, eso es lo que nos hace seres evolucionados, resilientes, nuestra auto consciencia, nuestra capacidad de reconocer nuestra existencia y más aún reconocerla dentro de un contexto, de un planeta, de una comunidad. Igual que he aprendido a tener bolsas grandes y reusables en la guagua para no comprar bolsas de plástico para ir al colmado. Igual que compré un envase en forma de cebolla, para no usar una ziplock cada vez que me sobra media cebolla. Igual que para ir al gimnasio o a hacer yoga, la noche antes tengo que preparar un bulto de ropa, tener jabón, shampoo, desodorante, toalla, etc. Ahora andaré con más cosas, con una cartera más pesada, pero con una consciencia más liviana. Termo para el agua, un envase para el café donde pretendo pedirle a los baristas que me sirvan la bebida para llevar (ya les contaré cómo me va) y un envase reusable para la comida que me sobra. Prometo documentar la incomodidad y la zozobra en los ojos de la gente cuando empiece a sacar estos objetos de mi cartera.

Tampoco hay que desanimarse, el planeta está en estado de emergencia, no se vale decir que se preocupen las próximas generaciones. Miren como a nosotros nos ha ido con el calentamiento global, el SIDA, la violencia de género y la deuda. Intenten hacer un acto eco friendly al día. Dile que no al sorbeto. Evitemos los vasos, cubiertos y platos “desechables”. Hay que pensar en lo horrible del concepto de que algo que se produjo para utilizarse solo una vez, puede que viva y ocupe espacio en nuestro planeta para siempre. No invite gente a su casa que no se ofrezca a fregar, en vez de comprar platos para botar. Llévese su envase insulado al chinchorreo. Si de todos modos va a lavar sus frutas y vegetales en su casa, no se lleve las bolsitas esas plásticas. Deja unos cubiertos en tu oficina y cuando los uses los vuelves a fregar. Si no necesitas la bolsa, la tapa, no la pidas, pero tampoco la aceptes. Cuando vayas a una fiesta, al menos usa el mismo vaso toda la noche. Seamos honestos, los regalos no necesitan tanta envoltura. Cuando vayas a comprar un producto, si puedes escoger entre cristal y plástico, escoge cristal. Si el mismo producto viene en cartón y en plástico, escoge cartón. Si puedes comer en un lugar donde usan envases compostables y biodegradables, apóyalos, de seguro están gastando más dinero en preservar el planeta, invierte en ellos, porque al final, ellos están invirtiendo en ti. Si eres dueño de negocio, dale un incentivo a la gente que reúse tus: bolsas, envases, vasos, etc. Al final se traduce en un ahorro para ti.

Veo las resoluciones de año nuevo como los sacrificios de cuaresma, está bien nítido tomar una decisión y mantenerla, hacer un plan y llevarlo a cabo, pero está espectacular tomar decisiones: ya sean actividades o renuncias, que no solo te ayuden a ti. Ahorra, ejercítate, come mejor, etc., pero si puedes colar un sacrificio, una resolución que mejore aunque sea un chispito al mundo, pues mucho mejor. Ese algún día en el que habrá que bregar con el problema, confía, que siempre llega.

A secas.

Hace unos cuantos meses tuve la suerte y la presión de llevar a una agente literaria de renombre a cenar. Por más que me encante comer, resultaba una misión épica y apoteósica escoger un solo restaurante, porque si algo aquí hacemos soberanamente bien, es comer. Indagué sobre preferencias y me aseguré de preguntar si tenían alguna alergia o necesidad alimenticia especial. ¿A dónde una lleva a una súper héroe nuyorquina y a su hija a cenar? Intenté escoger un lugar en Santurce que no se sintiera turístico, que no fuera demasiado caro (porque iba a hacer todo lo posible por pagar) que tuviese el “flair” boricua sin que fuera demasiado típico, que pudiésemos hablar, que nos trataran bien y que tuviesen una buena barra, con variedad de licores nítidos, cocteles chulos y clásicos bien hechos. Así empecé la intro, la barra está brutal, amo tal y tal trago, este ron no lo tienen en ningún lado, estoy enamorada de esta ginebra. Ella sonrió amablemente y me dijo sin ningún tapujo: ningún trago para mí, soy alcohólica en rehabilitación literalmente a la tercera potencia, el mero contacto con una sola gota y la pasaríamos muy muy mal. La profunda vergüenza. El calentón en el cuerpo. Mi falta de sensibilidad, de previsión, no pensé en eso, no se me ocurrió, jamás me había pasado algo así. En nuestro país hablamos de alcoholismo para referirnos a abuelos que se beben hasta el alcoholado, vagabundos y deambulantes, personajes de películas y series, o en broma para hablar de nuestra bebelata social y pachanguera que nos caracteriza, pero hasta ahí. Si ingerir alcohol no te ha hecho estrellarte, si no te han arrestado, si no has perdido un trabajo o destruido una relación humana por tu relación con el alcohol, no eres alcohólico, aunque no recuerdes la última vez que pasaste una semana entera sin beber, aunque empieces a beber cada vez más temprano, aunque tu tolerancia vaya in crescendo independientemente de tu edad, peso y condición física.      

 

Llevo 75 días sin beber. Sé que contar los días suena como un acto de profundo alcoholismo, mucho más que de celebración de sobriedad. Pero somos una isla alcohólica. Festivamente, culturalmente, cotidianamente y aceptablemente alcohólica. La realidad es que sería muy poco probable llegar a listados de los países más felices del mundo sin un poco de ayuda. No es casualidad que de las pocas cosas que todos recuerden del somero repaso de nuestra historia en la escuela, esté el famoso: “baile, botella y baraja”. Y si hay una época en la que el alcoholismo está requete permitido y hasta altamente recomendado es en navidad. Y sí, pasé halloween, acción de gracias, mi cumpleaños, nochebuena, navidad, despedida de año, primero de enero, víspera de reyes, día de reyes, absolutamente sobria. 

 

 

Quisiera decir que ha sido hermoso y que he tenido grandes revelaciones sobre la magia de estar conectado con tus sentidos las veinticuatro horas del día sin ninguna pausa que no fuera las horas del sueño. Pero al menos para este cuerpecito mío, en especial para esta intensísima mente mía, ha sido intensamente devastador o mejor dicho devastadoramente intenso. Me acuerdo de todo. Nunca tengo resaca. Tengo clarísimo lo que he hecho, lo que he dicho, las metidas de pata sin excusas etílicas, las crueldades que han sido fruto de mi cerebro sin estimulantes, la falta de paciencia que he tenido con los comentarios inoportunos o los contactos no solicitados. El día me da para muchísimo más. Me levanto temprano (como siempre) pero sin malestares corporales, ni nubes trasnochadas en la cabeza. Duermo mejor que nunca, para mi sorpresa. Es lo que pasa con el alcohol, sientes que te tumba, pero realmente causa insomnio, crees que te sube el ánimo, pero químicamente es un depresivo, es líquido, pero te deshidrata. 

 

No me malinterpreten, no tengo la cara para sermonear sobre lo terrible que es alcohol, aunque tengo muy claras las catástrofes que puede desencadenar. Sin embargo, para mí siempre ha sido un mal jevo delicioso, un mal hábito que te simplifica un chin la existencia, una manía que ni te mejora ni te detiene. Mis papás no beben, y en estos meses se han ganado una nueva admiración. Llevan más de cuarenta años juntos, sin darse un palo para no insultar al otro. Sin darse una copa al llegar a la casa porque el día ha estado duro. Bebiendo refresco en la playa y jugos naturales con las comidas. Dicen que no se extraña lo que nunca se ha tenido. Yo he trabajado en hotelería, estudiado derecho, trabajado en publicidad, escrito libros y he pensado en múltiples ocasiones, esto me parece un momento perfecto para comenzar a fumar. No lo he hecho, más allá de un tabaco después del tercer palo, pero sí he pensado añadir un tercer vicio, cuando el café y el vino se me han hecho cortitos para bregar. 

 

No beber durante las fiestas me ha hecho claro que en Puerto Rico no beber es un problema. Es una decisión que socialmente no está bien vista. Nuestra hospitalidad usualmente se traduce en invitar al trago. Tengo una amiga italiana que estaba sorprendidísima de que en su cumpleaños no le dejaran pagar ni una cerveza. Cuando llegas a una casa y te ofrecen: vino, cerveza, pitorro, coquito, ron, y todos los espíritus destilados habidos y por haber y dices que no estás bebiendo la decepción es palpable. Cuando en un jangueo alguien va a pagar el round, y tú dices que quieres jugo de parcha, te preguntan que si con Tito’s o con Don Q, cuando dices que estás bebiendo Perrier te miran con cara de susto, o de risa o de sospecha. Te preguntan directamente: ¿estás preñá?, ¿estás enferma?, ¿estás tomando antibióticos?, ¿estás a dieta?, ¿estás en détox?, ¿te sientes mal?, ¿tienes hangover?, ¿te encontraste al Señor?

 

No nos cabe en la cabeza que la gente no quiera beber. Hace falta una excusa para no beber, no al revés. Y lo entiendo, ahora mismo más que nunca. El alcohol es el lubricante social por excelencia. La gente parece más graciosa y hasta más interesante. El tiempo se va más rápido. No es una percepción, como el alcohol hace más lento el funcionamiento del sistema nervioso, se bloquean ciertos mensajes que intentan entrar en tu mente. Así que tu percepción está alterada, uno se mueve distinto, se siente distinto. Me gusta más la gente cuando bebo. Quizás hasta me gusto más yo, soy menos arisca, menos consciente, menos juiciosa, menos estresada, más abierta, más sorda, y tristemente más gritona, más peleona, más repetitiva, más volátil, más llorona pero mucho más desconsiderada. Ser adulto es cansón, y un traguito te aliviana, te suelta un poco los hombros y los juicios (entre otras cosas). Literalmente salivo cuando alguien se toma un buen vino con un plato de comida, pero no he perdido ni una sola discusión porque no me acuerdo de lo que dije la noche anterior. Creo que es la primera navidad en la que no aumento de peso, ni me siento intoxicada al comenzar el año. Tengo la piel más bonita y me he permitido comer muchos más dulces en recompensa. Voy a volver a beber en algún momento, de eso estoy segura. Pero no creo que se me pase la empatía con el que se chupa una noche sobrio mientras ve la decadencia inevitable de todos a su alrededor. Seré más compasiva con el que es testigo en cámara lenta de los cambios de personalidad de sus amigos y familiares. No indagaré si la gente no quiere beber porque llegó a las 200lbs, porque quiere estar más saludable, porque hizo un papelón por beber de más, porque está tratando de quedar embarazada, porque quiere correr un maratón o porque sencillamente ya no se gusta cuando bebe. Volveré a beber, me lo prometo. Pero también me juro que no dejaré de tener en cuenta que para alguna gente el alcohol fue un jevo terrible, violento y maltratante, con quien volvieron más de una vez, y con quien solo pueden terminar sanas y salvas, cortándolo de raíz. 

No hay nada menos sexy que buscar bebés adrede.

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Mi suegra fue mi maestra de salud y ética cristiana en cuarto año. Lo que significa que la madre de mi actual no tan nuevo cónyuge fue la responsable de enseñarme, a mí y a otras 138 personas de mi clase, y de la clase de mi marido y de la clase de mi hermano, las partes, funciones y ciclos del sistema reproductor humano. Quizás por eso la primera vez que nos encontramos una década después de haberme graduado, pero en ese entonces ya saliendo oficialmente con su hijo, en menos de media hora, estábamos hablando de cuánto habían subido de precio las pastillas anticonceptivas. Mi primer paquete había costado treinta dólares y el último sin plan médico iba por ciento veinte. Recuerdo a mi entonces novio con cara de pánico, cuestionándome cómo en lo que él iba a la barra a pedirme un ron con Diet Coke ya yo estaba hablando de los precios de la píldora con mi recién estrenada suegra. Pues como ella misma dice, yo la conocí a ella primero. 

Fue mi maestra de salón hogar. Le contaba cosas. Me conoció cuando yo aún tenía la capacidad de ruborizarme y sentir pudor. En una de esas lecciones, hablaron de que una persona podía embarazarse con apenas un brochazo. Mi cara que siempre me delata, parece que reflejó mi entonces inocencia. Mi suegra me preguntó que, si no sabía lo que era eso, y procedió a explicarme. De más está decir que los tremendos seres humanos de mi clase estuvieron ofreciéndome demostraciones gráficas por el resto del semestre. 

 

En clase estudiamos la plétora de métodos anticonceptivos y sus respectivos por cientos de efectividad. Me acuerdo claramente cuando hablaron del condón femenino, que cada día caía más en desuso y que una de las razones por las que no era uno de los métodos favoritos era por el ruido. No sé por qué, pero tengo una vívida imagen de todos frotándonos el pelo en las orejas porque en nuestras cabezas ese era el sonido que se producía con la fricción. Muchas de las otras lecciones no fueron nuevas para mí ya que tomo pastillas anticonceptivas desde mis dieciséis o diecisiete años porque sufría de quistes en los ovarios y menstruaciones tortuosamente dolorosas. Sin embargo, se me grabó en mi mente para siempre: 10 sí, 10 no, 10 sí. El famoso ritmo. Se lo transmití a mi hermano tal cual, ya que presumí que sería más precoz que yo y podía necesitarlo antes de que se lo enseñaran en la escuela católica. Desde el primer día de la menstruación (ese es el día uno) hasta el día 10, se podía tener relaciones sexuales sin quedar embarazada. Los próximos 10 días quedaban vedados. Los últimos 10 días seguía la fiesta y luego se repetía el ciclo desde el principio, ciclo al fin. No es un método 100% seguro, lo único 100% seguro es la abstinencia (convenientemente) y el ritmo solo funciona si la mujer es regular, porque se parte de la premisa de que ovulas en el día 15 y así evitas tener relaciones cinco días antes y cinco días después. No recordaba mucho más. El cuerpo humano y su milagrosa capacidad de reproducirse se enseña desde la perspectiva de evitar el embarazo. Así que vivimos nuestra juventud celebrando menstruaciones como quien esquiva una bala, mes tras mes. 

 

Entonces un día de la nada te convence, te convencen o te convences de que estás lista, tan lista como es posible estar. Porque la realidad es que uno jamás está listo para las grandes cosas. Nada te prepara para ponerte a la disposición de la naturaleza y lanzar esa moneda al aire, cerrando los ojos y repitiéndote hasta que casi logras creerte que todo pasará como tiene que pasar. Dejas las pastillas, el parcho, los condones, el ritmo, pero no puedes dejar de contar. Empiezas a tomar 800 miligramos de ácido fólico solo para descubrir al año que se supone que consumieras más porque cuando uno está buscando embarazarse necesita consumir más. Mis primeros intentos fueron un desastre. Tenía unos nervios cuasi virginales y me daban las paveras más anticlimáticas que un ser humano pueda imaginar. Después de tantos años, no voy a decir cuántos porque mi madre me lee y no quiero que haga cálculos, haciendo responsablemente todos los malabares para salir invicta, independiente, liviana, explicarle al cuerpo que se acabó la huida resulta cuasi imposible de procesar. Se sentía como en unas clases de trapecio que nos regalé cuando éramos concubinos. El maestro me decía que me acercara al borde de la plataforma, que agarrara el tubo del trapecio y me inclinara hacia al frente. Mi cuerpo se resistía y se echaba hacia atrás, cuerpo felino ante la amenaza del agua, cuerpo vapuleado que le teme tanto y tanto a la caída. Me parecía antinatural inclinarme hacia el abismo. Porque al final del día intentar tener bebés con intención y alevosía se siente como una maroma que se practica sin malla, una acrobacia circense que es tan arriesgada como espectacular. 

 

Una intenta hacerlo natural. Sencillamente el no evitar tarde o temprano terminará en un embarazo, ¿no? ¿Esa no es la matemática? Es lo que siempre le digo a la gente que queda embarazada por accidente, tienes relaciones sin protección, ¿no sospechabas que podía pasar? ¿Tan poca fe le tienes al cuerpo? Porque es facilísimo racionalizar los dramas ajenos. Pero no funciona así. Bueno, si eres menor de edad aparentemente pasa así. Pero si esperas a tener una pareja estable, un trabajo que te satisfaga, terminar tu carrera o tus carreras, dar unos viajes antes por si te toca un bebé que sea una pesadilla en los aviones, intentar pagar parte de tus préstamos estudiantiles, decidir si compras casa o no, esperar a sentirte someramente listo, o que ambos estén en la misma página, de pronto estás en el grupo demográfico de embarazos de alto riesgo o embarazos geriátricos. Y la presión sube. Y aparentemente la fertilidad baja. Y el cliché de que la juventud se desperdicia en los jóvenes te pone de mal humor. Y empiezas a contar tu vida de veintiocho en veintiocho días. Y en vez de celebrar la regla, se convierte en una derrota mensual. Y le hablas al cuerpo y le explicas que, aunque por más de una década el procedimiento operativo estándar es que no queríamos un óvulo fecundado, la directriz ya cambió. 

 

Entonces te sientes engañada. Porque no recuerdas que nadie nunca te hubiese dicho que un óvulo lo que tiene son apenas 48 horas de vida como máximo. Y los espermatozoides setenta y dos. O sea que la ventana de oportunidad es bien pequeña. Dos días. Dos días al mes, veinticuatro días al año como mucho. Y te ríes de todo el pánico que tuviste de chamaca. Y piensas en que no hay cosa menos sensual que una calculadora. Que no hay nada menos erótico que calendarizar el amor del cuerpo. Que contrario a lo que quizás creías no es halagador decirle a un hombre que le toca hoy. Te sorprende las muy pocas veces que una ovula en un fin de semana. Una vez más, cuantos miedos infundados. Confirmas lo que siempre habías pensado, que tu cuerpo te sabotea. Nada como ovular un lunes. Y encima, la naturaleza es sabia, pero tiene un humor más negro que la noche, así que cuando ovulas muchas veces tienes dolor y malestar en el abdomen. Y nada como el dolor y el malestar para uno sentirse en el mood de hacer bebés. Lo ideal es que lo intenten desde cinco días antes del día de ovulación, un día sí y un día no, hasta el día después de ovular. No, no todos los días, porque tampoco quieres bajarle el conteo al donante. Consejo: no le llames donante a tu pareja durante este proceso. Te dicen que comas batata, que tomes Robitussin, que te relajes, que te vayas de viaje, que te emborraches (claro porque no has hecho nada de esto en los últimos años). Te recomiendan posiciones, que te pongas una almohada debajo de las nalgas durante y que te pares en tus hombros por al menos veinte minutos después de terminar. Claramente cada vez que en yoga me mandan a hacer un sarvangasana, me muero de la risa. 

 

Cuando ya has gastado cientos de dólares en pruebas negativas, piensas que quizás no estás ovulando cuando crees que estás ovulando, ya que a estas alturas dudas del conocimiento que tienes de tu propio cuerpo. Así que descubres una cosa maravillosa, (que también piensas que pudiste usar como método anticonceptivo en el pasado) que es un kit de ovulación. Básicamente son como pruebas de embarazo, orinas en ellas y ellas detectan cuando hay un incremento agudo en la hormona LH, y esto significa que ovularás en un par de días. Aparece una carita feliz cuando lo detectan, pero parpadea, te lo sigues haciendo y en el día de la ovulación la carita feliz aparece, pero quieta, sin centellear. Entonces en vez de enviarle un mensaje fresco a tu pareja, le enseñas la carita feliz. En vez de disimular y dejar que la cosa fluya, lo levantas con el palito en la mano y la carita feliz estática que ya se ha vuelto pavorosa. Y todo se convierte en una mierda. 

 

Decides que te encargarás de esto sin dejarle saber. La operación estará en tus manos, y no hay por qué informarle a todo el mundo de tus cambios hormonales. Pero un miércoles cualquiera él llega hecho cantos de un día de trabajo terrible y tú de la nada estás en lencería nueva y en tacos a las 9 de la noche y no es ni tu aniversario. Y terminan meándose de la risa por tu nuevo fracaso en el arte de fluir. 

 

Entonces empiezas a recordar que una astróloga te dijo que le habías dicho a tu cuerpo tantas veces que no querías tener bebés que el cuerpo no se preparó. Recuerdas que un vidente te dijo que te veía con niños de colores y no sabes si es que serías la próxima Angelina Jolie adoptando niños del mundo, o tendrías niños de muchos padres (ya estoy bastante tarde para eso) o si sencillamente serías la tía de todos los niños de tus amistades. Escuchas al médico diciéndote que podían esperar a ver si las células precancerosas se iban solas, monitorear por meses y te oyes clarita diciendo: congela y corta que no me importa. Concluyes que es tu culpa, de quién más. Deciden hacerse pruebas para eliminar cualquier duda o confirmarla. Días de espera, dedos cruzados, velas prendidas. En el proceso él te dice, que, si no pueden tener, no importa la razón, que lo manden todo al carajo y se vayan a viajar al mundo. Y te sientes abominablemente culpable porque la idea te calentó el pecho y te relajó el vientre. Te preguntas si realmente esto es lo que quieres, si no es que logró vencerte la presión social a la que siempre te has cantado tan inmune. Pero recuerdas clarito aquel arte que te craqueó el espíritu: “nunca supe que quería ser mamá hasta que tuve un aborto”. Entiendes aquella película donde ella decía que sus ganas de ser madre eran como la necesidad de hacer pipí, algo que le debilitaba el cuerpo, que la hacía temblar involuntariamente las rodillas. Y ves a este tipo que se hace el que no le duele cuando lloras y te bajas una botella porque de nuevo te bajó la regla. Que te dice “no pasa nada” cuando pareciera que todo el mundo se embarazara alrededor de ti menos tú. Y aunque nunca has sido de compararte, te preguntas por qué tú no. Y las preguntas de la gente como flechas en tus tajos. ¿Y ustedes pa’ cuándo? Y la única certeza que tengo es que, si a alguien en esta vida he amado, que podría traer al mundo un ser que lo mejorara, es este hombre. Y sé también que yo sobreviviría el no poder tener, como otra herida de guerra, pero sé también que a él la herida muda se lo comería por dentro. Y los resultados dicen que todo está en orden. Es cuestión de tiempo. Así que toca relajarnos. Planificamos el próximo viaje, pero no más lejos de seis meses porque tampoco hay que actuar derrotados. Boto los equipos predictores, elimino las aplicaciones, ignoro los dolorcitos quincenales. Recordamos lo rico que era vivirnos la vida des calendarizados. Ni contamos ni los evitamos, pero pongo las piernas en el aire cada vez que terminamos. 

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Del despiste a la negligencia, hay apenas un grano de pimienta.

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Vivo intentando darle el beneficio de la duda al mundo. Digo intentando porque fracaso con bastante frecuencia. Cuando me hacen un corte de pastelillo pienso que probablemente la prisa está justificada. Cuando no me dan paso, trato de convencerme de que quizás la persona no se dio cuenta. Cuando alguien se mete en el mismo medio de un cruce y bloquea el tráfico y no mira hacia ningún lado ni hace amagues de despejar la vía, argumento que a lo mejor está pasando por un proceso terrible en su vida personal y no se entera de lo que hizo. Tengo un poco más de dificultad en justificar a las personas que se montan en el carro, mientras hay una fila para ocupar el estacionamiento y antes de sacar el auto: se peinan, se maquillan, textean, cambian la radio, etc. Nunca comprenderé por qué la gente que se encuentra y se saluda en las escaleras eléctricas son incapaces de mover su conversación al pasillo. Me vuela la cabeza la facilidad con la que sueltan los carritos de compra y ni se preocupan por los carros o hasta niños que pudiesen golpear. Me ofende la gente que guía a las millas dentro de urbanizaciones. Está más allá de mi comprensión las personas que van a un gimnasio o hasta un estudio de yoga y se posicionan en el mismo medio sin ningún tipo de consideración a dónde se va a acomodar el resto. Me impresiona cómo la gente termina de comer y ve gente de pie esperando y tienen el temple de quedarse sentados jugando con el celular o masticando lo que queda de hielo en el vaso. 

 

Soy despistada. Siempre lo he sido y ya está requete comprobado que no es una etapa o una fase temporal. Mis despistes y descuidos le pueden sacar el monstruo hasta el más que me quiera. El otro día dejé encima de la estufa un potecito de plástico lleno de “pepper flakes” de esos que dan en las pizzerías. En la mañana, cuando fui a colar café prendí la hornilla equivocada. Es justo revelar que llevo 4 años viviendo en la misma casa con la misma estufa. El plastiquito comenzó a derretirse y a quemarse, mientras yo cortaba pan con toda mi parsimonia pre café. Cuando miré vi el plástico negro y apagué la hornilla. No entré en histeria porque estas cosas me pasan con bastante regularidad. Tomé la decisión (sensata en mi mente) de no limpiar inmediatamente el plástico derretido, porque es más fácil removerlo cuando se seca, se endurece y se raspa con una espátula, por ejemplo. Lo que mi cerebro matutino no evaluó fue el contenido del recipiente: pimienta. Al derretir el plástico y consumirse, la hornilla continuó quemando la pimienta, el mismo efecto de un incienso, fue haciéndola polvo y del polvo: pólvora de pimienta. Mi no tan nuevo cónyuge bajó las escaleras gritándome que abriera las puertas, que abriera las ventanas, que nos íbamos a asfixiar. Yo pensaba que exageraba, que no era para tanto. ¿Mencioné que mi marido es asmático? 

 

En menos de dos segundos la casa entera olía a pimienta, hice un capsulón de pepper spray. Yo aún en la cocina verificando que hubiese apagado el resto de las hornillas y mi esposo desde el pasillo gritándome que me pusiera ropa y saliera de allí. Estas situaciones dan una clara perspectiva de nuestras visiones de mundo en general. Él estaba sumamente preocupado por nuestros pulmones, pero no tenía ninguna intención de dejar que el vecino me viera en paños menores, así que tampoco (en mi mente) era tan grande la emergencia. Todo esto pasó antes de las 7:30 de la mañana. Tuvimos que esperar más de veinte minutos en las escaleras del complejo, tosiendo como desesperados, con los ojos llorándonos, me cuentan que así se sienten los gases lacrimógenos. 

 

Nos pudimos haber asfixiado, fue su visión. Eso le puede pasar a cualquiera, fue la mía. Porque el amor tiene el más oscuro sentido del humor del mundo. Desde entonces, cuando él se va, no le pone candado al portón del apartamento, porque teme por mi vida (en sus propias palabras). 

Yo estudié derecho, pero como todo en la vida, solo me acuerdo de lo que me sonaba a poesía. 

La negligencia es falta de cuidado. Somos descuidados los despistados. No fue a propósito es casi un mantra para los que metemos la pata a menudo. Pero la falta de intención no necesariamente releva de culpa o como prefieren los abogados: de responsabilidad. Hay niveles de negligencia que son tan altos que para efectos jurídicos son prácticamente lo mismo que haber cometido el acto con alevosía. Así que mi despiste podrías ser primo hermano de la maldad. De las 17 mujeres que viven dentro de mí hay al menos una que se acuerda que es abogada y otra que tiene una profunda culpa católica y ambas les recriminan a las otras quince por sus despistes, negligencias y omisiones. 

 

Será que toca mirarse menos el ombligo. Es de civilizados saberse siempre en un espacio compartido. Es lindo eso de pedir dinero para fundaciones que nos importan, pero a veces necesitamos más actos bonitos de los chiquitos. Requiere más tiempo aguantar una puerta, más sacrificio ceder el paso, más pasos devolver el carrito a su origen, más consciencia respetar el tiempo del otro, más humanidad sentirse uno parte de una comunidad. Es de brillantes acordarse de que se vive rodeado de gente y mirarse a los ojos es solo para valientes. Quizás esta es la época perfecta para reevaluarse.  Quizás porque se sienten ya las fiestas o quizás porque se acerca mi cumpleaños 34 que en boca de una amiga genia, es la edad de la resurrección. A veces el mejor regalo, es menos pimienta y más atención. 

Decisiones...

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La palabra que más trabajo me da escribir en el idioma español es decisión. Siempre dudo. El ritual ya es inevitable, me digo, decidir es con c, así que es ce primero, ese después, y luego me repito por vez billonaria, es exactamente como se escribe en inglés, pero con acento en la o. Una vez leí que no saber qué decidir es siempre un buen problema. He intentado vivir consciente de que tristemente es un privilegio en muchos lugares del mundo, e incluso en mi propio país. He podido decidir qué estudiar, dónde vivir, con quién casarme, divorciarme, si quiero o no reproducirme, cambiar de carrera, volver a cambiar de lugar de trabajo, en dónde vacacionar, comprar o no comprar una propiedad y la dulcísima decisión de qué me quiero comer al menos tres veces al día. Usualmente, como con la mayoría de las cosas, las decisiones pequeñas me dan muchísimo más trabajo que las magnánimas. A veces tardo más en escoger unas pantallas que un destino de vuelo. Me cuesta más decidir si asistir o no a una actividad por compromiso, que celebrar una festividad importante para todos en el otro lado del mundo. Demoro más en evaluar si ir o no a yoga la próxima mañana, que en romper una relación para siempre. (También tengo una extraña y alarmante capacidad de cortar cuando me lo propongo, pero eso es otra historia.)

 

Sin embargo, siempre me ha sorprendido que las decisiones más importantes de la vida hay que tomarlas con muy poco tiempo de investigación, con muy poco conocimiento de causa, en las edades donde no estamos capacitados, firmando papeles que no entendemos, amarrándonos por más años de los que hemos vivido. 

 

Podemos conducir un automóvil a los 16, y escoger una carrera y el gobernador de un país a los dieciocho. En mi caso la carrera se escogió a los diecisiete porque cumplo en noviembre. Yo sabía que me gustaba escribir, pero en Puerto Rico no se estudia para ser escritora. Mi orientadora o desorientadora como le decíamos, me dijo que fuera profesora de literatura, que para eso tenía que estudiar pedagogía. En español sería maestra como mi mamá, cosa que admiro con embeleso al sol de hoy, pero que no tengo ni una milésima de la paciencia que se requiere para esa encomiable y malagradecida vocación. Tuve la fortuna de que la entonces esposa de un amigo de mi papá fuese profesora y me sacara una cita con el decano de Estudios Hispánicos de la UPR. Y ahí mismo cambió mi vida. Yo sabía que iba a estudiar literatura pensada y escrita en español, de alguna manera eso me llevaría a ser profesora de literatura en algún futuro lejano y con suerte en el proceso podría dedicarme a leer y escribir. Yo escogí una concentración sin haber escuchado una sola clase en ese recinto, sin ver un prontuario, sin hablar con otros estudiantes, sin haber siquiera pasado por la iniciación de matricularme y buscar estacionamiento en la iupi. 

 

Y así tomamos todas las decisiones trascendentales, a vuelo de pájaro, desinformados, confiados, con la esperanza subconsciente de que alguna parte del sistema de alguna extraña manera obrará a nuestro favor. Compras un carro que con suerte has guiado siete minutos. Te sientas en él, acomodas el asiento, ajustas los espejos, hueles la tela o el cuero, miras hacia atrás como si hablaras con tus pasajeros imaginarios, como si fueses a estacionarte en paralelo. Entonces abres el baúl, piensas en la compra, en los bultos del wikén. Preguntas si lo tienen en negro, si lo puedes ver en rojo. Entonces a esperar. Pasas más tiempo llenando papeles y esperando una aprobación que el tiempo que pasaste dentro de él. Firmas que vas a pagar veinte mil, treinta mil dólares, por este medio de transportación que ojalá fuese un lujo, pero no lo es. Probablemente eso es lo que te ganas en un año o en dos, seguramente no tienes esa cantidad en tus ahorros, pensaste que pagarías doscientos, trescientos dólares, pero no pensaste en los impuestos, en que tu crédito no es ideal, en que tienes que ponerle un seguro, comprar una tablilla. Firmas y firmas y celebras que te lo aprobaron. Pagarás quinientos dólares mensualmente, más la gasolina, más el marbete anual, por los próximos, tres, cuatro, cinco, siete años de tu vida. Quizás pasaste medio día en el dealer, y apenas 7 minutos dentro del carro aquel. Con los meses descubres que entre los asientos de tu carro hay triángulos de Bermudas que se chupan tus cosas. Que es imposible llegar a ciertas zonas entre un asiento y el otro. Te enteras de que la pintura negra se ensucia más que el resto, que el cuero calienta, que de la compra no te cabe ni la mitad, que necesitas alquilar una guagua si te quieres mudar. 

 

Igual las casas. Estrangulas tu futuro, lo amarras por treinta años a unos contratos que no se rompen para vivir en la casita de tus sueños, en la urbanización que querías o en la que podías pagar. A veces después de firmar los papeles de la hipoteca, que son horas de firmas, llegas a una casa que casi no recuerdas, que no se ve igual que en las fotos. Porque las casas también se ven con prisa, a veces siquiera sin luz. Te pasean por los cuartos, te enseñan los baños, la marquesina, la terraza. Uno intenta detener el recorrido que va en piloto automático, abrir gavetas, ver si las ventanas son funcionales, inspeccionar que no haya goteras, manchas de humedad, losetas rotas. Entonces te enamoras del concepto. Cuatro cuartos, dos baños y medio, espacio para piscina en el futuro, marquesina para tres carros, pagarías lo mismo que pagas alquilado, pero la casa sería “tuya”. Y decimos que sí. Celebramos, y nos mudamos a una urbanización que nunca recorrimos del todo, que no sabemos quiénes son nuestros vecinos, que no hemos conversado con el cartero ni sabemos qué día hay que sacar la basura. 

 

Y ni hablar de los nombres de los bebés, escogemos un nombre para un bebé que aún no conocemos, una personita en formación que no tenemos la menor idea de cómo será, si el nombre será congruente con su carácter, con sus facciones, con sus manierismos. Entonces viene la pregunta del huevo o la gallina, ¿somos como somos por cómo nos nombraron? O seríamos una persona totalmente diferente si papá hubiese tenido más opinión o si la abuela no se hubiese muerto ese mismo año de nuestro nacimiento. Y la última de las terribles decisiones, qué hacer con el cuerpo de tus muertos. Debería ser ilegal tener que tomar decisiones económicas en el extremo proceso de duelo de perder a un ser amado. Mirar cajas y sentir la obligación de escoger de entre los precios medianos o altos, porque no vas a enterrar a quién tanto amaste en la caja más barata del mercado, como si hiciese alguna diferencia. Como si comprar tarjetitas y poner salmos le hiciera un homenaje congruente a un ser que te acarició por años la existencia.

 

Quizás por eso tengo problemas con las personas cotidianamente indecisas. Yo me tardo decidiendo las minucias, pero me las saboreo. Disfruto eliminar, reducir las posibilidades a tres opciones. Cerrar los ojos e imaginarme a qué saben las cosas, cómo me voy a sentir en esa silla del teatro, de qué ángulo se disfruta mejor un concierto, si quiero desconectarme para reconectarme en un campo, en una playa o en el centro de una ciudad. Escoger siempre es renunciar. La renuncia no tiene que ser permanente, pero siempre es esencial. Es lo que separa a los niños de los adultos. Esa capacidad dolorosa de medir, de hacer listitas de pros y contras, de escoger sabiendo que un sí a una cosa es siempre un no a la otra. No en balde existe la aboulomanía. Ya a estas alturas se sabrán de memoria mi obsesión por las fobias. Los aboulomanos, están patológicamente incapacitados para tomar decisiones. Los he conocido, e incluso tristemente los he amado con dolorosa intensidad. Con la edad también se aprende, que es de locos escoger seguir amando gente sin voluntad. 

 

Quizás por eso me dilato en las decisiones pequeñitas. Rumio con calma el color que usaré todo el día, paso casi dos minutos escogiendo el perfume, decido las rutas dependiendo si lo semáforos se ponen verdes o amarillos. Gasto partes ridículas de mis tardes escogiendo lo que quiero ver en la tv. Y en mis mejores momentos, a veces tengo que esperar a que todo el mundo ordene el primer round, para escoger mi licor. Obligo a los que comen conmigo a ordenar cosas distintas para probar más cosas en el menú. Uno le busca la vuelta a decidir, para que sea menos definitivo, para que se sienta menos reja y más ventana. Mi abuelo paterno, con quien no compartí lo suficiente pero ahora en retrospectiva pienso que, si no hubiese sido mi abuelo, probablemente habríamos tenido una genial amistad. Compartíamos gustos por músicas, estilos de vida y espíritus destilados, que la vida no nos dio el tiempo para elaborar. Sin embargo, recuerdo que me enseñó dos cosas: a echarme agua caliente en los bajos de mi vientre para aliviar el dolor de menstruación y a que las decisiones importantes había que darles un mínimo de 24 horas. Consultarlo con la almohada, enfriar la cabeza, dejar que suba la marea y volverlo a enfrentar. Y si después de todo eso, todavía no habías decidido, pues tomabas 24 horas más hasta que te sintieras cómodo, porque por una decisión tardía, el mundo no se va a acabar, pero por una acelerada, quizás tú sí. 

Nos reservamos el derecho de SERVICIO*

Mi primer trabajo “de verdad” fue de “hostess” del fine dining de un hotel de lujo. El entrenamiento duraba veintiún días, bajo la premisa que he repetido hasta el cansancio de que a las tres semanas cualquier cosa se vuelve un hábito para siempre. …

Mi primer trabajo “de verdad” fue de “hostess” del fine dining de un hotel de lujo. El entrenamiento duraba veintiún días, bajo la premisa que he repetido hasta el cansancio de que a las tres semanas cualquier cosa se vuelve un hábito para siempre. Recuerdo sonreír y sospechar de esa cultura que me daba un no tan leve olor a secta. Por si aquello fuera poco, hablaban del fundador del hotel como el inventor del servicio. Ahí confirmé que me había metido a club de gente loca porque en mi mente de dieciocho años recién cumplidos el servicio no era algo que se inventaba. El servicio era algo natural e innato de la gente, un comportamiento humano que no había que inventar ni mucho menos dedicar tres semanas de adiestramiento para reconfigurar los cerebros de los nuevos empleados. Hoy me da ternurita aquella ingenuidad.

Quince años después, cuando alguien me dice: “gracias”, yo respondo con “un placer”, cuando alguien me pregunta dónde está el baño, en vez de apuntar con el dedo, los acompaño a la puerta. Intento hablarle a los clientes y suplidores utilizando sus nombres, me refiero a los desconocidos como: “dama” o “caballero” y sin querer queriendo me sale el servicio natural y el anticipar las necesidades de la gente casi casi como un reflejo.

Tal vez por esto mismo no soporto a la gente que trata mal a los meseros y a los profesionales del servicio en general. Y también por esto si alguna vez tengo hijos no van a tener ningún tipo de opción y van a verse obligados a trabajar en algún restaurante, aunque sea por un par de veranos. Creo firmemente en que trabajar en la industria del servicio es necesario en la formación de una persona, así como los estudios de las matemáticas básicas y de las humanidades.

Sin embargo, entender el servicio y vivirlo (gozarlo y sufrirlo) en carne propia tiene unos efectos secundarios permanentes. Uno siempre extraña de alguna manera aquellos años de caos, intensidad, malos tratos, largas horas, turnos locos y la capacidad de salir todos los días con dinero en efectivo. El contacto directo con la gente, que enloquece, desespera y enriquece a la mismísima vez. Pero también uno está demasiado consciente cuando sale de las cosas que están mal. No me malinterpreten, yo dejo 15% de propina por defecto a menos que me traten abiertamente mal. Porque sé lo que es ganar menos de cuatro o cinco dólares la hora. Porque recuerdo claramente que hay muchas cosas que el mesero no puede controlar. Porque sé separar errores humanos, falta de preparación, ignorancia y un mal día, de mala actitud y falta total de iniciativa.

El servicio no es natural. Los animales no se sirven entre sí. Es un error garrafal pensar que cualquier persona puede tener un restaurante. No basta con saber cocinar, con saber manejar un piso, con saber supervisar personal, con saber construir tablitas en Excel, ni entender cómo se hace una compra o un prep. Se nota a mil millas de distancia cuando alguien tiene un restaurante porque puede, y porque puede muchas veces significa que papi y mami le montaron el juguete, o que vivimos en tiempos donde tener un restaurante parece cachendoso y da standing. Cuando la realidad es que tener un restaurante es como ser capitán de un barco y a la misma vez estar a cargo del entretenimiento, el house keeping y la comida del crucero.

Calidad y servicio deberían ser los pilares de cualquier negocio. Pero a la gente hay que enseñarla. Esto es un oficio, una profesión. No podemos partir de la premisa de que a todos nos educaron igual en nuestras casas. Hay que enseñarle al personal a decir buenos días, buenas tardes, siempre, todas las veces. Hay que exigir que se haga contacto visual con la persona que está en la puerta, no importa el arrolle que haya dentro. Se cae de la mata que no se contesta un teléfono si hay una fila de personas frente a ti. El cliente que está mirándote a los ojos, siempre es prioridad por encima del que llama por teléfono. Maneja las expectativas de la gente, si falta algo esencial en tu menú, déjales saber de antemano. ¿Qué pasó con servir agua en las mesas? Todavía me choca tener que pedir que traigan agua de la pluma a los comensales. No importa si es una fondita o un restaurante de lujo, hay que limpiar mesas, poner cubiertos, dar menús, traer agua. Pareciera algo automático, pero no puedes contratar a alguien cuyo único contacto con el servicio era entregar pizzas o trabajar en un fast food y partir de la premisa de que los pasos del servicio son innatos, porque claramente no lo son. En las mesas siempre tiene que estar pasando algo, si hay vasos vacíos, hay que llenarlos, si la gente no está comiendo, hay que traerles comida o al menos entretenerlos. Esa cultura de que, si la mesa no la estás atendiendo tú, pues la ignoras, se puede corregir, se corrige entrenando y si entrenando no funciona, se cambian las propinas a un pote hasta que aprendan que un restaurante funciona solo si se sirve en comunidad. Últimamente me pasa a cada rato que traen los aperitivos a la vez que el plato principal como si fuese natural, sirven la mitad de la mesa y la otra come cuando los otros terminaron. Estoy hablando de lugares bonitos, sitios de brunch a $30 por cabeza, y en especial en el nuevo fenómeno de restaurantes que manejan mejor sus redes sociales de lo que logran hacer en la cocina y en el piso.

Servir no es un favor. Todo lo contrario, es un trabajo difícil y hacerlo bien es un arte y una verdadera jodienda. La gente puede ser imposible. Quieren hacer sus propios menús, tardan en pedir y luego tienen prisa, hacen reservaciones y no llegan, cuestionan los precios sin tener la menor idea de lo difícil que es conseguir buenos productos, pagar personal, renta, luz, agua, impuestos y todo lo demás. Ven que hay gente esperando mesas y se quieren quedar a acampar sin consumir. Se comen el plato entero y dicen que no les gusta porque no quieren pagar. Se toman veinte palos y después juran y perjuran que no lo hicieron, te tratan como idiota, y muchas veces te faltan el respeto. Como digo una cosa digo la otra, no hay razón para aguantar humillaciones. Si usted no sabe comportarse y tratar al equipo que está dándose a la odisea de tarea que es darle una experiencia completa y agradable con respeto y gratitud, pues mejor cocínese usted mismo, pida una pizza u ordene por el servicarro de un fast food para que tenga el menor contacto con la gente posible. Si no tiene una buena experiencia, quéjense, pero sea justo, no diga que todo está bien en la mesa y luego ponga un review terrible en las redes sociales que le destruya la reputación a personas que están dejando literalmente el pellejo para echar pa’lante. La crítica solo vale la pena si es en ánimos de construir. De lo contrario es envenenar la comida que no va a comerse y eso, es un comportamiento típico de ratas y otros roedores.

Fui a un restaurante Michelin... y no me gustó

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Mi primera palabra fue arroz. No mamá, ni papá, ni dada, ni titi, arroz, esa fue mi primera palabra. El plato principal de la cocina puertorriqueña. El carbohidrato que es el tercer producto agrícola más consumido en el mundo. El enemigo de innumerables dietas.  Mi relación con el lenguaje y la comida ha sido una simbiótica desde el inicio. Son dos de las cosas que más amo en el mundo y a las que quise lanzarme abrupta y torpemente (típico en mí) desde bebé. 

 

Mi primer novio nunca entendió mi fascinación. Para él comer no era más que una práctica necesaria para la supervivencia. Incluso llegué a escucharle decir que no podía esperar a que en el futuro sencillamente consumiéramos un par de capsulitas como los Jetsons y no hubiese que preparar comida, escoger, salir, etc. Claramente nuestra relación estaba prescrita desde el comienzo. Yo vengo de una casa donde comemos cuando estamos felices, comemos cuando estamos tristes, comemos cuando estamos estresados, comemos cuando queremos celebrar y también comemos cuando queremos olvidar. 

 

Mi madre dice que yo podía tener un dolor de menstruación terrible, el corazón roto en pedacitos, sin embargo, al preguntarme si quería una sopita o una cremita, mi respuesta siempre era un plato de comida de verdad, de obrero, porque mi apetito nunca ha sido negociable. Como con las mascotas, cuando no quiero comer, toca preocuparse. 

 

Nunca he comido por comer. Para mí la comida nunca ha sido un resuelve. Cada comida para mí es una increíble oportunidad de satisfacción no solo estomacal sino espiritual. Mientras desayuno fantaseo con el almuerzo, mientras almuerzo sueño con la cena. Mi primer pensamiento del día es: tengo hambre. Hasta la cosa más simplona que me vaya a merendar en mi propia casa, la adorno, la complico, la vuelvo más calórica, más caliente, más pensada, mas linda, más rica, más hedonista. Literalmente a veces se me eriza la piel y hasta se me aguan los ojos cuando logro encontrar la perfección en un bocado. 


Mi primer trabajo de verdad fue en un hotel de lujo. Mi madre traza los inicios de lo que ella llama mi “comemierdería” gastronómica a esa época. Mi relación con la comida digamos que se sofisticó. En términos prácticos, trabajaba en un restaurante fine dining. En múltiples ocasiones pude probar sin pagar platos que más de una década después nunca me he dado el lujo de ordenar. Entendí cómo se supone que se coman ciertas cosas, nunca volví a comerme un pedazo de carne “well done” y comencé a integrar el vino en mis cenas, que luego con un intercambio en Salamanca se convirtió en integrar vino no solo en mis comidas, sino en todos los momentos de la vida en general. Sin contar con que probé muchas sobras (por antihigiénico que suene ahora) de vinos carísimos y platos absurdamente gourmet. Tuve vida de estudiante con presupuesto de estudiante en Europa. Esto en dólares americanos significa comer atún de lata sin siquiera mayonesa frente a la torre Eiffel y vivir mayormente de döner kebabs turcos porque era la comida más barata que conseguía cerca de la universidad. Aún en esos días, prefería mil veces el pan pita hecho a diario, el cordero hecho por horas, que las papas congeladas y la carne comprimida de los fast foods americanos por allá. 

 

Con mi usual precocidad, aprendí a cocinar, a disfrutar la experimentación, la búsqueda, la compra, la confección y el sentimiento ese lindo que es alimentar a alguien amado, esa ofrenda de trabajo y amor que traduce a cualquier cultura. Vivía con un esposo soltero que hacía fiestas que empezaban en dos parejas y terminaban en dobles quincenas, así que a mis veintidós años sabía cocinar para treinta personas. Tristemente empecé a usar la cocina como un taller de remiendo y compensación a todo lo otro que carecía, todo aquello que faltaba. Así que por años puse en huelga el caldero y la cuchara y renuncié a todo lo que me parecía doméstico y conyugal. En retrospectiva, creo que cuando mejor he cenado en mi vida ha sido de divorciada, sin ningún tipo de connotación sexual. Siempre es más fácil pagar por una cena que por dos. Además, en los restaurantes más formales, tienen la percepción de que un “single diner” probablemente sea un “mystery shopper” así que te tratan mejor todavía. Piensan que estás evaluando, que estás documentando el trato y que inevitablemente llegará una evaluación detallada de tu experiencia. Por otro lado, ser una mujer que cena sola, suele tener también ciertos beneficios (valgan las verdes por las maduras), refill de copas de vino, postres que no se ordenan, y algunos “princesa”, “reina”, ofensivos en ocasiones y en algunas otras emocionalmente casi necesarios. 

 

Como la vida tiene un sentido del humor más negro que oscuro, me casé con un hombre que es profundamente feliz con las comidas más sencillas de la vida. Si cocino una carne molida un domingo tengo que decirle el viernes que ya, que pare de comer lo mismo, que probablemente no es ni salubre seguir comiéndose esa comida cinco días después. Mi no tan nuevo cónyuge se emociona mucho más si le hago una empanada de pollo, que si hago un guiso o un risotto complejo y trabajoso. Él es feliz comiendo en fondas, en chinchorros. Ojo, que un arroz y habichuelas con hígado encebollado del Obrero lo cambio por muchísimas exquisiteces. Sin embargo, hay restos de romántica empedernida en algunos resquicios de mis venas y de vez en cuando me gusta vestirme bonita e ir a una cita en un restaurante con mantel. Como angustiosamente muchas veces vivimos de wikén en wikén, no siempre hay espacio (ni presupuesto) para complacernos semanal o mensualmente a los dos. Así que yo almuerzo en sitos fancy sola o acompañada, siempre que puedo o siempre que mi mente necesita un escape de la realidad. Estoy abierta al juicio que conste. Estoy totalmente consciente del privilegio que tengo de poder darme el lujo de relacionarme con la comida así. También me han hecho las cuentas de lo que me ahorraría si trajera comida de mi casa y la calentara en el microondas auspiciado por la corporación. Pero esta es mi manera de rebelarme contra vivir solo en los fines de semana. Hago todo lo posible por diariamente hacer algo bonito por alguien más, pero también por hacer algo bonito por mí. No compro carteras de marca, ni maquillaje de diseñador, lo que gasto en exceso me lo como y me lo bebo. Que me quiten lo digerido. 

 

Entonces cuando me voy de viaje compro revistas, libros, bebo y como como una reina. Hago research por meses hasta encontrar al menos un lugar fancy al que quiero ir, y dos o tres que pueda convencer sin mucha puja a mi marido. En la luna de miel, íbamos a Barcelona, algunas islas griegas e Italia. Como todos los foodies con Netflix, me obsesioné con 

Chef Table hace tres años e inevitablemente quería cenar en Osteria Francescana. Me enamoré de Massimo Botura, lo acomodé en el altar de mi corazón. Puse una alarma tres meses antes de la fecha que estaría en Roma, me levanté y estuve aproximadamente cuatro horas intentando reservar por internet. Como de costumbre, todo falló. El internet, el website, me dormí sobre el teclado y logré meterme dos veces en una lista de espera. Intenté no hacer muchos planes en Roma por si me llamaban a última hora y estuve constantemente enviando tuits e emails al restaurante a ver si lo lograba. Sin hablar que tenía que tomar un tren de casi tres horas ida y vuelta de Roma a Modena ida y vuelta. No lo logré. 

 

En el viaje de este año fuimos al País Vasco y a Croacia. Por supuesto hice mi asignación. Decidí por Mugaritz. Un restaurante en Rentería, Guipúzcoa, abierto desde el 1998 con tres estrellas Michelin. Hice la reserva meses antes, arrastré a mis compañeros de viaje (marido incluido). Como mi suerte es así, me enfermé en esos días y el día de mi cita con la comida, amanecí con la nariz tapada y dolor de garganta. Quería llorar, pero me conseguí sobredosis de remedios caseros, vitamínicos y químicos y ya en la noche podía oler y saborear. Me llevé una botella de La Gran Rioja Alta del 1997 (que lloré cuando la probé, pero ese es otro cuento), nos vestimos lindos, todos listos para la cita. Llegamos a un restaurante lejano, en un paisaje hermoso, con un aire de lujo que siempre nos hace sentir a los que no venimos de familias ricas en una sensación entre incomodidad, susto y emoción. Los que no venimos de dinero, incongruentemente nos da trabajo cuestionar precios, indagar sobre cuánto nos va a costar la copa (con los dedos cruzados de que fuese parte del precio de tres cifras que nos preparamos a pagar). Fueron un montón de cursos. El staff era absurdamente grande. Sin embargo, se sentía frío. No había música. Nunca supe el nombre de mi(s) mesero(s). Eran tantos y tantos platos que no puedo recordar lo que comí. Al final (contrario a las expectativas de mi marido) estaba tan y tan llena que me estaba empujando las entradas. No se me aguaron los ojos en ninguno de veinticinco a treinta platos. Al inicio me hicieron escoger una tarjeta y pensé que algo iba a pasar. Me dieron el menú al irme (con varios tachones en lápiz) con la imagen que escogí al principio. Algunos platos parecían una cosa, pero eran otras, un cuerito de lechón que en realidad era un pimiento. Los mejores bocados fueron pescados, muchos de los cuales los he comido mejor en mi país por una octava parte del precio. Me fui con una sensación de mucho ruido y pocas nueces. Mi cita doble la pasó mejor que yo, mi marido dijo que fue mejor de lo que esperaba, lo que se traduce en que no salió con hambre. Al final todo se basa en expectativas. Esto era importante para mí. Era la culminación de una añoranza. No me dio tristeza, fue más bien sorpresa y honestamente celebro cuando tengo la capacidad de sorprenderme. No sé si volvería a un restaurante Michelin, quizás prefiero un restaurante “caro” donde puedo escoger yo los platos y conversar con el mesero al ritmo en el que yo quiera comer. Quizás tiene que ver con que en Puerto Rico se come mucho mejor de lo que me he tomado el tiempo de caer en cuenta. Mis mejores memorias incluyen palabras, amor, vino y comida, en cualquier orden. Comí en un restaurante Michelin y no me gustó. Es la primera vez que lo acepto abiertamente (probablemente porque ya saldé el cargo de la tarjeta), pero me reí muchísimo y estuve probablemente más de dos horas en un lugar bonito, con gente que amo y estirando mi vino favorito, al final de cuentas al recordarlo, confieso que sí se me aguan un chispito los ojos. 

 

 

Escribir un libro (expectativa vs realidad)

José Martí decía que antes de morirse había que plantar un árbol, tener un hijo y escribir un libro. Las palabras exactas creo que eran: “un hombre para ser completo, ha de plantar un árbol, tener un hijo y escribir un libro”. Vamos a ignorar la cuestión del género y nos dirigimos a la médula, hay que dejar cosas para el futuro, hacer algo hoy que nos sobreviva, que nos sublime, que de una manera u otra nos haga trascender el cuerpo maravilloso, degenerativo y perecedero en el que nos movemos. 

Yo nunca he sembrado un árbol, probablemente porque para empezar no poseo un pedazo de tierra. Absolutamente todas las plantas de mi casa sobreviven gracias a la constancia y el cuidado de las manos de mi marido. He asesinado bonsáis, he secado suculentas, he ahogado plantas de agua. Tampoco se me han dado ni el recao, ni la albahaca, ni la yerbabuena. Cada cierto tiempo conservo las pepitas de los ajíes dulces, con el dulce engaño de secarlas e intentar sembrarlas. Mi no tan nuevo cónyuge se aprovecha de mi despiste y las bota cuando me distraigo, en el fondo porque sabe que le tocaría a él mantenerlas vivas, rociarlas y trasplantarlas, como le ha tocado con mis perros y conmigo. 

No he tenido un hijo, mayormente por una rigurosa disciplina de planificación familiar totalmente incongruente con el resto de mis tendencias, en parte porque la selección natural me salvó de mí misma o sencillamente porque mi cuerpo predijo el futuro y falló cuando tuvo que hacerlo. Últimamente, porque simplemente las cosas nunca pasan cuando a mí me da la gana. 

Escribí un libro, lo terminé hace años y nació en papel este año. Y de estar escribiendo por una década sin tener ninguna evidencia de mis esfuerzos, que no fuese digital, pasé a tener dos libros en un mismo año, en menos de cinco meses para ser exactos. Porque como siempre digo, al pobre le llega la comida en bufé. 

De chamaca, practicaba entrevistas en mi mente, porque cuando yo fuera una escritora famosa (concepto de ciencia ficción que nunca tuve del todo muy claro) tenía que estar preparada. Claramente no soy famosa y no vivo de mis libros, aunque probablemente siempre será una fantasía constante y recurrente. Sin embargo, la gente nunca me hace las preguntas que pensé que me harían. La gente me pregunta que cómo se escribe un libro. Puedo leer que lo que quieren saber es cómo se publica, como si la imprenta, fuese el verdadero proceso de gestación. Y no saben que la imprenta es como graduar a tu hijo de escuela superior, estás bien cansado, ni tú mismo estás seguro de cómo han sobrevivido y no puedes creer que todavía falte tanto camino por recorrer. Yo le puse el punto final a mi novela hace siete años, después de casi dos años de escritura y edición. Tomé tres talleres de novela antes de tener un manuscrito decente. Aparte de eso, tomé talleres de cuento, construcción de personajes, poesía y hasta talleres de guiones cinematográficos. Tengo un bachillerato en estudios hispánicos, ¿que si leí? Leí un montón. ¿Qué si escribí? Escribí un montón. Pero lo más que hice fue vivir, vivir un montón, como si la vida se me estuviese acabando cada minuto, porque saben qué, ¡lo está!

Hay gente que no necesita talleres, hay gente que dice que para escribir lo que hay que hacer es leer, leer y leer. Yo soy fanática de la música, escucho más música de lo que leo, y soy totalmente incapaz de entonar una canción. La fanática del yoga que vive en mí, diría que para escribir, lo primero que hay que tener bien claro es la intención. Y si la intención de escribir un libro es para ser rico o famoso, toca desistir. Lo próximo que hace falta para escribir un libro es descaro, un descaro cañón. Es preciso una carencia total de vergüenza, una falta de miedo al ridículo, a la crítica, es necesario un cuero duro, un corazón calloso, una insuficiencia de rubor. Para escribir un libro hay que ser sadomasoquista, tiene que gustarte el dolor, tienes que ser de esa gente que se mete la lengua en la carie, que mira la aguja a la que le teme, tienes que sentir que los precipicios te jalan y aún así acariciar la baranda. 

Escribir un libro, así me enseñaron en mis talleres de escritura, es correr un maratón. No puedes echar el resto al principio, tienes que encontrar una cadencia, el ritmo preciso para esforzarte sin quemarte, para avanzar sin desmayar. 

Yo soy pro talleres. Escribir puede ser un ejercicio bien solitario y bien abrumador. Escribir al fin y al cabo es un tipo de adicción. Si hay grupos de ayuda para madres primerizas, para madres lactantes, para recuperarse y rehabilitarse de dependencias de drogas duras y bebidas alcohólicas, por qué no juntarse con gente que sufre por lo mismo que tú. Una vez escuché en un Festival de la Palabra a Rosa Montero decir que escribir era un intento de tocar la soledad de alguien más con la tuya. Los talleres literarios te ayudan a no sentirte solo en el intento. Tocas base con gente tan obsesiva como tú, aprendes a distinguir la crítica constructiva de la destructiva. Identificas la gente que te lee con cariño, que genuinamente quiere mejorarte de la que te quiere recortar las puntitas de las alas para que te parezcas a ellos o para que sencillamente no los sobrepases. Con el tiempo he logrado entender que no es que la gente sea mala, ni envidiosa, al menos no así, no al vacío, sencillamente existen capacidades de amor. No todo el mundo es capaz de alegrarse de tu alegría, si tu júbilo sobrepasa el propio. También, necesitas gente que te lea que no sea tu sangre, que no sea tu madre, que no esté enamorado de ti, que preferiblemente haya leído más que tú. 

Algunos indisciplinados como yo, necesitamos que nos escriban, que nos hostiguen, que nos pongan fechas límites y que nos digan que estamos comiendo mierda esperando que un libro se escriba sin el esencial paso de sentarnos y ponernos a escribir. Y si es doloroso escribirlo, la tortura real es editarlo, mutilarlo, borrar partes que te encantan y dejar cosas que no te convencen. El año que sometí mi novela al certamen del Instituto de Cultura, el escritor que me ganó dijo: esta novela la escribí en tres meses (yo quería pararme e irme pa’l carajo en ese instante), luego dijo: y me tomó casi diez años editarla, ahí quise pararme, abrazarlo y decirle que se merecía ganarme de verdad. Someter un manuscrito a certámenes literarios conlleva tiempo, dinero, paciencia y un ejercicio de fe digno de los años treinta. Uno se mete a una página de escritores y busca los concursos que permitan gente de todas las nacionalidades, luego mira que no se requiera viajar a buscar el premio, porque si son mil euros y tienes que buscarlo a Barcelona pues, casi hay que hacer un préstamo para buscar la estatuilla. Luego, los certámenes requieren enviar manuscritos impresos, sí en el siglo veintiuno hay que imprimir de tres a cinco manuscritos, a veces encuadernarlos e ir al correo, explicarle al personal que esa es la dirección correcta aunque no encaje en los encasillados de las direcciones estadounidenses y pagar sesenta, cien, doscientos dólares para enviar copias de tu bebé a: México, Argentina, España, con la extraña sensación de estar enviando una botella bien pesada a través de la orilla del mar. 

Yo me auto publiqué en formato digital, como parte de un concurso para ganarme una publicación. No tenía ni tengo fondos para agenciarme una publicación en papel de mi bolsillo. Académicamente no soy nadie, no soy una profesora de literatura ni tengo una tesis en nada que respalde mi intento. Para ser 100% francos, cuando logré publicarla en digital, ni yo me creía que más de mil personas de distintos países hubiesen comprado mi novela en Kindle. No había releído mi novela en tres años y como parte de mi ataque de pánico dudaba profundamente hasta de su calidad original. Luego tuve otras ansiedades peores, mucho más específicas, gente que podía ofenderse, personajes que se parecían demasiado a personas de carne y hueso, la línea esa fina de lo vivido, de lo que hubiese querido que pasara, de lo que es demasiado literario para ser real y de lo que es demasiado real para ser literario y por último pero no menos intenso, la sensación de que todos pensaran que todo era tan pornográficamente autobiográfico como el blog al que los acostumbré a leerme por tantos años.  

Cuando estaba en la universidad, un amigo era fanático de un escritor, dicho escritor nos visitó, y mi amigo, un chamaco brillante y súper introvertido, reunió el valor o la locura de preguntarle a su ídolo literario qué consejo le daría a un escritor de 20 años. Sin pensarlo dos veces, le dijo que no escribiera, que viviera, que a los veinte años uno no tenía nada que escribir, que se pusiera a vivir. Recuerdo casi escuchar no solo su corazón, sino su idolatría astillarse en mil pedazos. Yo leo mi novela, y me impresiona haber podido escribirla a mis veintitantos. También reconozco que, aunque quizás ahora pueda ser más metódica, más profunda, más estructuralmente maquiavélica al escribir, a mis 33 años no sería capaz de escribir esa novela. No sería capaz porque ahora tengo demasiado que perder, porque sé más que en ese entonces y a veces la madurez limita y edita de más. Mi novela es cruda, dolorosa, gráfica, pornográfica, valiente y sobre todas las cosas, bien honesta. Ojalá pueda sembrar un árbol, con esa promesa y arrojo de no tener nada que perder, rociarlo con lo que me queda de inocencia y por qué no, tener un hijo, al menos con la mitad de la honestidad con la que escribo. 

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