Tres años de agua y candela

Los que me conocen o los que me leen saben que llevo años que lloro cuando se acercan los fines de años. Empieza con un lagrimeo involuntario que puede durar días como un filtrado inofensivo. No siempre lo puedo catalogar como un exceso de nostalgia que no tiene por dónde más salir. Ha habido años en que tanto da la gota que se llena el vaso, pero de alivio. Con el tiempo, ese llantén premonitorio se fue extendiendo a mis cumpleaños. Hay algo en la adultez (al menos en la mía) que ha hecho que el paso del tiempo se me vuelva demasiado latente, demasiado evidente para mi gusto. Probablemente es porque la juventud es acelerada y por lo mismo cuando te das cuenta el freno es casi una ilusión. Los niños, sin embargo, tienen un efecto loco en el paso del tiempo. Son unas bombitas que amplifican el tic toc. Son un filtro en el espejo de uno mismo que es imposible de ignorar por las mañanas y ni hablar de las noches.

La semana pasada me empezó el gotereo. Porque cuando Silvio cumple años es una mezcla fatídica en donde mis cumpleaños y los fines de año se me juntan a hacer escantes en el centro de mis entrañas. Desde que lo supe dentro de mí, me comenzó el pánico de que se me escurriera entre las piernas. Aún después de parirlo, no se me ha ido la sensación de que cargo veinticuatro horas al día un inmenso balde de agua lleno hasta el tope que me sobrepasa el borde de los ojos y me mantiene las manos estiradas hasta el límite de mis coyunturas. Sin embargo, no puedo compartir la carga ni me creo capaz de soltarlo, porque, aunque pese y sea más grande que yo, me he convencido de que nadie ni nada en el mundo puede cuidar mi embalse, y sé que mi torrente no puede ni quiere ser contenida.

Así que la semana pasada empecé el llanto anticipatorio. Llorando una noche, quizás porque hace 3 años no duermo. Lagrimeando porque la ansiedad me llegó con el parto y parece que no sabemos despegarnos, nos hemos vuelto jevas codependientes. Llorando porque en la oscuridad reconozco sin remedio que todavía me da muchísimo miedo lo mucho que lo amo. Porque estaba tan acostumbrada a controlar mis circunstancias y hace 3 años no tengo control ni de mis propios pensamientos. Entonces mi candelita me adivina las lágrimas, me agarra la cara con sus manitas y se duerme diciéndome con una suavidad que no es usual en él: mamá, yo te amo. Como si supiera que en el fondo es lo único que me importa. Como si supiera que es mi droga y mi medicina. Como si supiera que a veces se me olvida qué sentido tienen las cosas de afuera de esta burbuja. Y se duerme conmigo y nada tiene que ver con beneficios de colecho. Nada tiene que ver con seguridad emocional y desarrollo infantil. Tiene que ver conmigo, con el hueco que me dejó pegado detrás del ombligo. Con que cuando me duermo abrazándolo soy el robot de limpiar cuando se engancha en su cargador. Porque el olor de su cuello es la vida misma. Porque ante la pregunta de a cuál de los sentidos renunciarías, tenía resuelto el olfato como respuesta: una existencia sin pestes. Desde Silvio necesito el olor, enterrarle mi nariz en su nuca acabadito de bañar o después de un día de saltos, sudor y pegajosidad con la misma alegría y la misma conmoción. Porque Silvio es mi pluma abierta y mi cisterna. Todos mis bajones de luz y a la misma vez el mismo sol. Silvio es mi faro y el ancla que nunca pensé querer ni necesitar. Entonces sigo arrastrando estas raíces de mangle por todos lados y por primera vez en 37 años quiero ser ceiba y la tierra sencillamente no se deja. Entonces ando de costa a costa chorreando, o seca o inundada, sin humedades sostenibles, sin consideraciones ambientales, sin miras posibles a un futuro que se mueve y me arrastra como la marea. Quizás porque llevo tres años con un presente que se come mis orillas como las marejadas, pero que no se imagina sin playa antes del retiro. Mi vida entera es una boya a la deriva, felizmente amarrada al tobillo de un niño que anda descalzo, subiendo y bajando los taludes porque quiere y porque puede.

Yo no entendía las fiestas patronales que le hacían los padres a los niños pequeños. La gastadera sin sentido para algo que en mi mente pre materna era pura demostración pal otro, una competencia descabellada entre mamás que se aburren (porque antes de tener a Silvio me atrevía a tener la ingenuidad y la arrogancia de pensar que las madres tienen tiempo de aburrirse). Entonces en el tercer cumpleaños de mi hijo, al otro lado de la isla, pudiendo invitar a un poco más de gente porque los primeros dos cumples también fueron pandémicos pero teníamos más miedo que hastío en aquel entonces, termino perdiendo el control con la piñata, termino ordenando globos gigantescos, termino imprimiendo cajas de decoraciones que no sé montar, termino esclavizando a mi vecina y a mis familiares bregando con dulces, cintas y cartones, termino haciendo un sopón a las once de la noche, termino con un brinca brinca frente a mi casa por más de 72 horas y siento el pecho inflado y desinflado de tantísimo amor, de más satisfacción que cumplimiento, de más jayaera que nostalgia triste.

Los cumpleaños de los hijos son graduaciones anuales. Son celebraciones de supervivencia. Son un momento para abrazarnos y decirnos, está vivo, lo hemos mantenido vivo y no hemos muerto en el proceso. Hemos enloquecido, hemos envejecido, hemos peleado, hemos reído, nos hemos gastado la vida y los jangueos, pero aún estamos.

Silvio es la luz más intensa, la claridad más cegadora, la verdad hecha gritos, la energía más violenta, la ternura más devastadora. No extraño al bebé que fue, quizás porque me enchulo cada segundo más del niño que crece, que maniobra con el lenguaje, que me impresiona con sus palabras, que constantemente me hace cuestionarme las cosas en las que creo o las explicaciones que debo o no debo darle. No hablo de las veces que dice: silbato, pastel, excavadora, tobogán, volante o rinoceronte. Me refiero a cuando hablando me dice: cómo se llama este… ¿mamá cómo se dice?, mira mamá justo allí, ¡Pero mami! Wow mamá, eres una súper héroe. Cuando se refiere a su familia como: “mi gente” o a su amiga como “Mi Mar” o la más que me destruye de todas: ¡no te preocupes mamá! Me adivina las tristezas y las preocupaciones. Sospecha de las dudas que probablemente pesca con facilidad en los tonos de mi voz. Se ríe del poder que tiene sobre mí. Me estruja cotidianamente su preferencia paterna con toda la inocencia que no estoy del todo segura que realmente tenga. A veces le digo: ¿tú sabes que tú estabas en mi barriga?, y me contesta con todo el amor y toda la crueldad: Sí, pero ya salí.

En los cumpleaños reconozco que mi balde de agua se va vaciando, que cada vez es un chin menos difícil de cargar, pero no deja de dolerme toda el agua derramada, esas gotitas que no se recuperan, esas moléculas que se vuelven aire, esas células de mi bebé que crecen, se esparcen, se alejan e inevitablemente y sin regreso se me van.