T de Terrible

Voy para casi dos años de no escribir en mi blog. No he estado del todo callada, ni he tenido los dedos (ni mucho menos la mente) en reposo. Publiqué Parir es Partirse y aún no he tenido el valor de sentarme a leer el libro físico de una sentada. Pensé que probablemente después de tanta ausencia, debía retomar el blog hablando de la maternidad del otro lado del puente (si es que existe tal cosa). Coqueteé con escribir el día de las madres, luego el día de los padres, luego el cumpleaños de mi hijo, que para mí, egocéntrica al fin, siempre será también el aniversario de mi maternidad. He llenado el celular de Notes sobre la ansiedad, sobre los ataques de pánico, sobre mi relación con la pandemia, mi hogar felizmente desplazado al oeste o incluso mi no tan nuevo trabajo. Sin embargo, hace unas semanas se me metió literalmente algo por dentro y aunque llevo días esperando que me baje la rabia, se han alivianado los calambres, probablemente la inflamación, pero sigo sintiendo el escozor de la indignación.

 

He tomado pastillas anticonceptivas desde mis 17 años, originalmente por un asunto de quistes. Por un tiempo usé el parcho hormonal (que amé muchísimo) pero luego comenzaron a venir con pegas flojas que se despegaban y no estaba ya para pasar sustos. Antes de ser mamá, cuando comencé a fantasear con tener hijos era un dado que tendría dos, al menos dos niños. En mi casa somos dos hermanos, en la de mi marido también. Jugar a la casita era matemáticamente sencillo. Una vez tuviésemos el segundo pues mi esposo se operaba. Ese era el plan. Pero tuve un hijo y me fallaron los números. Parí y ya nada me es ni matemática, ni científica, ni racional, ni emocionalmente sencillo. Decir que amo a Silvio con todo mi corazón, mi cuerpo y mi espíritu es lo contrario a una exageración. Amo a mi hijo por encima de mis capacidades y con mi voluntad hecha polvo. Tener otro hijo me parece sencillamente imposible. Inmanejable, inimaginable, impensable. Por encima de no querer estar embarazada de nuevo y de no querer parir nunca más, amar a Silvio ha sido el tope de mi derrame. No doy para más. No me cabe más amor en el cuerpo. No me sobran lágrimas para otro intento. No fui la embarazada fabulosa. No soy la madre compuesta. No soy la mujer abnegada. Servir y cuidar me cuestan. Era hedonista hasta decir basta y ya no lo soy porque no me da el tiempo ni el cuerpo.

 

Había empezado a olvidar tomarme la pastilla anticonceptiva de vez en cuando y de cuando en vez. Quizás porque no duermo decentemente desde el 2018, quizás porque el segmento del cerebro que se encargaba de mis vitaminas y mis pastillas ahora está totalmente dedicado a cortar uñitas, a poner probióticos y hierro en biberones, a desenredar rizos dorados y embadurnar con bloqueador solar. Siempre he sido pro decisión. Sin embargo, me atrasé unos cuantos días cercano al cumpleaños número dos de Silvio. Mi cuerpo (probablemente de tantas hormonas que le he metido en esta vida) suele ser un reloj suizo. Caigo cada cuatro miércoles. Y en la víspera del segundo cumpleaños de mi hijo ya estaba más de tres días tardía. Sentí un pánico casi adolescente, pero con todo el conocimiento de causa adquirido. Ahora sé de primera mano a qué temerle y no es a la decepción de tus padres ni a tener que redelinear un futuro que jurabas resuelto y planificado en colores y tamaños. Siempre digo que lo último que se pierde no es la fe, sino el miedo. Y sabiendo que no me siento capaz de ser mamá una vez más, que apenas me da el cuerpo y el espíritu para amar así a un solo ser, la idea de dividir o multiplicar ese amor está por encima no solo de mis capacidades sino de mi imaginación y de mi fe. Pero entonces me di cuenta de algo aún más aterrorizante, ya no me creo capaz de terminar voluntariamente un embarazo en este momento de mi vida. Y esa realización me sacó el alma del cuerpo. Esto de ser madre y su veintena de nuevas formas de desconocerme.

Y toda esta retahíla para decir que terminé otra vez trepada en una burra. Que intenté un nuevo doctor (después de intentar cambiar el género de mi especialista en ginecología y que me dijeran que la doctora no tenía espacios hasta tres meses después y el riesgo era imposiblemente innecesario). Que esperé CUATRO horas en una sala de espera de un hospital. Que cuando la enfermera me preguntó a qué venía, le dije que me tocaba el PAP y quería explorar la posibilidad de un anticonceptivo de larga duración, preferiblemente uno no hormonal, la enfermera me dijo que si estaba segura me conseguía la receta y me lo ponían ese mismo día, porque si no, tocaba hacer otra cita y perder otro medio día más. Así que la decisión (como todas las decisiones importantes, necesarias y trascendentales) la tomé en medio segundo, poniendo lo práctico por encima de lo emocional, por encima de lo ritual, por encima de mí.

Así que entré a una sala pequeñita, a quitarme la ropa sin verle la cara al médico, a hacer mi ropa un bollito y meterlo en mi cartera y pillarlo debajo de la burra porque ni siquiera tienen un espacio donde una ubicar sus pertenencias mientras le abre las piernas a un desconocido. En este caso no me dieron una bata de papel, me dijeron que me desnudara de la cintura para abajo y me dieron un par de “sabanitas” de papel azul quirúrgico, necesité una y media para taparme las caderas de lado a lado, gracias a Dios que no me puse un traje.

Me quedé con los celulares en las manos intentando distraer mi mente de lo desnuda y expuesta que me sentía, del miedo a que me doliera, a que me doliera todo, el examen que me han hecho más de una docena de veces y el objeto foráneo que me iba a introducir voluntaria y cuasi calculadamente.

Es extraño, antes de parir hubiese estado nerviosa por el doctor nuevo, por el bochorno que provoca siempre desnudarse frente a alguien por primera vez (independientemente de las circunstancias). Me pinté las uñas de los pies el día antes, como siempre. Esta vez, estaba genuinamente preocupada por el dolor. Toda la vida me he llenado la boca con mi alta tolerancia al dolor, sin embargo, después de parir mi relación con el dolor (físico y emocional) ha cambiado. Le he ganado un nuevo respeto, intento tratarlo con distancia y categoría, en todas sus modalidades.

Tocaron la puerta y entró el doctor, otro hombre de más de cincuenta años que sin presentarse, sin saludarme, sin preguntarme ni nombre si quiera, me preguntó si había venido a algo más que a hacerme el PAP. Le dije que quería ponerme un DIU. Me preguntó mi edad, le dije 37 (los nervios me dan con sumarme, no los cumplo hasta noviembre) y me dijo que ya estas alturas mejor que me operaba. Mi extraña reacción fue preguntarle si me operaría con un solo hijo, porque ajá, hay doctores que no te operan si tienes un solo hijo, así que la sorpresa se le coló a la casi inmediata indignación. Ahora resulta que soy muy vieja para tener más hijos, me repito que de todos modos no quería más, pero una cosa es no querer y otra muy distinta es no poder, aunque quieras.

Así que sin mediar palabra procedieron a hacerme el PAP, el mismo proceso incómodo de siempre, que podría recitarlo de memoria, la examinación, el tanteo, el espéculo, la introducción, el cepillito y yo arresmillada todo el rato, esperando el golpe, tensándolo todo contrario a lo que se recomienda. Mi cuerpo nunca ha sido propenso a lo recomendado. Este doctor no habla, no cuenta lo que va a hacer, no avisa la incomodidad, no anuncia la molestia. No hubo una transición entre el Papanicolau y la inserción del Paragard. Tengo amigas que se han desmayado del dolor cuando se los pusieron. Antes hubiese pensado que no podía ser peor que parir, antes, ahora le tengo miedo hasta a volverme a tatuar, cuatro marcas después le tengo miedo a uno de mis dolores favoritos. Así que el miedo hizo un poco borrosa la sensación. Fue como un pellizco agudo, un pinchazo en los adentros. Pregunté si faltaba mucho y me dijeron que ya. Sacaron unas tijeras, había leído que cortaban los hilos de la T, no tengo claro cómo y exactamente dónde se realizó el corte, ese no saber probablemente me ahorró el desmayo.

Supe que había terminado porque se quitó los guantes de látex. ¿Ya? Ya. Y siguió caminando hacia la puerta. Pero, pero espere. ¿No me va a decir nada? ¿Qué te voy a decir? Que si quedas embarazada vengas rápido a quitártelo. ¿Cómo que embarazada? Bueno, pasa, no serías la primera. Pero cómo me va a decir eso, eso me lo tenía que decir antes de ponérmelo. (me irrito conmigo misma por el trato de usted) Yo te dije que te operaras. Cualquier pregunta la enfermera te la puede responder. Y cerró la puerta.

La enfermera parece que notó mi angustia. Me dijo lo que podía esperar en las próximas horas y en las próximas menstruaciones. Me dijo cuándo podía resumir mis actividades amatorias. Me dio un teléfono para llamar si tenía dudas. Miré el celular y confirmé que no había pasado más de veinte minutos. Saqué mi cartera de debajo de la burra y rebusqué hasta encontrar el bollito de ropa. Me vestí con la pesadez que deja un mal polvo. Me cubrí con la tristeza de cuando te tratan sin cariño. Me monté en el carro y rompí a llorar. Mi primer llanto de cobre. Lo que alguna vez fue nido, lo que por meses mecí como cuna, hoy es una mina de un metal de transición blando. Mi maternidad unigénita pende de un hilo de metal, el mismo metal que se usa para fabricar cables eléctricos. Tengo en el útero un dispositivo en forma de T hecho de cobre, porque dicen los expertos que a la esperma no le gusta el cobre. A mí no me gustan los embarazos, quizás en gran parte porque no me han gustado mis doctores. Yo he vuelto voluntariamente inhóspito mi vientre, para intentar salvarme de este amor caníbal y salvaje que es para mí ser mamá, para reducir las batas de papel, las burras, los espéculos, los médicos monosilábicos y los llantos de cobre a una sola tortura al año. 

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