Hasta las tetas.

¿Y lo estás lactando? 

Más que el nombre del niño, más que cuántos meses tiene, más que cómo me siento, más que cuándo regreso a trabajar, más que quién lo va a cuidar, esa es la pregunta que más me han hecho en estos casi cuatro meses. Entonces me mango dando explicaciones. Ya no. Pero bebió exclusivamente leche materna los primeros tres meses. Nunca se pegó. Y las caras de desaprobación. La decepción del médico. El juicio de la mamá con su bebé gigante pegado a la teta en la sala de espera. Y yo ampliando mi argumento. Tres especialistas en lactancia intentaron ayudarme. La pediatra estuvo casi media hora tratando. Hasta al dentista pediátrico especialista en frenillos lo llevé. Y las sonrisitas condescendientes. Es que da trabajo. No es fácil, pero se puede. Así era el mío y mira. Esto no es pa’ toel mundo. Es que es bien sacrificado, con los hombros encogidos y las bocas fruncidas de: “soy más mamá que tú”. 

 

Nunca me ha gustado que me toquen los senos. Ha sido casi una fobia existencial. En muchas ocasiones soñé que cuando me pegaban el bebé al pecho, yo gritaba como si tuviese sanguijuelas chupándome la sangre a través de mi piel. Abiertamente decía que le tenía más miedo a la lactancia que al parto. Cuando iba a hacer el registro de regalos, pedía que me vendieran lo mínimo para sobrevivir las dos vías: si decidía lactar y si decidía que no. Porque en mi ingenuidad juraba que esto era una decisión enteramente mía y completamente racional. Desde ahí empezaron las afrentas. Cuando tú veas lo que te vas a ahorrar en fórmula. ¿Pero cómo no vas a lactar? Si eso es lo más bello que hay. No hay vínculo como ese. Cuando ese bebé se te pegue se te va a olvidar tó. Y dale con las romantizaciones que rozan a las mentiras.  

 

En treinta y nueve semanas nunca me salió ni una gota de leche. Pensé que probablemente por haber dicho tanto que no quería lactar, mi cuerpo caprichoso había decidido escucharme esta vez. Dormía con brassier puesto porque la hipersensibilidad era tanta que no soportaba ni el roce de las sábanas. Los usaba de maternidad (que quieren decir de lactancia) porque no cabía en los míos. 24 horas antes de parir me desperté recordando clarito que había soñado que paría un gato. La bruja en mí sabía que no era del todo un juego azaroso del subconsciente. 

 

Mi bebé no se pegaba. Me pillaba las puntas de los pezones con las encías. No succionaba ni aunque su vida literalmente dependiera de ello. Las enfermeras, las del grupo de apoyo de lactancia, mis amigas madres que me visitaron al hospital y hasta una de las pediatras, me trastearon las tetas sin ningún pudor. Las agarraban con las dos manos, las estimulaban con sus dedos, se las empujaban por distintos ángulos al bebé que hacía todo lo posible por separarse, por empujarme. Cuando me metía en su boca, hacía un ruido de chasquido, pero no chupaba. Los diagnósticos fueron múltiples y variados. Vagancia, frenillo, mis pezones eran muy pequeños (aunque nunca nadie se había quejado antes), todavía ni se entera que ha nacido, ya tendrá hambre y se pegará y así por el estilo. Me enseñaron a ordeñarme en una cuchara. Apretaba y apretaba y veía gotas amarillas formar un pozo en una cuchara de sopa de la cafetería. Luego le vertíamos esas fracciones de onza en la boca, con pánico a que se derramaran y se perdieran. El estómago de ellos es muy pequeño. Tranquila que se llena. El calostro es mágico. La pediatra me recomendó que no usara la máquina porque yo estaba produciendo mucho y no iba a soportar el dolor si me sobre estimulaba. Así que me exprimí y me exprimí. Cada hora y media. Me exprimía las tetas y me vertía en una cuchara y la derramábamos en la boca de mi recién nacido, de día, de noche, de madrugada. Luego de varias y dolorosas pérdidas de mis extracciones manuales decidimos sofisticar la tortura. Compramos jeringuillas para saber la cantidad, dos, tres cucharadas, media onza, una onza. Hacíamos cómputos en la oscuridad. Dudábamos de nuestras mentes. El niño no paraba de gritar. Pero no se pegaba, en ninguno de los intentos. Así que yo seguía sacándome leche en cuchara, alguien ayudándome la recogía en la jeringuilla y entre a veces dos personas agarraban a mi hijo rabioso para introducirle a la fuerza el preciado líquido en la boca. Encima no podía sacarme leche por adelantado porque solo me salía leche cuando él empezaba a llorar por más que me las apretujara y estrasijara. Yo me ponía hielo cuando terminaba para bajar la hinchazón y adormecer el dolor. Luego compresas calientes para disolver los peñones, desinflamar los ductos y los senos a punto de explotarme a todas horas. Me dolía acostarme, me hería el agua de la ducha, me desbarataba cargarlo y me apuñalaban los piadosos abrazos de mi marido. Fueron días infinitamente oscuros. 

 

Cuando fui a la cita del chequeo de la primera semana, el bebé había perdido peso, demasiado peso. Intenté explicarle a la pediatra pero no podía parar de llorar. Mi esposo le traducía mis palabras ahogadas. Ella me dijo: “lo ideal es que lo lactes directamente, lo segundo mejor es que te saques la leche y se la des, lo tercero es que le des fórmula. Lo más importante es que coma. Lo más que el bebé necesita es una mamá, pero lo que de verdad de verdad le hace falta, es una mamá feliz”. Si yo fuese una persona de abrazar le hubiese dado un abrazo apretado y doloroso, porque habían sido las palabras más amables que había recibido en días y sentía que inexplicablemente me había sacado un gran peso de encima. Me dijo que sacarse la leche con máquina y dársela al bebé era duro, bien duro. Que me sacara cada tres horas porque cada dos era inhumano. Que si podía me pegara la máquina cada vez que el bebé comiera para que la producción se sincronizara con su necesidad. Y así fue. 

 

Por alguna razón que aún no entiendo, sacarme leche me daba unas náuseas que me duraban los primeros nueve minutos que me pegaba a la máquina. Tenía que seguir haciendo los rituales de frío y calor antes y después de sacarme leche. Cuando tenía los brotes de crecimiento, que básicamente son los primeros tres días, y casi todas las primeras semanas, no daba abasto. Ya sabía que necesitaba esas dos onzas por toma. Y no siempre daba dos onzas. Podía sacarme tres onzas cada tres horas, pero si me sacaba cada hora y media, me salía una onza y media. O sea, que era el doble de trabajo para la misma producción. Mis días y mis noches giraban en torno a mis tetas, sacarme leche antes de que se despertara y cada vez que él comía. De noche me despertaba, lo cambiaba, le daba biberón y luego me quedaba media hora más despierta para poderme sacar la próxima tanda. Así que apenas tenía una hora para dormir entre tomas. Encima no tenía ningún vínculo especial, tenía lo peor de los dos mundos. Cualquier podía darle el biberón a mi bebé, pero solo yo podía sacarme la leche. Tenía los senos destrozados y también tenía que calentar la leche de la nevera que por ser materna hay que hacerlo en baño de María. Mientras mi bebé gritaba sin parar trataba de explicarle que si se pegaba a la teta, tendría su comida al instante, a la temperatura correcta, sin tener que templarla, sin tener que lavar y esterilizar botellas, pero salió cabezota a la madre y le gustan las cosas ilógicas y complicadas. 

 

La primera vez que solo produje una onza y el papá le echó una onza de fórmula para completar me salí del cuarto para no mirar. Encima solo se comió una y las voces en mi cabeza diciéndome, ¿ves que el cuerpo es perfecto? Y las próximas horas yo velando cualquier buche o irregularidad y echándole la culpa a la fórmula, a la dichosa fórmula. Yo lloraba y lloraba y mi marido no entendía nada. Lactar nunca había sido una meta para mí. Sin embargo, con las tetas llenas y el niño a gritos me parecía la primera prueba fallida de la maternidad. Mi cuerpo estaba siendo apto así que probablemente la que fallaba era yo. Y siempre he tenido un problema con aceptar el fracaso. Yo me fajo y me fajo hasta que lo logro. Lo he hecho con todo, yo no me quito de nada, yo renuncio cuando soy infeliz, pero nunca porque no pueda, nunca porque no me salga, nunca porque no dé abasto. Y Silvio en menos de un mes me enseñaba a fuerza de cañón que no, que no todo era cómo o cuándo yo quisiera, que esa época ya se había acabado. Y mi familia mordiéndose la lengua, nadie me dijo que era una locura, que le diera fórmula y ya, que yo comí fórmula y cereal y no me va tan mal en la vida na. 

 

Me compré un brassier de esos que uno se conecta las pompas y tiene las manos libres. Eso me hacía sentir aún menos humana, aún más infeliz. En más de una ocasión derramé la extracción de la mañana que suele ser la más generosa, cinco y hasta siete onzas desperdiciadas en el piso o en la cama. Y yo llorando desconsoladamente. Quien dijo que no se llora sobre la leche derramada claramente nunca se la acababa de exprimir del pecho. En una ocasión la derramé en el counter de la cocina y con mis propias manos la fui empujando al borde hasta rescatar gran parte y meterla en un biberón. Después de darle la leche rescatada, mi marido me encontró llorando descontrolada. Yo era la peor mamá del mundo. Quizás esa leche estaba ahora contaminada. Quizás tenía detergente del día anterior. Quizás algún animal había caminado por la cocina. A lo mejor estaba envenenando a mi hijo con tal de no aceptar que mi torpeza una vez más había aplastado mis esfuerzos. Estuve el día entero examinándole la piel, velándole más de lo usual la respiración. Como era de esperarse ahora con un poco de claridad, nada pasó. 

 

Ni hablar del proyecto de salir con la máquina, la neverita, la manta para cubrirme, las botellas adicionales, la leche ya sacada a temperatura ambiente. Andaba con una libreta anotando las onzas que me sacaba, a las horas que me sacaba, cuándo me tocaba, las onzas que el bebé comía, a qué hora. Mi cerebro era una alarma para que ni una gota de leche pasara un minuto más de la cuenta sin refrigerar. Mi esposo me preguntó que cómo se sentía la máquina, mi respuesta sin pensarlo dos veces fue: como si un viejo asqueroso me estuviera chupando las tetas por treinta minutos, de siete a diez veces al día. ¿Y por qué lo haces entonces? Y con toda la honestidad del mundo le dije la más profunda verdad: No lo sé. 

 

Hubo un día que se despertó mientras yo me extraía la leche y empezó a llorar. Como ya llevaba siete minutos sacándome, al despegarme la máquina seguí chorreando. Me asomé al corral y las gotas le caían en la cara. Su cara de desprecio era equivalente a la de un adolescente cuya madre se levanta la camisa y le ofrece los pechos. Ahí supe que aquel vínculo mítico nunca iba a pasar. 

 

 

La gota que colmó el bibí fue que se enfermó mi bebé. Le dio bronquiolitis a apenas dos meses de nacido. Y como me pasó con las oraciones de niña, se me colapsó la fe. ¿No se suponía que no se enfermara si se alimentaba puramente de mí? ¿No que el cuerpo era perfecto? ¿Y qué de los beneficios inmunológicos de la leche materna? ¿Por qué me estaba pasando esto a mí? Lloré más que él cuando le dimos su primera terapia respiratoria, la mascarilla le tapaba casi la carita entera. Si se despertaba a mitad de terapia se desesperaba, como si no pudiese respirar, como si lo estuviésemos asfixiando en vez de curándolo. Cuando lo vi entendí que así estaba viviendo yo, asfixiándome, desesperada, casi sin poder respirar tan solo por llegar a las supuestas onzas. Más preocupada por lactarlo que por disfrutármelo. Y hasta ahí.

 

Sin querer queriendo llegué a la meta que internamente me prometí: tres meses, hasta ponerle las vacunas. Logré inmunizarlo con lo exprimido en lo que el hacha iba y venía y me hacía pedacitos. Tres meses después de parir todavía no me sentía gente. E hice el ejercicio al que hubiese exhortado a cualquier amiga a hacer, mira tu vida desde arriba y determina qué te falta y que te sobra. Qué te acerca más a la felicidad y qué te la aleja. Sacarme leche. Aunque sentía orgullo al ver un bibí llenito hecho por mí, eran microsegundos comparados con las horas enteras donde tenía una relación más intensa con mi Medela que con mi Silvio. A fuerza de repollo en el brassier, de empezar a sacarme solo cada tres horas, luego cada cuatro, luego cada seis, luego dos de día y una de noche, de renunciar al agua caliente porque empezaba de nuevo a producir. Mis tetas resultaron ser tan overachievers como quien las carga y tardé semanas en secarme. Mi bebé se devora su fórmula con la misma satisfacción que la leche materna. No se ha vuelto a enfermar. Pero todavía cuando me preguntan si el bebé es lactado, titubeo. Todavía me disculpo, todavía bajo los hombros y la voz. Es lindo eso de que la gente sienta que el bebé es de la comunidad. Es noble la idea de que los bebés son criados por tribus. Pero antes de la tribu, el bebé es de mamá. Una mamá que lleva meses tratando de encontrarse detrás de una barriga gigante. Una mamá que lleva semanas temiendo cometer un error irreversible mientras intenta mantener vivo a un bebé. Una mamá que le duele el alma y el cuerpo todavía. Dejemos de romantizar el sacrificio desmedido. El respeto y la deferencia a la lactancia se supone que sea para defender a las mamás, para defender el espacio a alimentar a sus bebés, no para someterlas a un yugo adicional, no para sentirnos con derecho a opinar sobre el cuerpo que sigue siendo de mamá. La maternidad no se define por si fuiste parto natural o cesárea. La epidural no adormece el instinto materno. Un cuerpo apto para lactar no se traduce en ser una gran mamá. El amor no se mide en onzas de leche ni en años de teta exclusiva. Los cuerpos no son perfectos. Las madres tampoco. Si vamos a ser tribu, seámoslo para construir no para aislar. Y si no tiene nada bonito que decir no diga nada, que ya estamos hasta las tetas de tanto opinar.