Del despiste a la negligencia, hay apenas un grano de pimienta.

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Vivo intentando darle el beneficio de la duda al mundo. Digo intentando porque fracaso con bastante frecuencia. Cuando me hacen un corte de pastelillo pienso que probablemente la prisa está justificada. Cuando no me dan paso, trato de convencerme de que quizás la persona no se dio cuenta. Cuando alguien se mete en el mismo medio de un cruce y bloquea el tráfico y no mira hacia ningún lado ni hace amagues de despejar la vía, argumento que a lo mejor está pasando por un proceso terrible en su vida personal y no se entera de lo que hizo. Tengo un poco más de dificultad en justificar a las personas que se montan en el carro, mientras hay una fila para ocupar el estacionamiento y antes de sacar el auto: se peinan, se maquillan, textean, cambian la radio, etc. Nunca comprenderé por qué la gente que se encuentra y se saluda en las escaleras eléctricas son incapaces de mover su conversación al pasillo. Me vuela la cabeza la facilidad con la que sueltan los carritos de compra y ni se preocupan por los carros o hasta niños que pudiesen golpear. Me ofende la gente que guía a las millas dentro de urbanizaciones. Está más allá de mi comprensión las personas que van a un gimnasio o hasta un estudio de yoga y se posicionan en el mismo medio sin ningún tipo de consideración a dónde se va a acomodar el resto. Me impresiona cómo la gente termina de comer y ve gente de pie esperando y tienen el temple de quedarse sentados jugando con el celular o masticando lo que queda de hielo en el vaso. 

 

Soy despistada. Siempre lo he sido y ya está requete comprobado que no es una etapa o una fase temporal. Mis despistes y descuidos le pueden sacar el monstruo hasta el más que me quiera. El otro día dejé encima de la estufa un potecito de plástico lleno de “pepper flakes” de esos que dan en las pizzerías. En la mañana, cuando fui a colar café prendí la hornilla equivocada. Es justo revelar que llevo 4 años viviendo en la misma casa con la misma estufa. El plastiquito comenzó a derretirse y a quemarse, mientras yo cortaba pan con toda mi parsimonia pre café. Cuando miré vi el plástico negro y apagué la hornilla. No entré en histeria porque estas cosas me pasan con bastante regularidad. Tomé la decisión (sensata en mi mente) de no limpiar inmediatamente el plástico derretido, porque es más fácil removerlo cuando se seca, se endurece y se raspa con una espátula, por ejemplo. Lo que mi cerebro matutino no evaluó fue el contenido del recipiente: pimienta. Al derretir el plástico y consumirse, la hornilla continuó quemando la pimienta, el mismo efecto de un incienso, fue haciéndola polvo y del polvo: pólvora de pimienta. Mi no tan nuevo cónyuge bajó las escaleras gritándome que abriera las puertas, que abriera las ventanas, que nos íbamos a asfixiar. Yo pensaba que exageraba, que no era para tanto. ¿Mencioné que mi marido es asmático? 

 

En menos de dos segundos la casa entera olía a pimienta, hice un capsulón de pepper spray. Yo aún en la cocina verificando que hubiese apagado el resto de las hornillas y mi esposo desde el pasillo gritándome que me pusiera ropa y saliera de allí. Estas situaciones dan una clara perspectiva de nuestras visiones de mundo en general. Él estaba sumamente preocupado por nuestros pulmones, pero no tenía ninguna intención de dejar que el vecino me viera en paños menores, así que tampoco (en mi mente) era tan grande la emergencia. Todo esto pasó antes de las 7:30 de la mañana. Tuvimos que esperar más de veinte minutos en las escaleras del complejo, tosiendo como desesperados, con los ojos llorándonos, me cuentan que así se sienten los gases lacrimógenos. 

 

Nos pudimos haber asfixiado, fue su visión. Eso le puede pasar a cualquiera, fue la mía. Porque el amor tiene el más oscuro sentido del humor del mundo. Desde entonces, cuando él se va, no le pone candado al portón del apartamento, porque teme por mi vida (en sus propias palabras). 

Yo estudié derecho, pero como todo en la vida, solo me acuerdo de lo que me sonaba a poesía. 

La negligencia es falta de cuidado. Somos descuidados los despistados. No fue a propósito es casi un mantra para los que metemos la pata a menudo. Pero la falta de intención no necesariamente releva de culpa o como prefieren los abogados: de responsabilidad. Hay niveles de negligencia que son tan altos que para efectos jurídicos son prácticamente lo mismo que haber cometido el acto con alevosía. Así que mi despiste podrías ser primo hermano de la maldad. De las 17 mujeres que viven dentro de mí hay al menos una que se acuerda que es abogada y otra que tiene una profunda culpa católica y ambas les recriminan a las otras quince por sus despistes, negligencias y omisiones. 

 

Será que toca mirarse menos el ombligo. Es de civilizados saberse siempre en un espacio compartido. Es lindo eso de pedir dinero para fundaciones que nos importan, pero a veces necesitamos más actos bonitos de los chiquitos. Requiere más tiempo aguantar una puerta, más sacrificio ceder el paso, más pasos devolver el carrito a su origen, más consciencia respetar el tiempo del otro, más humanidad sentirse uno parte de una comunidad. Es de brillantes acordarse de que se vive rodeado de gente y mirarse a los ojos es solo para valientes. Quizás esta es la época perfecta para reevaluarse.  Quizás porque se sienten ya las fiestas o quizás porque se acerca mi cumpleaños 34 que en boca de una amiga genia, es la edad de la resurrección. A veces el mejor regalo, es menos pimienta y más atención.