Fui a un restaurante Michelin... y no me gustó

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Mi primera palabra fue arroz. No mamá, ni papá, ni dada, ni titi, arroz, esa fue mi primera palabra. El plato principal de la cocina puertorriqueña. El carbohidrato que es el tercer producto agrícola más consumido en el mundo. El enemigo de innumerables dietas.  Mi relación con el lenguaje y la comida ha sido una simbiótica desde el inicio. Son dos de las cosas que más amo en el mundo y a las que quise lanzarme abrupta y torpemente (típico en mí) desde bebé. 

 

Mi primer novio nunca entendió mi fascinación. Para él comer no era más que una práctica necesaria para la supervivencia. Incluso llegué a escucharle decir que no podía esperar a que en el futuro sencillamente consumiéramos un par de capsulitas como los Jetsons y no hubiese que preparar comida, escoger, salir, etc. Claramente nuestra relación estaba prescrita desde el comienzo. Yo vengo de una casa donde comemos cuando estamos felices, comemos cuando estamos tristes, comemos cuando estamos estresados, comemos cuando queremos celebrar y también comemos cuando queremos olvidar. 

 

Mi madre dice que yo podía tener un dolor de menstruación terrible, el corazón roto en pedacitos, sin embargo, al preguntarme si quería una sopita o una cremita, mi respuesta siempre era un plato de comida de verdad, de obrero, porque mi apetito nunca ha sido negociable. Como con las mascotas, cuando no quiero comer, toca preocuparse. 

 

Nunca he comido por comer. Para mí la comida nunca ha sido un resuelve. Cada comida para mí es una increíble oportunidad de satisfacción no solo estomacal sino espiritual. Mientras desayuno fantaseo con el almuerzo, mientras almuerzo sueño con la cena. Mi primer pensamiento del día es: tengo hambre. Hasta la cosa más simplona que me vaya a merendar en mi propia casa, la adorno, la complico, la vuelvo más calórica, más caliente, más pensada, mas linda, más rica, más hedonista. Literalmente a veces se me eriza la piel y hasta se me aguan los ojos cuando logro encontrar la perfección en un bocado. 


Mi primer trabajo de verdad fue en un hotel de lujo. Mi madre traza los inicios de lo que ella llama mi “comemierdería” gastronómica a esa época. Mi relación con la comida digamos que se sofisticó. En términos prácticos, trabajaba en un restaurante fine dining. En múltiples ocasiones pude probar sin pagar platos que más de una década después nunca me he dado el lujo de ordenar. Entendí cómo se supone que se coman ciertas cosas, nunca volví a comerme un pedazo de carne “well done” y comencé a integrar el vino en mis cenas, que luego con un intercambio en Salamanca se convirtió en integrar vino no solo en mis comidas, sino en todos los momentos de la vida en general. Sin contar con que probé muchas sobras (por antihigiénico que suene ahora) de vinos carísimos y platos absurdamente gourmet. Tuve vida de estudiante con presupuesto de estudiante en Europa. Esto en dólares americanos significa comer atún de lata sin siquiera mayonesa frente a la torre Eiffel y vivir mayormente de döner kebabs turcos porque era la comida más barata que conseguía cerca de la universidad. Aún en esos días, prefería mil veces el pan pita hecho a diario, el cordero hecho por horas, que las papas congeladas y la carne comprimida de los fast foods americanos por allá. 

 

Con mi usual precocidad, aprendí a cocinar, a disfrutar la experimentación, la búsqueda, la compra, la confección y el sentimiento ese lindo que es alimentar a alguien amado, esa ofrenda de trabajo y amor que traduce a cualquier cultura. Vivía con un esposo soltero que hacía fiestas que empezaban en dos parejas y terminaban en dobles quincenas, así que a mis veintidós años sabía cocinar para treinta personas. Tristemente empecé a usar la cocina como un taller de remiendo y compensación a todo lo otro que carecía, todo aquello que faltaba. Así que por años puse en huelga el caldero y la cuchara y renuncié a todo lo que me parecía doméstico y conyugal. En retrospectiva, creo que cuando mejor he cenado en mi vida ha sido de divorciada, sin ningún tipo de connotación sexual. Siempre es más fácil pagar por una cena que por dos. Además, en los restaurantes más formales, tienen la percepción de que un “single diner” probablemente sea un “mystery shopper” así que te tratan mejor todavía. Piensan que estás evaluando, que estás documentando el trato y que inevitablemente llegará una evaluación detallada de tu experiencia. Por otro lado, ser una mujer que cena sola, suele tener también ciertos beneficios (valgan las verdes por las maduras), refill de copas de vino, postres que no se ordenan, y algunos “princesa”, “reina”, ofensivos en ocasiones y en algunas otras emocionalmente casi necesarios. 

 

Como la vida tiene un sentido del humor más negro que oscuro, me casé con un hombre que es profundamente feliz con las comidas más sencillas de la vida. Si cocino una carne molida un domingo tengo que decirle el viernes que ya, que pare de comer lo mismo, que probablemente no es ni salubre seguir comiéndose esa comida cinco días después. Mi no tan nuevo cónyuge se emociona mucho más si le hago una empanada de pollo, que si hago un guiso o un risotto complejo y trabajoso. Él es feliz comiendo en fondas, en chinchorros. Ojo, que un arroz y habichuelas con hígado encebollado del Obrero lo cambio por muchísimas exquisiteces. Sin embargo, hay restos de romántica empedernida en algunos resquicios de mis venas y de vez en cuando me gusta vestirme bonita e ir a una cita en un restaurante con mantel. Como angustiosamente muchas veces vivimos de wikén en wikén, no siempre hay espacio (ni presupuesto) para complacernos semanal o mensualmente a los dos. Así que yo almuerzo en sitos fancy sola o acompañada, siempre que puedo o siempre que mi mente necesita un escape de la realidad. Estoy abierta al juicio que conste. Estoy totalmente consciente del privilegio que tengo de poder darme el lujo de relacionarme con la comida así. También me han hecho las cuentas de lo que me ahorraría si trajera comida de mi casa y la calentara en el microondas auspiciado por la corporación. Pero esta es mi manera de rebelarme contra vivir solo en los fines de semana. Hago todo lo posible por diariamente hacer algo bonito por alguien más, pero también por hacer algo bonito por mí. No compro carteras de marca, ni maquillaje de diseñador, lo que gasto en exceso me lo como y me lo bebo. Que me quiten lo digerido. 

 

Entonces cuando me voy de viaje compro revistas, libros, bebo y como como una reina. Hago research por meses hasta encontrar al menos un lugar fancy al que quiero ir, y dos o tres que pueda convencer sin mucha puja a mi marido. En la luna de miel, íbamos a Barcelona, algunas islas griegas e Italia. Como todos los foodies con Netflix, me obsesioné con 

Chef Table hace tres años e inevitablemente quería cenar en Osteria Francescana. Me enamoré de Massimo Botura, lo acomodé en el altar de mi corazón. Puse una alarma tres meses antes de la fecha que estaría en Roma, me levanté y estuve aproximadamente cuatro horas intentando reservar por internet. Como de costumbre, todo falló. El internet, el website, me dormí sobre el teclado y logré meterme dos veces en una lista de espera. Intenté no hacer muchos planes en Roma por si me llamaban a última hora y estuve constantemente enviando tuits e emails al restaurante a ver si lo lograba. Sin hablar que tenía que tomar un tren de casi tres horas ida y vuelta de Roma a Modena ida y vuelta. No lo logré. 

 

En el viaje de este año fuimos al País Vasco y a Croacia. Por supuesto hice mi asignación. Decidí por Mugaritz. Un restaurante en Rentería, Guipúzcoa, abierto desde el 1998 con tres estrellas Michelin. Hice la reserva meses antes, arrastré a mis compañeros de viaje (marido incluido). Como mi suerte es así, me enfermé en esos días y el día de mi cita con la comida, amanecí con la nariz tapada y dolor de garganta. Quería llorar, pero me conseguí sobredosis de remedios caseros, vitamínicos y químicos y ya en la noche podía oler y saborear. Me llevé una botella de La Gran Rioja Alta del 1997 (que lloré cuando la probé, pero ese es otro cuento), nos vestimos lindos, todos listos para la cita. Llegamos a un restaurante lejano, en un paisaje hermoso, con un aire de lujo que siempre nos hace sentir a los que no venimos de familias ricas en una sensación entre incomodidad, susto y emoción. Los que no venimos de dinero, incongruentemente nos da trabajo cuestionar precios, indagar sobre cuánto nos va a costar la copa (con los dedos cruzados de que fuese parte del precio de tres cifras que nos preparamos a pagar). Fueron un montón de cursos. El staff era absurdamente grande. Sin embargo, se sentía frío. No había música. Nunca supe el nombre de mi(s) mesero(s). Eran tantos y tantos platos que no puedo recordar lo que comí. Al final (contrario a las expectativas de mi marido) estaba tan y tan llena que me estaba empujando las entradas. No se me aguaron los ojos en ninguno de veinticinco a treinta platos. Al inicio me hicieron escoger una tarjeta y pensé que algo iba a pasar. Me dieron el menú al irme (con varios tachones en lápiz) con la imagen que escogí al principio. Algunos platos parecían una cosa, pero eran otras, un cuerito de lechón que en realidad era un pimiento. Los mejores bocados fueron pescados, muchos de los cuales los he comido mejor en mi país por una octava parte del precio. Me fui con una sensación de mucho ruido y pocas nueces. Mi cita doble la pasó mejor que yo, mi marido dijo que fue mejor de lo que esperaba, lo que se traduce en que no salió con hambre. Al final todo se basa en expectativas. Esto era importante para mí. Era la culminación de una añoranza. No me dio tristeza, fue más bien sorpresa y honestamente celebro cuando tengo la capacidad de sorprenderme. No sé si volvería a un restaurante Michelin, quizás prefiero un restaurante “caro” donde puedo escoger yo los platos y conversar con el mesero al ritmo en el que yo quiera comer. Quizás tiene que ver con que en Puerto Rico se come mucho mejor de lo que me he tomado el tiempo de caer en cuenta. Mis mejores memorias incluyen palabras, amor, vino y comida, en cualquier orden. Comí en un restaurante Michelin y no me gustó. Es la primera vez que lo acepto abiertamente (probablemente porque ya saldé el cargo de la tarjeta), pero me reí muchísimo y estuve probablemente más de dos horas en un lugar bonito, con gente que amo y estirando mi vino favorito, al final de cuentas al recordarlo, confieso que sí se me aguan un chispito los ojos.