Nacimos para ser felices.

El otro día una amiga embarazada (tengo 5 amigas embarazadas al momento) me envió por accidente (todas dicen que tienen “pregnancy brain” y que es algo que las hace ser tan despistadas como yo llevo siendo 33 años pero científicamente justificado po…

El otro día una amiga embarazada (tengo 5 amigas embarazadas al momento) me envió por accidente (todas dicen que tienen “pregnancy brain” y que es algo que las hace ser tan despistadas como yo llevo siendo 33 años pero científicamente justificado por hormonas del embarazo) un artículo, destinado al padre del bebé, que hablaba de cómo las familias debían tener una especie de lema, lo que le llaman un “motto” que se convertiría como en la porra del núcleo familiar cuando tuviesen algo que celebrar o cuando de lo contrario necesitasen un ánimo o un empujón emocional como tribu. Automáticamente, antes de que le diera tiempo a decirme que el enlace no era para mí, le dije: el de mi familia es “nacimos para ser felices” y estoy traumatizada de por vida gracias a eso. Ella consideró el lema hermoso y le pareció comiquísimo que yo pudiese encontrarle fallas a una consigna tan perfectamente redonda. 

 

Realmente es bien sencillo de explicar. Crecí con la expectativa de la felicidad como un dado. Nunca vi la felicidad como algo intermitente o algo que se luchaba para conseguir. Encima de eso la felicidad en mi casa no era una idea utópica o un destino al que algún día llegaríamos. Éramos felices. Así y punto. Recuerdo las veces que me cambié de escuela, cuando al principio (los primeros días, semanas y en algunos casos años) sentía que no pertenecía, que no tenía amigos, que prefería quedarme en un pasillo porque no tenía con quién sentarme a almorzar… nunca me provocó tristeza. Literalmente pensaba que esto era una hora de almuerzo y que luego yo iba a casa de mi abuela y luego a mi casa y luego el fin de semana, así que matemáticamente en mi mente, las horas útiles las pasaba siendo feliz. Las veces que alguien no quiso jugar conmigo o me dijo algún insulto bobo o alguna burla cruel, en mi mentecita de ocho, diez, doce, quince años le tenía pena, porque de seguro en su casa no lo querían tanto como a mí. A mí la condescendencia me llegó antes de la pubertad. Mis papás me enviaban globos, flores y regalos a la escuela: en mis cumpleaños, en San Valentín, en el día de la mujer, en el día del estudiante. Mi mamá me escribía notitas en la lonchera, un ponquecito, unas uvas, un paquetito de Nutella y una notita que decía mamá te ama, absolutamente todas las veces. 


Quizás por eso le hice la vida imposible a mi pobre primer novio, queriendo celebrar “mesiversarios”, exigiendo flores y detalles, que el niño ni entendía ni mucho menos tenía la capacidad de dar. Crecí con grandes gestos de amor y pequeños detalles cotidianos que me parecían estándares necesarios para cualquier tipo de relación. Ayer fue el aniversario de mis papás. En estos días hago yoga de seis a siete de la mañana, de ahí estaba yendo al parque lineal de Bayamón a correr, pero con el calor de este verano post mariano siento que me derrito en la pista, así que corro en la trotadora de mi madre, me baño y me como la carretera para llegar a mi trabajo a las nueve. Cuando fui a calentar la leche en el microondas (cabe destacar que mis padres no beben café pero me tienen una greca para yo colar el mío) se me cayó encima un sobre. “Para: Mary, feliz aniversario #37.” Y me eché a llorar. Estos tipos llevan 37 años casados, casi 4 años más que lo que llevo de vida, llevan 45 desde que se hicieron novios, y antes de eso fueron amigos 2 años. Y aún así mi papá fue a una farmacia a comprar una postal, esperó a que mi madre se durmiera y pilló la tarjeta en la puerta del microondas, para que se le cayera encima una nota de amor al despertarse, porque sabe que ella se hace un chocolate caliente todas las mañanas. 

 

Entonces es fácil entender el daño. Lo jodida que se sintió la adultez y la sensación de engaño y decepción cuando la felicidad y el amor sencillamente no fluían como yo fervientemente crecí creyendo, no ciegamente, sino con evidencia palpable y documentable. Mi madre se casó con el único novio que tuvo en su vida y aunque ni por un segundo hubiese querido que esa fuese mi suerte, ahora que lo miro por el retrovisor, qué bonito y posible me sonaba mientras crecía. Qué duro me azotó ese primer rompimiento, porque no tenía que ver con el chico, ni conmigo, tenía que ver con mi expectativa, con mi cuento de hadas que era el amor de mis papás. Mi primer noviazgo duró años y cuando terminó se me rompió la fórmula. Así que ni hablemos de la fractura que fue un divorcio en mi sistema de fe. 

 

Mis padres no tienen una relación perfecta, no puedo contar las veces que he escuchado la misma pelea porque papi le echa especias a lo que mami está cocinando, o ciertas puyas que se repiten poética y cíclicamente. No siempre han tomado las mejores decisiones. Han sufrido grandes pérdidas, se han fallado y probablemente se han dicho cosas hirientes (aunque nunca delante de nosotros, pero lo supongo). Estoy segura de que se arrepentirán de algunas cosas y que hubiesen deseado hacer o deshacer otras. Sin embargo, siempre están juntos. Pero lo bonito no es esa inseparabilidad, lo lindo son las ganas, la voluntad, el continuo escogerse, el constante preferirse como la mejor compañía posible. Los he visto, observado y estudiado por suficiente tiempo como para notar los cambios. Cómo la relación envejece con ellos pero a su manera. El último mal rato que pasamos como familia, escuché a mi mamá decirme entre lágrimas, una más de estas y me lo va a matar, Edmaris, un mal rato de estos me va matar a tu papá. Y sentí el corazón acuchillado, la rabia de querer cortar de raíz cualquier cosa que amenazara esa felicidad prometida, ese amor que solo está completo si estamos todos y entendí que así es como en el tiempo el amor se sublima. De nuevo son solo ellos. Después de todos estos años, eso es lo que tienen, se tienen. 

 

El “nacimos para ser felices” me descojonó, por supuesto. Cada momento de infelicidad me lo cogí bien personal. Cada día que me bebí las lágrimas, lo anoté como una deuda, lo asumí como pagaré, otra promesa de pago que la vida me tenía pendiente, porque no solo nací para ser feliz, hice todo lo posible para seguir las reglas, para andar por la orilla, para no llevarme gente enredada en el proceso. Pero en derecho aprendí lo que es una manifestación unilateral de voluntad y la realidad es que la vida no me prometió ni me ofreció y por lo tanto no me debe ni me debió nunca nada. Así que asumí la contienda como propia. Y aunque mis creencias y yo nos hemos pasado la última década entre bailar afincadas y pelearnos como perros y gatos, nada me borra que nací para ser feliz, y por eso no duro triste mucho, por eso no me aguanto obligaciones ni soledades, por eso he logrado salir a tiempo, de noviazgos, de trabajos, de matrimonios, de amistades. Porque bastante se fajaron esos dos seres, para que yo entendiera el amor como notitas en la lonchera, como galletitas favoritas, como agarradas de nalga en público, como ese cúmulo de felicidades chiquitas que se acumulan para cuando la vida no se siente generosa. 

 

En esta vida que me he construido, mi lema personal es: “lo que pudo ser no existe”, lo tengo tatuado en el brazo izquierdo (el mismo que un vidente vaticinó que perdería en el futuro), así que no quiero ni imaginarme quién sería si mi familia no hubiese escogido una premisa tan optimista. Al sol de hoy, olvido absolutamente todos mis no tan nuevos aniversarios, pero no hay una mañana que no le escriba a mi marido (en un post it, en una servilleta, en un pedazo de bolsa, en un sobre de una factura, en cualquier superficie que se permita mutilar con tinta) un mensaje para que sepa que sigue haciéndome feliz, que ojalá el universo nos dé niños a quienes traumatizar con nuestros excesos, para tatuarles en el subconsciente expectativas descabelladas de felicidades en dosis cotidianas y dejarlos que crezcan creyendo en ilusiones gigantes, algunas puras verdades, otras mentiras, pero de las requete lindas. 

 

 

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