Donar sangre: miedo a las agujas y pavor a las preguntas

 

 

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Estudié en escuela católica desde segundo grado y desde entonces o mucho antes, he tenido dificultad para entender cuando sencillamente es preferible cerrar la boca o simplemente escoger mis batallas. En cuarto año, mi maestra de ética cristiana (hoy día mi suegra, pero eso es otro cuento) nos dio la asignación de escoger un sacrificio de cuaresma. Yo y mi gran boca decidimos hacer el argumento en medio de la clase, de que esos sacrificios no tenían sentido. Que yo prefería comer pescado o camarones a comer bistec de todos modos. Que por qué o para qué yo me voy a privar de comerme un chocolate que amo, cuando esa renuncia auto impuesta no beneficiaba absolutamente a nadie. Mima, con la parsimonia que le caracteriza decidió darme una asignación especial. Encontrar algún tipo de sacrificio que me diera trabajo a mí, que me costara, pero que ayudara a alguien más. Con lo fácil que hubiese sido no comer carnes rojas los viernes. Saliendo de ahí, vi un papel pegado a una pared que decía en letras rojas SANGRÍA. Era un colegio católico así que obviamente no era una invitación a tomar bebidas frutosas y alcohólicas. Me quedé mirándolo y pensando en lo morboso y grotesco de la selección de tipografía y color de las letras. Probablemente era mi cerebro con su increíble talento para auto engañarse e ignorar las obviedades. 

De niña, le tenía pavor a las agujas. Tengo las venas claritas y escuálidas. En más de una ocasión veía la aguja entrar a la vena, seguida por la ausencia total de sangre llenando el tubo. Luego usualmente la enfermera me informaba como si yo no lo supiera, que tenía las venas “difíciles”. Ya me sabía el protocolo, procedían a hacerme el torniquete en la derecha, para ver si tengo un brazo más cooperador que el otro. Abre y cierra la mano, relájate. Porque no hay nada en el mundo que le baje más la ansiedad a un ser humano que tener una jeringuilla intentando infructuosamente extraerle sangre sin lograrlo. Entonces sacaban la aguja “mariposa”, pero el problema no era el instrumento era la estructura de mi sistema vascular. Lo caprichoso del universo es que sin embargo me pasé la adolescencia acomplejada porque las venas de mis piernas básicamente las tenía totalmente expuestas, una de las razones por las que me pasaba en el techo de la casa, bronceándome con Coca-Cola para disimularlas. Quizás tenía que ver con el laboratorio, quizás hasta mi sangre sufre de miedo escénico en ambientes particulares. Primero no me encontraban la vena, después cuando al fin la encontraban no salía sangre y en una ocasión hasta la chica del laboratorio me pidió que agarrara yo la jeringa en lo que ella buscaba a su supervisora porque no entendía por qué no estaba saliendo sangre si estaba 100% segura de que me había pinchado. De más está decir que por poco tuve un ataque de pánico. Para mi sorpresa, no la despidieron al instante ni la regañaron, ay nena, claro que no vas a botar sangre, si estás tensísima…

 Pero como decía mi abuela, yo no me achanto. Así que abrí la boqueta y anuncié al salón entero que iba a hacer un sacrificio que me daba mucho trabajo pero que podía salvar hasta a 3 personas con tan solo una pinta de sangre, porque cuando intento convencerme a mí misma busco estadísticas numéricas para creérmelo. Cuando llegó el día, me llevé a un amigo a la biblioteca que extrañamente fue el lugar que decidieron convertir en banco de sangre, me perdonan, pero para mí eso es literatura pura y dura. Quise tener menos de 17, quise pesar menos de 110 libras, quise tener la hemoglobina bajita, o la presión en la proporción incorrecta, pero contrario a todas mis oraciones e intenciones estaba perfecta para donar. 

Raúl me agarró la mano todo el rato y me cantó La Bikina para distraerme, una y otra vez, por aproximadamente once minutos. Cuento largo corto, desde entonces soy donante de sangre. Llevo 16 años yendo voluntariamente a ofrecer mis brazos. Todavía cuando me entran la aguja, mi subconsciente me canta: la bikina, tiene miedo y dolor, la bikina, no conoce el amor. 

No voy a mentir, no lo hago como un sacrificio de cuaresma ni como un acto de pura bondad. Con los años mi relación con la religión se ha seguido complicando. Quizás en el fondo es una forma de sentir que limpio un chin mi karma y a veces cuando quiero agradecer a Dios, al cielo, a la vida o al universo, en vez de rezar y dar gracias, me meto a un banco de sangre y dono. 

Sin embargo, no he podido donar sangre religiosamente cada 56 días. He aprendido a tomar muchísima agua antes de donar para llenar la pinta más rápido. He asumido como tradición donar sangre justo antes de tatuarme, porque odio las agujas, pero amo las marcas que yo puedo escoger y calendarizar. Pero donar sangre tiene sus reglas, tiene sus impedimentos y tiene sus prejuicios. 

Aparte de un mínimo de edad, de peso, una temperatura, presión y hemoglobina consideradas normales, se te hace una batería de preguntas, un tipo de escrutinio antes de considerar tu sangre como digna de ser donada. Así que suelo ponerme mucho más nerviosa ya a estas alturas, por el encierre en un cubículo, que me recuerda demasiado a un confesionario, donde una persona (hasta ahora siempre han sido mujeres) te hace unas preguntas, demasiadas para mi gusto, sobre tu estilo de vida, tu salud, los medicamentes que ingieres, tus viajes y tu vida sexual en general. Las directas son bastante fáciles. ¿Has utilizado drogas a través de agujas? No. ¿Has tenido sexo a cambio de drogas? No. Pero entonces vienen las que conllevan otras personas, al principio son sencillas y luego se convierten en unos trabalenguas, dignos de la canción de la chivita. Se supone que sean preguntas de sí o no, pero me vuelvo casi incapaz de contestarlas con monosílabos. ¿Has tenido sexo con una persona que ha consumido drogas utilizando agujas previamente usadas? Espero que no. ¿Has tenido sexo con un varón que ha tenido sexo con otro varón? Tengo mis sospechas, pero no tengo evidencia. ¿Has tenido sexo con alguien que ha tenido sexo a cambio de drogas? Claramente es una pregunta que siempre hago en la primera cita. La señora me mira confundida, y mi sarcasmo le pasa por encima de la dona que tiene en la cabeza. Entiendo que no, no puedo poner mi cabeza en un picador. 

Luego vienen las preguntas de los viajes. Me han rechazado la sangre por haber estado en República Dominicana. Luego de mi luna de miel, se me ocurrió mencionar que estuve en Grecia, perdimos casi 47 minutos, yo intentando recordar los nombres de las islas que visité en un crucero y ella buscando en un libro que parecía una enciclopedia para requete verificar en cuál de las islitas se habían registrado epidemias en los últimos años. En otras ocasiones mis tatuajes han sido muy recientes. Ya he llegado a un punto donde contesto que no a todo. Soy mala mintiendo, pero la burocracia y lo retrógrado de la gran mayoría de las bases para estos cuestionarios me revuelcan la bilis. 

Una vez, intentando ser una adulta responsable, le solicité a un médico una orden para hacerme el examen de VIH y el resto de las enfermedades de transmisión sexual. Me dijo, ¿pero tú no eres donante de sangre? Le dije que sí y me dijo que básicamente cada vez que dono sangre me estoy haciendo todas las pruebas habidas y por haber y que si tuviese alguna enfermedad transmisible me tendrían que llamar a dejarme saber para que yo no siguiese propagándola. Entonces me entró la rabia. 

Hay un problema de escasez de donantes de sangre. Sin embargo, nos damos el lujo de rechazar la sangre de varones que hayan tenido contacto sexual con otro varón, (ahora en los últimos 12 meses, antes indefinidamente), porque claro, solo los homosexuales padecen y contagian enfermedades de transmisión sexual (espero que el sarcasmo no se les vaya por encima de la dona). Hace algunos meses tenía mis redes repletas de solicitudes de donantes de sangre para una persona que tuvo un accidente. Era un chico homosexual. Al otro día tenía más de 9 estatus de personas homosexuales diciendo que habían ido con toda la intención de donar y cuando respondieron el cuestionario, al haber estado activos sexualmente en los últimos doce meses, su sangre era descartada según las regulaciones de la FDA. Básicamente le pusieron una muralla a su comunidad. El discrimen es tan poderoso, que hay que pasar por su costoso peaje para salvar una vida. Yo pediría que las personas que discriminan tuviesen en su identificación personal un sello que dijera que sí aceptan sangre para salvarse, pero no de ciertos tipos de personas. Entonces sin tener que limpiar mi karma, ni dar gracias al universo, volvería a ir a los bancos de sangre, religiosamente, cada 56 días, diciendo que no he viajado, que no me he tatuado, que les he hecho exhaustivos background checks a mis amantes, mirando la aguja directamente por 9 minutos (ahora tomo mucha agua y me relajo así que tardo menos), contemplando el color de mi sangre (que siempre me impresiona lo brillante y profundo que es) y firmaría todas las veces, los relevos que sean necesarios para que mi sangre sea utilizada única y exclusivamente para los descartados, para los que no tienen la sangre suficientemente digna para salvar. La bikina sigue teniendo pena y dolor, pero la bikina ya conoce el amor. 

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