Han pasado 3 semanas desde que nos acuartelamos en un pasillo mi no tan nuevo cónyuge, mis dos perros y yo. Apenas un mes del rugido aquel que se metía con violencia por puertas y ventanas. Un rugido largo y persistente que nos atormentó por horas y horas.
El Día Que Me Venció El Olvido
O Mejor Oferta
A cuenta gotas
Una vez tuve un profesor de escrituras sagradas del medio oriente, recuerdo mi decepción cuando vi que era un cura jesuita, más que nada porque presumí su falta total de objetividad en el tema, sin embargo, aquel sacerdote me dijo unas palabras que son el mantra de todas mis creencias: “si me quitan mis dudas, me quitan mi fe”. En el momento en el que dejas de preguntarte, dejas de estar en el presente, dejas de existir.
Viernes 13
De órganos y adicciones fuera de lugar
De asomarme a la puerta, el olor me cosquilleaba la nariz y la columna. Me dio pudor imaginarme a la gente leyendo mis intenciones, la gente sabiendo que no debía hacerme un daño como ese, que la recaída sería peor que todas las anteriores juntas. Me temblaban las manos y quizás hasta las rodillas. Entonces la sonrisa esa idiota, el sobeteo de la taza con los ojos, el amor ese raro que siempre nos tuvimos, o mejor dicho que yo le tengo, la reciprocidad es siempre confusa en estos casos. Tan pronto me acerqué fue como si el tiempo no hubiese pasado, como si esta fuera la segunda taza del día, como si olvidara instantáneamente que tengo literalmente un pedazo de órgano fuera de sitio por ese amor. Se me aguaron los ojos del placer. Me lo bebí lento pero sin pausa, hubiese querido tomarle fotos, pero en las fotos no se fijan los olores, no se plasman las sutilezas, no se escuchan las voces. Fui feliz. Tan feliz como solo un cuerpo en necesidad y luego satisfecho puede sentirse. Entonces me entró el júbilo, la falsa sensación de complacencia, de que esa felicidad puede estirarse, puede existir en un espacio distinto y en cantidades diarias. Me convencí de que necesitaba más sorbos y de que mi cuerpo podía resistirlos. Sentí ganas de cantar, de cambiar mi vida, de salvar el mundo, de salvarme a mí. Fui dolorosamente feliz por una hora y media. Y entonces el bajón, el cuerpo quejándose, la realidad golpeándome el esófago, el cerebro en negación, las endorfinas en retirada, la vida diciéndome que no se puede ser feliz viviendo en una taza de café, ni tan siquiera una sola vez al mes.
Sin turulete
Mudanza
Anoche dormí por primera vez en mi nueva casa. Mi octava casa en poco menos de 10 años. Para ponerlo en perspectiva, mis perros cumplirán 5 años en marzo y han vivido: en una casa en el medio de la nada en Carraízo, en un baño de la casa donde me críe, en el área del pasillo y la cocina de un piso en Villa Panty, en la mitad de un apartamento (casi estudio) en la Placita de Santurce, el cual cerqué absurdamente en el mismo medio como si fuese un gallinero, y en un balcón bastante grande en Miramar.
Izquierdosa
Mi primer amor era el hijo de un amiga de mami, grande, fuerte, tosco. El nene me zarandeaba cada vez que me veía y a mí, a mí, pues, me encantaba. Luego en Kinder me enamoré de uno con novia, una novia colorá con pelo riso y ojos verdes que me hizo preguntarle a mi madre si la gente con ojos claros veía de otro color.
#fail
Llevaba exactamente 2 meses y 4 días esperando que pasara. Abrir mi Facebook y ver un despliegue de “Lcda.”, “Lcdo.”, “PASS” en los estatus de mis amigos, conocidos, añadidos, etc. También sabía lo que iba a poner yo de estatus: “PASS #puñeta”. El día antes habían comenzado los rumores de que los resultados ya estaban. Esa mañana sin embargo, no había pasado nada, bajé la guardia y le canté nanas a mi ansiedad convenciéndola de que la Junta Examinadora de Aspirantes al Ejercicio de la Abogacía y la Notaría (sí, la letanía era obligatoria) sería gubernamental, formal y enviaría el mensaje en horas cristianas y laborables.
de polvos y peces
El silencio de los elefantes
Uno, dos, tres, cinco, seis, siete…
Mis papás tenían un video de mí bailando que se lo ponían a las visitas como un conversation piece. Yo tendría como 3 años y me decían: “baila, baila, baila” y me enseñaban una paleta. El video consistía básicamente en eso, me enseñaban la paleta y yo bailaba, me cansaba y me volvían a enseñar la paleta y yo volvía a bailar hasta que me cansaba, y esto se repetía por un promedio de cuatro minutos y medio. Ajá, maltrato infantil musical. Poco después, me metieron en una escuela laica, bilingüe y laica. Los martes me daban ballet y a los nenes karate. Yo quería coger karate y odiaba con pasión rosada el ballet. Mis padres temían por la vida de mi hermanito si combinaban mi fuerza con técnicas de cómo administrarla contra el pobre. Nunca he tenido coordinación motora y entré a Kinder a mis escasos 4 años y medio, porque lo decidí, ajá, decidí que no quería ir a Pre-Kinder, prefería quedarme con mi abuela. Así que martes tras martes, me enfermaba. Me daba un dolor de barriga terrible, a veces por la mañana, a veces al medio día, a veces justo a la hora de la clase, era una reacción alérgica al tutú. Así que si algo aprendí del ballet, fue a mentir.
Mi próximo intento fue mucho más sensato: belly dancing. Ya a los 12 años se notaba que este cuerpo no estaba hecho para leotardos, pantimedias y falditas con cancán. Me enseñaron a dividir el cuerpo, a que las caderas tenían vida propia, a que el torso y el resto del cuerpo estaban conectados pero de mentirita. Aprendí el concepto de conexiones decididas y circunstanciales. No había razón para moverse de la cintura para arriba como consecuencia de nada, el cuerpo cortado en dos, a propósito y con intención. La seducción era casi un efecto colateral, implícito, pero colateral. Demás está decir que la ropa me fascinaba, (la falta de ropa diría mi papá) y la poca ropa que se usa, toda suena, toda se mueve, toda brilla, un baile lleno de efectos visuales e ilusiones ópticas, perfecto para mi escasa estatura e inexistente coordinación. Entre mi cadera voluntariosa que se sale de sitio cuando quiere sin consultarme y el ambiente de víboras que inevitablemente se cuaja cuando se juntan demasiadas mujeres en un mismo sitio por demasiado tiempo, dejé la danza del vientre, hasta nuevo aviso. Todavía al sol de hoy escuchar unos címbalos cambia mi ritmo cardiaco y altera mis velocidades sanguíneas.
El año pasado, en la fiesta de navidad de mi trabajo me sacaron a bailar salsa como en los tiempos de los disco parties. Siempre me había creído que sabía bailar salsa. Mis papás bailaban salsa todo el rato y hasta recuerdo que nos quedábamos en villas por la isla y de momento mi mamá nos decía: “deshagan las maletas que nos ganamos un par de noches en un concurso de salsa al lado de la piscina”. Otras veces nos quedábamos con mi abuela en lo que mis papás salían a bailar y a veces regresaban con un microondas o una impresora que se habían ganado bailando. Pero esa noche había visto al chico en cuestión bailar salsa y él parecía que lo había aprendido antes de gatear. En realidad, eso no significa gran cosa porque yo caminé sin gatear, (cosa a la que le achaco mi falta de sentido de dirección y ubicación espacial) y me caigo al menos dos veces al mes. Abrí los ojos petrificada ante lo que yo creía que era una oferta o una invitación y capté estando en el medio de la pista que era una declaración y no me estaban pidiendo permiso. Le dije: “Pérate un momento” y recordé como recuerdo cada vez que escucho esta frase, a mi hermanito chiquito cuando le iban a sacar un diente que tenía violeta porque se había caído y se había jodido el nervio y con todo y el nitroso cada vez que la dentista se acercaba le decía: “un momento, un momento”, era cobarde hasta los dientes, literalmente. Bajo los efectos del gas mi hermano piropeaba a la dentista, le decía que era bien bonita, hasta que se le acercaba con la mascarilla y sus instrumentos metálicos y mi hermanito la detenía con el infalible: “un momento, pérate un momento”. Pero mi “pérate un momento” aunque era un acto de cobardía también era un acto de reconocimiento, “yo no sé bailar salsa” y por primera vez en mi vida, sentía que no mentía al decirlo. Él me dijo: “¿y?”. Me agarró delicadamente, ya presto a bailar y le dije “pérate un momento, es en serio, es que tengo un problema con dejarme llevar”. Él se rió y me dijo “vamo’a ver si es verdá”.
Él no sabía (y en el fondo yo tampoco), que ese “tengo un problema con dejarme llevar” era tanto una confesión súper íntima, una revelación vital y no meramente una advertencia musical. Fueron unos minutos largos y borrosos, no porque estuviese alcoholizada (era temprano en la noche) si no porque nunca había bailado salsa así en mi vida, tenía terror a estar haciendo el ridículo y sentía absolutamente todos los ojos del sitio sobre mí (luego entendí que eran sobre él en realidad). Luego de recuperarme de que terminaran la canción lanzándome hacia atrás y sintiendo mi cabeza al ras del suelo, me dijo “nada mal, nada mal, en febrero te voy a trepar en la tarima y todo”. Ajá, estaba bailando con mi hoy maestro de salsa y entendí que su “¿y?” se traducía en: “de eso yo me encargo” y ese “vamo’a ver si es verdá” significaba: “es que no te han sabido llevar”.
Mis amigas me dijeron que estuvo espectacular, que si estaba perdida no se notaba, que me estuve riendo todo el tiempo y que parecía que llevaba bailando toda la vida. Para mí fue como la caída de una montaña rusa, la parte esa rica que uno no tiene muy claro lo que pasa por su mente y después queda sólo el alivio ese de sentirse liviano por un tiempo que no puede medirse en términos habituales. Llevo 7 meses bailando y estoy en pleno enchule. La salsa es mi nuevo jevo no tan nuevo. Es uno de esos romances que uno conoce a alguien y dice, coño es que yo tengo que conocer a esta persona de otra vida. Se siente tan familiar que me da trabajo recordar cómo era mi vida antes de la salsa. Sé que suena sectario y que huele a fanatismo y que encima yo tengo fuertes tendencias a la adicción, pero esto es diferente. No es un taller de rediseño personal, con todo el respeto de mis amigos y conocidos que estas cosas les han cambiado para bien sus existencias, como diría mi mamá literaria sobre los libros de auto ayuda, si te va a ayudar a no pegarte un tiro y más importante aún a no pegarle un tiro a alguien más, bienvenidos sean.
En mi caso tiene que ver con que siento que me revelaron la clave para entender a muchos hombres de mi vida. Mi abuelo en vez de contarme cuentos de niños me cantaba: “Si yo llego a saber que Perico era sordo, yo paro el tren” y “Si yo corriera, estaría en el hipódromo, caballo soy soy” y la más life changing de todas por razones cruelmente obvias: “y saben la respuesta que le dijo el matón, yo lo maté por ser tan bembón, el guardia escondió la bemba y le dijo, eso no es razón”. Papi me cantaba: “Mi chinita linda tiene chiquititos los ojitos”, y el culpable de mi fetiche con los peloteros me cantaba: “Botaron la pelota tu papá y tu mamá, por lo linda que te han hecho para mí”, mis almas gemelas y yo pensamos que “Brujería” es la mejor canción de salsa jamás escrita y bien tocada. Así que nunca lo había pensado antes pero el soundtrack de mi vida podría cómodamente ser un LP de salsa. Esas mismas canciones le canto yo a mi sobrina intercaladas con Duerme Duerme Negrita (y la pobre es más blanca que el blanco mismo), Caravelas y Diablitos de los Fabulosos, Ella Usó mi Cabeza como un Revólver de Cerati, Estrella Fugaz de Estopa, 19 Días y 500 Noches de Sabina entre otras nanas anacrónicas que mi hermano encuentra totalmente inapropiadas para una bebé de 5 meses.
Se me hace difícil identificar cuál ha sido la magia de la salsa. Por un lado Cambio en Clave me ha llenado la vida de gente bonita que me ha llenado la existencia. Tengo gente que me manda mensajes de texto con un calendario de las actividades salseras semana tras semana. Recibo mensajes de texto con avisos de tormenta y huracán y consejos sobre cómo tomar las debidas precauciones. He encontrado refugio post huracán y a falta de energía eléctrica he recibido hospedaje con películas, vino y tostadas francesas incluidas en el paquete. Comparten conmigo una cantidad absurdamente hermosa de canciones y películas. Tengo amigos de diferentes pueblos y de literalmente todas las edades. Mi vida social se ha transformado radicalmente y el 89% de ella consiste en salsa. Cuando me preguntan, ¿qué es de tu vida? Respondo: universidad, trabajo, novela y salsa, salsa, novela, trabajo y universidad.
No tengo pareja hace casi 2 años, hace tiempo no estaba tan pelá, y hace tiempo no estaba tan feliz. Pablo Milanés escribió: “mi soledad se siente acompañada” y yo honestamente (tocando madera, dedos cruzados y velas prendidas) ya nunca me siento sola. Quizás tenga que ver con que nunca me ha gustado lo fácil, soy una tecata de la adrenalina como dice un niño que adoro, y necesito sentir que encuentro mis propias respuestas y por eso no me funcionan los libros de auto ayuda ni los terapistas.
Cada vez que alguien me saca a bailar, tengo un golpe de adrenalina, el cuestionamiento ese de si sabrá bailar o no, si me sabrá llevar, si me virará como una media, si haré el ridículo, si los próximos 4-10 minutos serán alucinantes o pesadillezcos. Y me encanta no saber, los hombres son una caja de chocolates como dice Forrest Gump, en todo (pero ya eso es otra novela). Nunca se sabe, y es hermoso cuando la persona que menos te esperas te sabe llevar. Pone las manos donde van, baila en tiempo, te da una vuelta nueva que no sabías o te lleva magistralmente a dar una vuelta que te encanta y que sabes que te sale a la perfección. La magia que se produce cuando por ese fragmentito de hora, sólo existen dos personas que quizás sólo los une esa canción, esa pasión por la música, esa alegría liberadora de bailar, solamente bailar. Y me han dicho muchas veces diferentes parejos que lo que les gusta de bailar conmigo es que no dejo de sonreír. Y sonrío porque no puedo evitarlo, no es la sonrisa esa de cuando era reina del carnaval que no tenía de otra, como si tuviese vaselina en los dientes como las Misses. Sonrío casi sin darme cuenta, como me pasa en otras ocasiones no muy convenientes pero siempre significa la mismísima cosa: qué bien me la estoy pasando y en ese preciso momento, qué bonita es la vida coño.
Encima hay una dinámica de respeto, zona libre de rapeo mongo, no hay que pasarse la noche poniendo líneas, espantando moscas, defendiéndose y sintiéndose carne de mercado, que para una mujer divorciada eso es literalmente un regalo de los ángeles, arcángeles, de Dios mismo, de los santos y los orishas. A veces pienso que Rafa me arruinó, que antes cuando alguien no sabía bailar yo me empotraba y me llevaba yo misma y en mi mente se salvaba la canción. Ahora estoy disciplinada y me dejo llevar (dentro de mis capacidades dirán algunos de mis amigos salseros), intento seguir al parejo, esperar indicaciones, dejar que el desconocido me guíe, decir “sorry” cuando mi cuerpo da la vuelta para el lado que le da la gana. He aprendido a confiar un poco en el proceso, a disfrutar el paseo sin mirar la meta, a entender que hay hombres que saben dedicarse a que te veas bien, a cuidarte de que no te golpees con tus alrededores mientras giras, hombres que te dejan ser y manifestarte, hombres que te anuncian su próximo paso, que te advierten claramente lo que quieren y en guerra avisada no muere gente, hay algunos otros que no lo saben y no es su culpa, es cuestión de disfrutar esos 4-10 minutos y dejarlos ir. Hay veces que la dinámica es perfecta, casi imposible y uno les pregunta, dónde cogiste clases, ajá, como la gente de los talleres que tienen saludos específicos, a esos parejos ideales uno los busca, intenta bailarlos de nuevo, romper las reglas esas hipócritas y sacarlos uno a bailar, si total voy a dejar que me lleven, son 7 meses, no le pueden pedir peras al olmo, denme una oportunidad.
He logrado traducirme a través de la salsa. Resolverme un poco (nunca del todo porque sino después de qué uno escribe). Pierdo libras sin pisar el gimnasio. Libero energías que a veces por semanas han estado anudándome la columna. Las cosas que me faltan desaparecen entre vuelta y vuelta. Las cosas que me sobran se pisotean en la pista. He aprendido que a veces sencillamente la cosa no fluye, el parejo y uno no se entienden, pareciera que en su mente se escucharan una música diferente a la de uno y tampoco hay que someterse, es cuestión de sonreír, de halarlo un poco hacia uno, romper un chin chin más las reglas, traicionar un poco lo aprendido, traerlo al ritmo y decirle en el oído: uno, coño, uno.
De nanas y espejitos
He tardado 3 meses en escribirte. Verás, soy lenta para ciertas cosas, probablemente para estas alturas ya lo sabrás. No sé a qué edad los niños aprenden a leer y aún cuando aprendas no estoy segura de que te lo permitan (sería lo más prudente de todos modos). Tu papá todavía no se atreve a leerme o mejor dicho ha decidido no hacerlo punto. Pues, como te iba diciendo, tu tía es un poco cobarde. No soy tímida, ni precavida, ni calculadora, ni pudorosa, pero sí cobarde. Soy lenta, lentísima procesando las cosas. Soy rápida en todo lo demás. Así que tardo meses en darme cuenta de que tengo que moverme de donde estoy, ya sea trabajo, casa, novio, país. Y hace mucho tiempo que no escribo cartas de amor. Así que me ha tomado más de 90 días intentar comunicarme contigo de la mejor manera o mejor dicho de la única forma que sé.
Tengo miedo. Tengo tanto miedo a quererte. Porque me dueles desde que empezaste a formarte. Porque tu tía no sabe concebir el amor sin dolor. Y cuando supe que vendrías, lloré, lloré sin saber por qué y me alcoholicé lo más que pude para procesarlo o no tener que hacerlo. De alguna extraña manera sentía que eras mi responsabilidad y que no estaba (ni estoy) lista. Desde que tu mamá tenía las semanas suficientes para que llegaras inminentemente, dejé de apagar el celular en las noches, porque no quería perderme por nada del mundo tu llegada. Y cuando me llamaron a decirme que estabas por asomarte, seguí bailando salsa con titi Aybila, palo en mano (tocaba Orquesta Macabeo que ya los conocerás) y le dije a todo el mundo conocido o no conocido que venías, “voy a ser titi gente, voy a ser titi”, se lo dije al bartender, se lo dije a los jevos desconocidos, se lo dije a los amigos, se lo dije al guardia del parking y como seguías tardando cambiamos de barra para seguir celebrando que en cualquier momento llegarías. Pero tardaste. Tu abuela dice que saliste puestúa a mí, si es así, llegarás tarde toda la vida y según dicen algunos de mis amigos, todo por hacer “grand entrances” y poder hacer los cuentos con la mayor audiencia posible. Y me fui a mi casa a coger una siesta y me llamó tu abuela a decirme Valeria viene por ahí. Y estuve como 12 minutos chocando con las paredes, llevándome los marcos de las puertas con los dedos de los pies. Buscando qué ponerme, lavándome la cara y los dientes 18 veces para disimular la amanecida, para esconder la resaca. Y cuando me monté al carro me di cuenta de que no tenía la más puta idea (sí, tu tía también habla como troquera) de cómo llegar al dichoso hospital. Y me entró la lloradera. Verás, lloro poco, pero cuando lloro es como si llorara por todas las cosas que nunca lloré. Y guié atacada en llanto, sin casi poder respirar, cambiando el radio automáticamente sin pensar en nada, porque te juro que lo único que pasaba por mi cabeza era Valeria va a llegar, Valeria va a llegar y lloraba y lloraba sin control.
Turulete
"¿Qué tiene que ver el culo con la primavera?" -Mi Abuela
De Resuelves, Resoluciones y “Resolvidas”
Viví con mis papás hasta los 19 años. Hasta ese entonces mis problemas de convivencia se reducían a horas de llegada, el relativo estado de embriaguez de mis aterrizajes, el reguero de mi cuarto, trifulcas fraternales y el poco tiempo que pasaba en mi casa, que en palabras de mi madre se traducían a “tú te crees que esto es un motel para venir a pasar un par de horas y largarte”.
De ahí pasé a mudarme a España con mis dos amigas más antiguas. Demás está decir que el frío y la distancia cambian la perspectiva de absolutamente todo y tienen la habilidad cuasi mesiánica de convertir las cosas relativamente importantes en trascendentales y aquellas que eran el centro del universo en nimiedades. Nuestras guerras civiles giraban en torno al uso del agua caliente, la taza de café que se encontraba sin fregar justo cuando uno más la necesitaba antes de salir, la insoportable manía de dejar las cajas y los envases vacíos en la alacena y la nevera como un descuido, pero con el efecto deplorable de romperle el corazón a la que soñaba con un chocolate caliente y una galleta al regresar de un día entero en una ciudad que se camina en pleno invierno, la constante aparición de desconocidos visitantes sin previo aviso, la incapacidad de cambiar el papel de baño, el asco de encontrar pelos en todos sitios, peleas casi de lucha libre por la chuleta más grande, culebrones venezolanos por los turnos para usar la computadora y el teléfono, el odio de alguna a los pimientos, la insistencia de la otra en saber dónde estábamos absolutamente todo el tiempo, mis tendencias nudistas, mis constantes lloriqueos agarrada a un auricular y el terrible rol de madre que me dio con asumir. Todos los días quería regresar.
Cuando regresé, todos los días quería irme (lo que después de ahí se convirtió en volver) y nunca ha dejado de ser así, hasta el sol de hoy. A mi madre le empezó a molestar hasta el que yo contestara el teléfono diciendo “¡Hola!” en vez de Jelou, cuando me daba un golpe decía “La puta!”, o peor aún “me cago en la hostia”. Empecé a cuestionar los hábitos alimenticios de mi familia y ellos los míos. No comprendía por qué ponían absolutamente todo en la nevera, hasta el azúcar. Mami decía: “cuando te fuiste el país estaba lleno de hormigas, eso no ha cambiado porque te fuiste y regresaste”. Yo bebía más que antes, tanto vino como café. Tomaba siestas y estaba cansada todo el tiempo, mi novio decía que no sabía donde había dejado a su novia pero definitivamente ya no estaba en mí. Aún así nos casamos.
Este año se cumplirán 2 años viviendo sola por primera vez en mi vida. Y cuando la cosa se ha puesto fea, mi familia me ha ofrecido su casa. Y tendría total sentido económicamente, no pagaría renta, ni agua, ni luz, no me gastaría ni la mitad de lo que gasto comiendo fuera y no viviría “sola”. He barajeado también con amigas la posibilidad de ser “roommates”, partir gastos por la mitad, negocio redondo en cualquier marco teórico. Soy buena con los números, pero me niego a vivir de, a, ante bajo, cabe, con, contra, de, desde, para, por, según, -ellos (las preposiciones son las putas de los idiomas).
Numéricamente hablando sería lógico, práctico, estratégico, funcional, todas las cosas que nunca he sido. Me sobraría dinero para mis viajes y mi vida se simplificaría a niveles incalculables. Pero por alguna razón que reside entre mi terquedad y mi pasión por lo complejo, me resisto a renunciar a mi soledad. Porque mi soledad implica demasiadas cosas y aunque me quedan rezagos de mi última convivencia, como por ejemplo poner los ganchos todos en una misma dirección, oler los platos y los vasos después de fregarlos, poner el papel de inodoro en la dirección *correcta*, llenar la cama de almohadas para ocupar los espacios vacíos en mi cama, en mi espalda y entre mis piernas. Poco a poco he ido creando consciente e inconscientemente revoluciones contra el régimen en el que viví.
Me niego a secarme, me baño (mínimo dos veces al día) y ando chorreando agua por toda la casa, me niego a poner cortinas en las ventanas y ando desnuda más de tres cuartas partes del tiempo, tiro los zapatos al aire cuando llego de mis días de 37 horas sencillamente porque puedo, duermo con ropa solamente cuando estoy profundamente triste, tengo una estufa ornamental porque me parece un desperdicio cocinar para mí sola, tengo una nevera vacía, que en sus mejores momentos tiene comida de perro, agua, cerveza, una botella de vino abierta y cuando me siento lujosa; pan, jamón, queso y papaya.
No lavo ropa en dos semanas y después me paso un domingo entero lavando, secando y guardando ropa, mapeando y disimulando el reguero, usando tan sólo un pinche en el pelo y Frank Sinatra a todo pulmón. De vez en cuando salgo a botar la basura en la covacha y sólo cuando entro me doy cuenta de que salí al pasillo en ropa interior. Desde mi comedor se escuchan las protestas en mi universidad que me obligan a ponerme chancletas y salir, persiguiendo el sonido de las consignas, con las llaves y el celular y la poca fe que me queda en el país, a desgalillarme y gritar que quiero una universidad libre, porque es lo poco que no nos han quitado del todo y los hijos que no sé si tendré me lo echarán en cara. Hay noches que cuesta dormirse y me baño con soluciones para bebés inquietos, tomo té de valeriana, hago las paces con la melatonina, me doy baños maratónicos y cuando no logro que el cuerpo me responda a estímulos acuáticos, tomo decisiones importantes bajo la ducha; dejar las pastillas anticonceptivas porque llevo más de un año sin pareja-pareja, volver a bailar belly dancing, salir de mi carro y comprarme algo que se parezca más a mí (una yipeta con toda probabilidad), darme dos viajes este año con fondos de préstamos estudiantiles, adoptar un niño a los 32 años, tirarme de un paracaídas para superar(lo)/(me), delinear mis próximos 3 tatuajes y decidir de una vez y por todas su localización, donar sangre antes de volverme a marcar porque nunca siento que hago suficiente, volverme un as en mi trabajo y jugando domino, volver a correr tres veces en semana y broncearme como si viviera en una puta isla tropical.
Llevo semanas intentando escribir, dos meses para ser exactos porque este año se me anda escurriendo por todas partes como si intentara cargar cántaros de agua con mis dos manos. Vivo tropezando con mis propios pies, estudiando sólo tres días a la semana, si es que se le puede llamar estudiar a mi extraña práctica de llegar al menos diez minutos tarde a la clase intentando parecer, no sólo preparada si no al menos interesada, resistiendo mis deseos de pasarme la hora y veinte minutos poniéndome al día en los tuits de perfectos desconocidos que se pasan el día dándome ánimo y haciéndome reír de tragedias locales y noticias trascendentales que ignoraría si no fuera por esta hermosa adicción que arrastro a todas horas. Me paso obligándome a ignorar la realidad evidente de que los únicos temas que me interesan son la narcoliteratura y los derechos de autor, más por la literatura que por el narco, más por el autor que por los derechos. Vivo pidiéndole perdón a mis perros por no pasar suficiente tiempo con ellos, vivo postergando la recogida del carro, el poner el apartamento en orden, el guardar el árbol de navidad que si no fuese metálico estaría rancio desde mucho antes de las octavitas. Tengo poco tiempo de celebraciones, pero me lo permito, tropiezo en la grama de la universidad intentando tomarle fotos a un arcoíris doble que se dio el lujo de salir un miércoles mierdoso, he celebrado una por una las diez orquídeas que se han dado en mi cocina casi por reproducción espontánea. Y sigo echándole lavanda y camomila a mis sábanas, calentando la colcha en la secadora antes de acostarme en las noches más duras y dándole al snooze del despertador las veces suficientes como para no tener el tiempo de darme cuenta de que hace demasiadas mañanas que no abro los ojos al lado de otros ojos.
Pero me despierto y decido si hay silencio o música. Si el cuerpo me pide playa me toma menos de 7 minutos estar de camino. Si quiero beber vino lo compro y me lo bebo y nadie me reclama porque sea de día o porque sea lunes. Llego a la hora que quiero y si no quiero llegar no lo hago. Nunca viene nadie a mi casa que yo no quiera que venga, por eso son contados lo que han visto cómo vivo. Si quiero cometer un error craso a las 3 de la mañana puedo hacerlo. Les escribo a mis padres que llegué bien o al menos que estoy viva, porque una desventaja de vivir sola es la sensación esa de desasosiego de que si desaparezco la gente podría tardar días en darse cuenta, de que si me caigo en el apartamento y me quedo inmóvil, tendría que arrastrarme al pasillo y esperar a que un vecino me viera.
Y salgo, salgo todo el tiempo, me amanezco como si tuviese una edad más cercana a los veinte que a los treinta, más cercana a los quince que a los cuarenta. Voy a todas partes porque siempre siento que me estoy perdiendo de algo, que me estoy saltando puntos de destino y que si me quedo en mi casa puede que me pierda ese cruce cósmico que hará que mi vida cambie y la suerte me sonría aunque sea de lejitos y por un tiempo razonable. Y ceno como reina, no porque me sobre el dinero, la realidad es que llevo la vida entera viviendo de quincena en quincena y no veo esa realidad cambiar en las próximas quince quincenas. Ceno como reina porque algunas veces, en especial los viernes me cuesta todavía comer sola y comer rico me distrae los datos. Siempre le he tenido miedo al cambio, algo en mi ascendente en cáncer y el venir de una familia de un matrimonio unido sin interrupciones y es por ese mismo miedo que me he mudado tanto, que he trabajado en tantos sitios que no tienen que ver los unos con los otros. No sólo por complacer a las 17 mujeres que intentan convivir dentro de estos escasos cinco pies, sino porque así enfrento mis fobias, obligándome, como una persona con vértigo que se une a un escuadrón de paracaidistas, así como me comprometí a los 19 años teniéndole un profundo terror al compromiso.
No estoy resuelta ni lo estaré y por lo mismo no quiero resolver gente. No quiero curar heridas de nadie. No quiero adiestrar personalidades bestiales, ni enamorar al que no quiere enamorarse. Quizás por eso he dado todas las excusas, he dicho que sigo casada, doy el número de teléfono y advierto que nunca contesto las pocas veces que doy el correcto, digo que me busquen en Facebook y nunca acepto el friend request, me mantengo jugando con fuego en sitios donde sé que se alumbran con velas artificiales, aprendí a evitar los mensajes ebrios cambiando los nombres de susodichos por razones de peso para no humillarme más y no importa cuán borracha esté, este cerebro funcional no me permite enviar un mensaje a un destinatario inscrito como: “You’re not Good Enough for His Mom”.
Aquellos que me han tentado a quererlos terminan o están con mujeres menos fuertes, menos escandalosas, con menos carne, con menos boca, con menos años, con menos líos, con menos decibeles, con menos opiniones, con menos actitudes, con menos mujeres dentro. Y ha sido bonito verlos tocando públicamente cuerpos queridos que no son el mío. Ha sido aleccionador reconocerme como un ente resolutorio. Ha sido satisfactorio sentirme puente, rito de iniciación, vamos, la valeriana o el parche de nicotina de un ex adicto. Es bueno saberse terapéutica, rehabilitadora, mediadora. Aunque parezca mentira resulta consolador cuando uno se tiene que arrastrar con fiebre a una cocina para mojarse los labios con un trozo de hielo saber que le facilitó a alguien no tener que mendigar “public displays of affection”. Exactamente igual que cuando recibí un mensaje de texto este diciembre (dos años demasiado tarde) diciéndome: “me acabo de dar cuenta que en los últimos 5 años, tú montaste mi árbol de navidad, hoy descubrí cuánto trabajo da y me prometí que jamás la persona que amo hará cosas como esta sola”. Ya saben por qué el de este año fue metálico y recibe triunfante el mes de marzo en mi sala.
Este mes me salió una úlcera en el ojo derecho, es una larga historia, entre que le falta curvatura a mis córneas y me sobra torpeza, tuve que estar yendo al médico, levantándome a cada hora para echarme gotas y mis compañeros de trabajo riéndose y diciéndome que necesitaba un despertador humano. Mi nueva imagen es perennemente cuatro ojos. Mi versión oficial es que mis ojos vieron más de lo que querían ver, pero aparentemente sólo cicatrizo con violencia. La doctora me explicó que sólo me quedaba una nubecita blanca, pero que ya tengo tejido nuevo y que poco a poco desaparecerá, es una herida como cualquier otra, sólo que no hay sangre en esa superficie y tarda en regenerarse. No sé cómo explicar lo feliz que me hacen las explicaciones. El otro día cuando vi a la última figura que me rompió el corazón, prácticamente hacerlo de nuevo en cámara lenta y con música de fondo, un amigo agnóstico que adoro con el alma y su recipiente, tuvo la amabilidad y la genialidad de consolarme así: “tienes esa memoria en la amígdala (cerebral) que es la que guarda información o memoria emocional. Con el tiempo, la sucederán otras emociones que borrarán esas memorias de las amígdalas, pues la cabrona es bastante vaga y no guarda mucha información. Así que pasará al hipocampo donde las memorias son asociaciones lingüísticas. Ahí pues ya no dolerá tanto y se irá borrando con todos los demás estímulos lingüísticos a los que estás expuesta.”
Vivo sola y es lo único simple que tengo y necesito en la vida. Después de todo hay tanta gente dentro de mí, que en realidad somos más como una comuna. Sin contar con mis amigas que son una tropa de amazonas, mis perros que son serafines y mi familia que es una mafia italiana. Lo peor de todo es que no tener un plan, hace que todo sea una opción. Él no tener límites hace que nos desboquemos, en especial gente como yo, para quienes desbocarse es una tendencia tan fuerte como la gravedad. Me paso escupiendo pensamientos de 140 caracteres para tranquilizar mi necesidad de escribir. Mi soledad/libertad ha hecho que mis oraciones se hayan vuelto simples y cortas también. Ya no me congrego pero sigo rezando. Directo al punto porque algo me dice que Dios (al menos al que yo le rezo) tampoco le gustan los rodeos. Así que pido que bendiga a la gente que amo, la que alguna vez amé y la que amaré, que me arranque del corazón a aquellos que no supieron, saben, ni sabrán quererme y que me mantenga o me ponga en el corazón a aquellos que sí. Que se meta directamente en la mente del gobernador porque obviamente los mensajeros no están siendo efectivos, que no deje a mi país sin educación, que mi sobrina nazca perfecta, que mantenga vivas mis orquídeas, que mantenga alejadas las hormigas, que me deje viajar, que detenga el hambre, la guerra, el discrimen y el analfabetismo. Que no tiemblen las islas que apenas podían sostenerse estando quietas. Que no necesito encontrar el amor todavía, no hay prisa, porque a decir verdad dudo intermitentemente de su existencia. Pero que se ponga pálido y al menos me mande un buen resuelve o mejor aún que me inunde de suficientes asociaciones lingüísticas de las mágicas, para resistir la tentación de darle un número falso cuando lo tenga de frente.
de montañas rusas y otros masoquismos
No quiero que se acabe. No quiero que se acabe. No quiero que se acabe. Como las montañas rusas que nunca me bastan. Aunque odie ciertas curvas, aunque se me salgan las lágrimas por la velocidad, se me cierre el estómago, grite como una demente, se me dibujen nuevas líneas de expresión por mis muecas de histeria, aunque haga una fila de dos horas y la emoción me dure minuto y medio, aunque termine con nudos nuevos y estrenando espasmos. No quiero que se acabe. Porque siempre he pensado que la cosquilla, esa fracción de segundo de un placer casi doloroso, la quiero enfrascar, retenerla al precio que sea, cuésteme lo que me cueste.
No, no encontré el amor este año, no publiqué mi primer libro, no me pegué en la Lotería, no viajé a Europa, no pude ver el concierto de Estopa, cosa que sufriré hasta que logre verlos en vivo, no perdí las 10 libras que me propuse, tuve las peores notas de mi vida, mi abuela no mejoró si no al contrario pareciera que lo hubiese olvidado ya todo, (un todo que me incluye, que me encierra, que me chupa y hasta a veces me traga mi propia memoria), administré mi dinero de la manera más pobre posible (nunca la palabra pobre ha sido tan bien usada, modestia aparte), mi crédito empeoró al nivel del desahucio, me caí físicamente en muchas ocasiones, renové mi contrato con el suelo infinitas veces y de las otras caídas ni les cuento, me sigo chupando el pulgar izquierdo con mayor insistencia y menos pudor y mi pelo está históricamente en las peores condiciones hasta el presente.
Me ha pasado desde siempre, en mi primer año de universidad tomaba clases con uno de los profesores más brillantes y mezquinos que he tenido en mi vida. Era escorpio, abogado criminalista y enseñaba humanidades por puro placer y sadismo. Preguntó a viva voz a las compañeras mujeres que si tuviesen que escoger entre Héctor y Aquiles en la Ilíada, que con quién se quedarían, si con Héctor, el caballero, el honorable hombre de palabra o con Aquiles, el violento, el impulsivo, el macharrán. Hicieron una típica votación manos arriba y todas, absolutamente todas subieron las manos en Héctor. Yo sólo me reí, como único sé reírme; como bruja. Y el profesor me miró y me dijo: “Trujillo Alto, ¿de qué usted se ríe? (se me olvidó mencionar que el profe nos conocía por pueblos y se negaba a aprenderse nuestros nombres y apellidos) Usted se ríe porque usted es la única mujer honesta en este salón. Usted es la única que se atreve a confesar que usted escogería al salvaje de Aquiles en vez de al caballero de Héctor, porque se aburriría, porque usted se conoce y usted sabe que le gusta que la zarandeen.”
El 2010, como mis amantes favoritos, me ha zarandeado. Empecé el año con una ilusión entre ceja y ceja. Cuando llegó el mes de marzo, ya se me había salido por los ojos a lágrima limpia. En el mismo medio del año la traje de vuelta para agujerearme la caja del pecho y en el último mes logré bajármela hasta las ingles. Porque en este año me he vuelto más caprichosa, menos decidida pero más precisa, más dispersa pero más concreta, más loca pero también más resuelta. He aprendido a neutralizar a las 17 mujeres que viven en estas sesentayuna pulgadas y media, he encontrado la plataforma perfecta para hablar sola con audiencia de 140 caracteres en 140 caracteres y he encontrado grandes amigos y mentes geniales en seres cuyos rostros ni siquiera he visto. Sí tengo una adicción a Twitter y por eso me tomo el atrevimiento de cruzar las barreras de las redes sociales, además de que ahora para mi sorpresa vivo de eso. Igual que el mayor golpe del año lo recibí por medio de un tuit. Me lo dijo Jay Fonseca en un tuit de menos de cien caracteres.
de olvidos y desnudos
Tendré 26 años en poco menos de veinte días. Cuatro intentos de carrera diferentes. Experiencias laborales que parecerían no tener absolutamente nada en común excepto el hecho de que comparten espacios en un resumé con mi nombre arriba. Mido cinco pies y una pulgada y media que nunca menciono porque a la gente le da risa el falso intento de enaltecerme. Durante los últimos diez años he pesado entre 110 y 130 libras dependiendo de mi felicidad o mi miseria, no necesariamente de maneras proporcionales. Soy escandalosa, hablo alto, me río vulgarmente, rara vez articulo un párrafo que no tenga una cuarta parte compuesta de vocabulario soez. Tengo estómago de hombre, hígado de hombre y apetito(s) de hombre. No tengo coordinación motora y tropiezo con el aire, a mi hermano esto le fascina y lo adorna con un infalible: quién te empujó. Por alguna extraña razón que desconozco le vuelo el taco izquierdo a todos mis zapatos. Gasto los labiales tan y tan diagonalmente que llega el punto en que no se pueden usar aunque no se gasten porque se parten al intentarlo. No tengo etiqueta de mesa (creo que tampoco de cama), no porque no me hayan intentado enseñar si no porque muy en el fondo (y notablemente a la vez) no me importa. Soy regona y caótica casi por definición. Hace muy poco esto empezó a avergonzarme. Si me despisto o me pongo nerviosa me chupo el pulgar izquierdo. Hay tres partes de mi cuerpo que no me gustan en lo absoluto y que nunca menciono porque no tengo intención de atraer la atención hacia a ellas. Sólo mis amigas más cercanas o aquellos que han intentado por suficiente tiempo amarme las conocen. Nunca he conocido a alguien que se aburra de mí, no aburro, abrumo, es otro talento inútil de los que tengo. No me corto las uñas ni me desenredo el pelo, ni me saco las cejas. Pago por eso. No sé planchar. Daño ropa todo el tiempo. El otro día me dijeron que hay que ser arrogante cuando se escribe y modesto cuando se edita. Así que aguántese que aquí voy. Cocino divinamente bien aunque ya casi nunca lo hago, porque cuando corto cebolla me echo a llorar y no por la cebolla, si no porque me recuerda una época de mi vida donde cocinaba por todas las razones equivocadas y con toda la intención de reparar con comida lo que ni con mis palabras ni con mi cuerpo era remendable.
Una vez una profesora chilena nos contó que cada vez que ella escuchaba una campana le daba un ataque de pánico, porque ella vivió la dictadura y cuando joven tocaban la campana antes de las ejecuciones. Y creo que así funciona, mientras uno más vive menos cosas preocupan y más cosas aterran. Mi crédito está destruido, no tengo en qué caerme muerta, llevo más de tres meses esperando un cheque de préstamo estudiantil que parece negarse a llegar a mi cuenta de banco para que yo pueda dejar de deberle una vela a cada santo del almanaque Bristol y yo sigo saliendo y comiendo y bebiendo como si tuviese un plan B. Porque le he perdido el respeto a los dolores que son más arriba de la clavícula y más abajo de las costillas. Por lo mismo que dejo que me hagan cosquillas sólo (sí sólo de solamente y solo de soledad y ni la RAE ni la madre que me parió me a quitar el placer de acentuarlo) del cuello para arriba y de la cintura para abajo. Pero ni muerta cerca del corazón. Porque en mi nuevo trabajo enviaron un e-mail para hacer una actividad de oficina para irnos todos a Toro Verde y tirarnos por unos cables encima de un bosque y yo leyendo el correo electrónico dentro de un salón de clases leí palabras que hace menos de dos meses no tenían el menor efecto en mí, pero después del 5 de septiembre todo eso ha cambiado y leer pies de altura y millas por hora que dependen de la velocidad del viento hacen que me beba las lágrimas mirando la pantalla del celular mientras un profesor habla de ética profesional. Porque la muerte de Julio no deja de dolerme. Y por eso no escribo. Y por eso a veces lloro en la bañera porque puedo escuchar su voz en mi apartamento y por eso mis problemas económicos y el resto de mis traumas solitarios me dan vergüenza.
Me avergüenza haber llorado porque alguien no me quiso, me avergüenza haberme dejado caer porque alguien se fue sin despedirse, me da rabia conmigo misma porque he dejado que me duela que alguien haya decidido no quererme porque soy divorciada, porque soy muy fuerte, porque soy pornográfica, porque no tengo otro nivel de intensidad que este. Mientras una hermana perdió a su hermanito en el aire. Y como los miedos que tengo son tan traicioneros, me da miedo celebrar que mi hermanito va a ser papá. Y aunque tengo el temple de funcionar en crisis, y aunque tengo el carácter (formado a fuerza de golpes) de ser totalmente funcional aunque tenga múltiples escapes en el cuerpo y en el alma, me paso la vida manejando crisis que no son mías. Y con esta misma voz que tengo y que no me pega con el cuerpecito éste (mi abuela decía que Dios no le da alas al animal ponzoñoso) le digo a mi madre que celebre la vida, que las cosas pasan por una razón, que nos hacía falta una ilusión, con esa misma voz me digo a mí que no me ilusione demasiado, que deje de hacer planes con una vida que todavía no está formada, que tenga cuidado con enamorarme de nuevo de un bebé que no me pertenece. Que ya yo debería saber más que eso y saber que ser madre de un niño que no es propio es una sentencia de muerte. Es un dolor perpetuo. Es una impotencia que no conoce de lógica, ni de derechos legales, ni de custodias compartidas, ni de divorcios, ni del bienestar del menor. Me digo que me mire a mi misma, que deje las putas reincidencias, porque soy experta en equivocarme de las misma formas y con la misma gente, como si sintiera que es menos malo cuando uno ya conoce a fondo ese mismo tipo de golpe. Porque no extraño a mi ex, aunque la gente jure que es imposible. Pero extraño a Iván, extraño sus preguntas geniales, su visión de un mundo que sólo conoce hace apenas 6 años, extraño su risa en las mañanas, sus críticas crueles y honestas, extraño que me diga mientras escribo, Edmaris no llores, no hay razón para llorar. Y quizás por eso le canto nanas a mis perros, porque a veces tengo el triste presentimiento de que mi cuerpo no está hecho para maternidades propias. Falló en su primer intento y los sagitarios nos frustramos cuando las cosas no nos salen a la perfección a la primera e incongruentemente la Ley de Murphy me persigue para adiestrarme, para intentar mejorarme.
Y estoy escribiendo una novela, una novela de olvidos y desnudos. Y escribirla duele, cada párrafo es un desgarramiento, es revolcarme otra cosa que no está resuelta dentro de mí. Y mi mamá literaria me dice que no me resuelva, que si nos resolvemos nos ponemos a escribir autoayuda. Que llore, que prenda velas, que me tire gente. Que use rituales, que ella sabe que me funcionan. Porque a mí nada más se me ocurre tener una mamá literaria bruja, como si con la biológica no fuera suficiente. Y escribir de olvido y de desnudos es andar con la nostalgia mondada. Y antes yo no sabía extrañar, a los cuatro años les dije adiós a mis papás en mi primer día de clases sin siquiera mirar atrás. Y últimamente me paso extrañando, extrañando a Diana que está en Sevilla y que a veces la necesito para que me ponga los pies en la tierra, para que me resuelva, para que me dirija, para que me cocine, para que me diga que todo está bien y me cante “The Way You Look Tonight” extraño a Daly que está en Texas, extraño su risa escandalosa, su humor tan negro como el mío, extraño nuestra amistad homoerótica, extraño a mi antiguo jefe, su mirada triste y mediterránea, nuestras eternas peleas, mis intentos fallidos de curarle lo de republicano, de explicarle la pobreza, de justificarle las protestas, extraño a Helga que sin hablarle sabía que necesitaba un té y una pastilla de valeriana, extraño a Kayla, que me abría su oficina y cerraba las puertas para escuchar con asombro mis loqueras y reírse sin regañarme, extraño a Elena, que no la veo desde el día de mi boda, extraño a Raúl que me cantaba la Bikina, extraño a Lauri que me contaba de sus puterías, y hasta en los peores casos extraño a John y sus mensajes ebrios aunque no nos llevaran a ningún lugar, aunque yo haya decidido dejar de leerlo para que dejara de dolerme, extraño a Amelie y me duele hasta ver su nombre escrito en la carátula de una película, extraño a mi tía, aunque me drene cuando hablamos, extraño a mi abuela que sigue estando ahí y me mira con sus ojos sin de verdad mirarme y sonríe cuando le canto “Hasta que te conocí” y yo regreso infaliblemente llorando hasta a mi casa.
Y así voy a recibir mis 26, pobre como siempre, sola por primera vez, casi tía, mejor amiga que antes, más nostálgica que nunca, menos preocupada y más aterrada, con la misma claustrofobia insular de cuando regresé de España, con menos esperanzas, un poco más alcohólica, con medio manuscrito, trabajando con gente más joven que yo por primera vez en mi vida, cumpliendo un número más alto de años que la fecha de mi cumpleaños por primera vez, más confundida y con menos respuestas, sin un proyecto de vida, con una costilla tatuada, más complicada que antes y mucho más fácil, más contradictoria, con el mismo maldito gusto este por los hombres brillantes que suelen tener coeficientes emocionales inversamente proporcionales a sus coeficientes intelectuales. Sigo con mi mala costumbre de ser la cazadora, de no saber dejarme conquistar, de frenar al que intenta quererme, de luchar por estar arriba, de negarme a editarme y a tener solamente esta versión sin censura, gústele a quien le guste y espántele al que le espante. Con la estrategia fallida de que si me quieres querer quiéreme con el apartamento en pedazos, porque nunca más en mi vida alguien se va a negar a tocarme porque la casa no esté recogida. Si me quieres querer, que sea así defectuosa, difícil, jodida y quizás me animo y un día vuelvo a cocinar, quizás un día vuelvo a bailarle la danza del vientre a alguien de regalo de cumpleaños, quizás algún día me animo y hago ejercicios y como mejor y vuelvo a pesar 110 libras. Quizás algún día me presto al juego absurdo de esperar a la tercera cita, quizás algún día me peino porque sí, quizás algún día vuelvo a ser ejemplar, quizás algún día me vuelvo presentable, quizás algún día. Lo dudo, pero quizás.
duelo al vuelo
No quiero morir sin antes haber amado,
Pero tampoco quiero morir de amor.
Calaveras y diablitos...
Invaden mi corazón.
Yo a vos no le creo nada
¿Cómo vos vas a creer en mí?
Universos de tierra y agua
Me alejan de vos.
Las tumbas son para los muertos
Las flores para sentirse bien.
La vida es para gozarla
La vida es para vivirla mejor.
Calaveras y diablitos...
Invaden mi corazón.
Llevo la semana entera entre carcajear por historias suyas que me vienen a la mente, como la vez que pregunté por él en el trabajo y me dijeron que se había caído y se había tenido que ir al hospital y yo súper asustada y cuando lo llamé él estaba orgulloso porque lo había fingido todo porque tenía práctica de soccer y no podía faltar. Y aquella vez que me llamó después de la media noche a decirme que tenía que verme, que tenía que verme en ese mismo instante porque al otro día se iba a Indonesia, se iba por tres meses y quería despedirse de mí, y yo preguntándole si tenía familia allá, que por qué no me lo dijo antes y él sonriendo como siempre y preguntándome qué talla de ropa era porque en Indonesia hacían la ropa que yo usaba. Me explicó que no conocía a nadie allí, ni sabía dónde se iba a quedar, y tenía que hacer como cuatro escalas pero Edmaris las olas, tengo que estar allá ahora.
Con él no había un momento normal, le decía a los vagabundos que rebuscaran el baúl de su guagua que de seguro había un par de zapatos que le podían servir, cuando íbamos a los lugares y se me perdía, estaba ayudando al personal del lugar a cargar cosas, a botar la basura y cosas por el estilo. Me dejaba en casa de mis papás a las tres y cuatro de la mañana y se iba a buscar su tabla para irse al otro lado de la isla a surfear. Nunca fuimos novios, nunca nos prometimos nada, nunca hubo silencios extraños, creo que quizás ni estuvimos cerca de enamorarnos. Lo conocí a los 18 años el tendría año y medio más. Yo acababa de salir de una ruptura de esas tan apoteósicas que sólo pueden ocurrir antes de la mayoría de edad de uno y me prometí que no quería más novios quería salir y pasarla bien.
Y me llegó Julio en un mes de mayo. Me llegó Julio con su olor a playa, a pasto y a madera. Y la primera vez que me invitó a salir y mi mamá me preguntó cómo era y qué sabía de él y si no me daba miedo salir con alguien que no conocía, que a lo mejor era peligroso, que qué yo sabía de él, que a quién se parecía le dije: Mami tranquila, parece un querubín. Y lo parecía en serio. Era lampiño como un delfín y tenía unos rizos absurdamente hermosos. Al otro día de salir con él mi madre me dijo como sentenciando: “nos jodimos si ésta ya se enamoró, mírala cómo le brillan los ojos”. Y no era cierto, no me enamoré de Julio, no nos enamoramos nunca en realidad, quizás estuvimos cerca, no teníamos nada, absolutamente nada en común salvo el uno al otro. Julio era un ser humano tan avallasadoramente feliz que uno sencillamente no tenía de otra que sonreír, que asombrarse, que admirarse. Y lo más impresionante es que lo vi años después, pérdidas después, desgracias después, y esa alegría, esa pasión por la vida estaba intacta.
Yo corté con Julio por la sencillísima razón de que empezó a dolerme. Y ese no era el punto. Me suele pasar que me fascinan estos hombres libres y apasionados. Tan libres que uno no cabe en el panorama, tan apasionados que apasionarse con una es casi una traición a la pasión misma.
A este niño lo conocí mientras yo me formaba, quemadísimo de la playa con rizos como los de David Bisbal pero reales, la barriga dibujada, los ojos oscurísimos y sospechosos. Su energía me tragaba. Me conoció antes de yo haber sentido dolor del real y tenía tanta pasión por la vida que no me importaba que no tuviésemos más nada en común. Cuando presentí que esos correntazos que me daba en el cuerpo se me estaban enganchando en sitios más profundos me salí del medio. Lo volví a ver meses después antes de irme a España, me abrazó en un pasillo, me dijo en el oído que me cuidara y que me lo gozara, porque me lo merecía. Lo último que supe de él fue que su mamá murió de cáncer, entonces lo volví a ver y nos volvimos a abrazar. Era una de esas extrañas conexiones que ni el tiempo, ni la distancia, ni las ausencias, ni los silencios, ni los amantes nuevos, logran desparecer del todo. Después de eso me casé. No supe más de él por muchos años.
Un día me llegó un friend request por Facebook decía su primer nombre y su primer apellido, todo el mundo lo conocía por sus iniciales, pero tenía nombre de emperador. Las fotos de perfil no me daban nada, era un chico en una motora saltando en el aire, un cuerpo en un paracaídas, un hombre buceando, alguien esquiando, fotos sin rostros. Yo misma me dije que nadie más tendría fotos así. El año pasado cerca de mi cumpleaños lo contacté para preguntarle en qué lugar del planeta Tierra se encontraba y consultarle sobre tirarme en paracaídas el día de mi cumpleaños número 25, el 25 de noviembre. Me dijo que iba a estar en Holanda pero que un par de fin de semanas antes de irse, él saltaba conmigo. Me preocupó un poco, Julio y yo tirándonos de un avión, sonaba a peligro inminente y no necesariamente por la altura. Tuve que usar el dinero para una situación familiar y no pude saltar. Me escribió mensajes de texto para que nos diéramos una cerveza. Al principio dudé. Después pensé que a veces no se tiene nada que perder.
Cuando volví a verlo fue como si no hubiese pasado el tiempo. Él estaba exacto. Nos encontramos cinco años después de nuestro último abrazo. Nos reímos. Le dije que estaba loco. Él me dijo que la loca era yo, que lo había dejado para casarme a los 21 años. Le di la razón. Me enseñó sus cicatrices nuevas, una de un erizo, aterrizó en él mientras surfeaba otra en la muñeca cuando estaba esquiando, y así sucesivamente. En 6 años se había comido el mundo, Indonesia, Chile, Costa Rica, Argentina, Canadá, España, estaba lleno de golpes corporales, ni una deuda, ni una tarjeta de crédito, ni una novia con evidencia, ni una cuenta de banco, ni una hipoteca, ni un diploma, pura vida. Y yo en esos 6 años tenía tantas pérdidas, tantas deudas, tantos fracasos, tantas cosas sin cumplir, tantas preguntas. Y él lo único que tenía eran sonrisas y respuestas. Me prometió que me iba a gustar estar sola. Que yo era muy fuerte, más fuerte de lo que yo pensaba y que él sabía que la naturaleza tenía cosas grandes pa’ mí. Le pregunté si no le daba miedo, me preguntó miedo de qué, y yo le dije miedo chico, de que te pase algo y me dijo que no, que la vida le había dado tanto, tanto, y le había quitado a su mamá y eso era lo único que él tenía. Ya él no tenía nada que perder así que simplemente vivía. Me dijo que yo lo había hecho llorar. Que había sido la primera “nena” en hacerlo llorar y que yo lo había seducido. Yo siempre pensé que había sido al revés. Me contestó que él era un niño en aquel entonces y yo no le di la oportunidad, “no nos la diste” como era de esperarse no lo dejé hablar mucho más.
Quiero celebrar su vida. Quiero celebrar sus mensajes locos que me enviaba desde diferentes partes del mundo. Diciéndome Edmaris la vida es gozadera, las Heinekens saben mejor en Holanda, debiste haber hecho una mochila y venirte conmigo, te deseo que te aprueben todos los préstamos estudiantiles para que puedas ver al mundo y que el mundo te vea a ti. Quiero quedarme con el sabor en la boca de la intensidad con la que Julio vivía. Y sin embargo lo que siento es un desgarre por dentro que no me explico. Pensé que el cuerpo, que la sangre igual que se acostumbra y se inmuniza a todo, ya había perdido esta capacidad de andarme derramando por ahí. Y mira que yo he perdido cosas; cosas materiales y cosas vivas. Y mira que yo he perdido oportunidades, y mira que yo he perdido milagros, he perdido fe, he perdido amantes, he perdido maridos y he visto gente desaparecer, he visto gente desaparecer de mi vida estando en mi misma cama, he visto gente desaparecer de adentro de mi vientre, he visto amigas desaparecer por años, he visto gente que me ha hecho daño desaparecer de mi vida porque así lo he decidido y he visto gente que quería que se quedaran desaparecer de mi vida y de mi país, una y otra vez, con y sin excusas, con y sin razones, con y sin mentiras, con y sin despedidas. Pero esta desaparición es más de lo que mi cuerpo aguanta.
Y quiero pensar que no sintió miedo, no sintió el miedo que yo sentía cada vez que él me contaba de sus aventuras, quiero pensar que se sintió triunfante, que escogió su forma de salir igual que escogió su vida, quiero pensar que dio gracias en el aire, que sintió esperanza, que pensó en su mamá, que se despidió con el alma de su hermana, de su sobrinito, de su papá y que no sintió dolor, que no sintió en su cuerpo ni una décima de este dolor que yo tengo acuchillándome la espina dorsal y devorándome la mente, una hora sí y una hora no. Porque ni siquiera sé qué pasó y no puedo ni imaginarme a Julio César, (Jotace), ese ser que no nació alado por algún descuido de la naturaleza, metido en una caja. Porque nunca me permití enamorarme porque esos seres así son por definición del mundo y para el mundo. Esos seres si se enamoran se los robas a la vida, les robas la vida y los encierras si los enamoras, les cortas las alas si los metes en un cubículo con un horario.
Tuve la dicha de tenerlo en mi vida hace casi un año. Tuve la magia de pasar horas con él hablándonos, y contándonos, y mirándonos y tocándonos las cicatrices. Las de él todas tangibles, las mías todas fácilmente disimulables. La gente que está dentro de ti, en algún momento, o en muchos momentos se lleva algo de uno cuando salen, cuando salen por un rato y cuando salen para siempre. Y saber que un cuerpo que estuvo sobre mí, a lado mío debajo mío, un cuerpo que sudó con el mío y que me dejó su olor por días, por meses, por años, cayó de 100 pies de altura, es saber que algo dentro de mí colapsó y ahora no sé con qué se remienda. No estoy hablando de amor. No estoy hablando de extrañar, estoy hablando de una vida que tenía trazos de la mía, cuya codificación genética vivió dentro de mí sabrá Dios por cuánto tiempo y ya no está en la faz de la tierra, ya no tiene entrada a mí, ya no hay posibilidad de que pase nunca jamás. Y el dolor es tan distinto y quiero tatuármelo en el pecho maneggiare con cura, maneja con cuidado, handle with care, porque ya no quiero perder más partes de mí, no quiero sentir que ando regada por el mundo, que aquellos que me han habitado están a millas de distancia, a años luz de distancia no sólo de lo que quizás aún sentimos, sino que ni siquiera están vivos. Algo de mí se ha muerto y el resto de mí lo celebra. Me paso entre celebración y lloradera, escucho canciones alegres y me bebo las lágrimas. Lo veo por todos sitios riéndose, diciéndome la vida es gozadera, la naturaleza devuelve, Edmaris eres libre te va a gustar, te estás perdiendo el mundo pero peor aún; ¡el mundo se está perdiendo de Edmaris!
Después de estar con él hace apenas un año, se fue de viaje como siempre, visitando el mundo como siempre, enamorando nenas por todos lados, porque uno no sabía si era más lindo por dentro o por fuera y tenía exactamente eso que tienen los seres que te enrollan y no te dejan escapar; esa libertad que te ciega lo suficiente para saber que no se puede tener un ser tan libre por demasiado tiempo. Será eso lo que no me gusta de las aves y me conformo con plumas. Le escribí un poema y (cosa rara) se lo envíe, nos escribimos varias veces de distintas partes del mundo (él) y yo siempre aquí. Después de ese noviembre no lo volví a ver hasta un par de semanas atrás, estaba en un juego de soccer, solo como siempre. No me veía bonita así que le mandé un mensaje diciéndole: Te vi. ;) me dijo que cómo no lo había saludado. La vida, como bien decía Julio me da mucho más de lo que me creo y me lo puso allí, a un par de bancos de distancia e hizo que me moviera ante la mirada de reprobación de mis amigas y le diera una nalgada, y él que estaba enganchado esperando un gol se bajó, me abrazó bien duro y volvió a subir a gritar y celebrar por el gol. Yo me fui calladita, me diluí como siempre pero esta vez hasta mi asiento y me escribió a recriminarme que no me quedé a celebrar el golazo con él. Le doy gracias a Dios que no lo hice. Le doy gracias a mi cuerpo que no se puso caprichoso, porque si yo llego a traer a ese hombre a mi apartamento, a mi cuerpo y a mi vida tres semanas antes de lo que pasó estaría recluida en una clínica mental. Él me preguntó qué iba a hacer después del juego y yo lo evadí. Últimamente a veces trato de protegerme un poquito más, porque a veces tengo dolores nuevos o dolores viejos que decido meter de nuevo entre cuero y carne y me da miedo que cuando alguien nuevo o no tan nuevo me toque lo único que pueda sentir es dolor.
Me enteré en 140 caracteres que la persona más viva que conocía murió. Que no lo voy a volver a ver. Que no lo voy a volver a tocar. Que ya no me va a enseñar nunca más sus heridas de guerra. Que no voy a recibir mensajes desde lugares innombrables prometiéndome desnudos que en el fondo sabía que no iba a recibir. Él me trajo cosas lindas siempre, y el lunes (un día después de su partida aún desconociéndola) venía de regreso de Cabo Rojo, la música era perfecta y quizás por una combinación idónea entre alcohol e insolación, me salí por el sun roof del carro. Tenía unas pantallas de monedas que de por sí suenan y contra el viento y la velocidad me hicieron decir: “no puedo escuchar ni mis pensamientos” y fue tan liberador, tan intenso, tan limpio; que me hizo cerrar los ojos y por ninguna razón (creía yo) pensé en él. Pensé que esos segundos que yo me permitía era una muestrecita de cómo él llevaba viviendo la vida completa. Y pensé (sin saber que era la última vez que iba a pensarlo en mi vida) que debía tirarme de un paracaídas y con quien más sino con él. Ese martes que me enteré le escribí un mensaje de texto, con el corazón en la boca rogando que todo fuera un error terrible, una consecuencia de tener un nombre común y le escribí: Julio por favor dime que estás bien. Y nunca recibí una respuesta. Una amiga me dijo que una vida así no se puede despedir llorando sino que se baja a shots y escuchando batucada. Yo no perdí un amor, ni siquiera perdí un amante. Perdí un amigo, perdí una química, perdí una inspiración, perdí un espíritu al cual emular, y tengo casi la certeza que algo mío de esas decenas de encuentros en tantos años se llevo algo de mí, algo que falleció con esa maldita ventolera que le colapsó su paracaídas y me rompió por novena vez el corazón. Me arrancaron algo que abracé hace apenas un mes.
Esta misma semana mi computadora que tiene 6 años de edad se desprogramó y Pandora me pidió mi contraseña. Usé todas las palabras y combinaciones que usualmente barajeo y ninguna era la correcta. Luego me acordé que hace apenas un año cuando Julio me visitó, yo no tenía comedor, no tenía sillas, no tenía ni radio y él me dijo que uno no necesitaba mucho más que un lugar donde dormir, pero sí necesitaba música: “¡Edmaris si tú eres música!” Y me instaló Pandora en mi computadora y me abrió dos estaciones: Michael Bublé para mí y Los Fabulosos Cadillacs para él. Entonces recordé; la contraseña era: “ayjulio”.
Ay Julio, Ay Julio, Ay Julio, como desde la primera vez que te vi, desde la primera vez que salimos, desde la primera vez que te besé, desde la primera vez que te doblaste en el Viejo San Juan a amarrarme mis zapatos, como la primera vez que me agarraste la mano en público, como cada vez que me llamabas a decirme obscenidades, como cada vez que me escribías, como cada vez que alguien te nombraba, como la primera y la última vez que te abracé, hasta este martes fatídico cuando leí ese tuit que me susurraba que eras tú, esa mañana donde por primera vez en la vida no me contestaste, como cada vez que de ahora en adelante te sienta en las olas que tanto amaste y en el viento que te robó: calaveras y diablitos, invaden mi corazón.