#fail

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Llevaba exactamente 2 meses y 4 días esperando que pasara. Abrir mi Facebook y ver un despliegue de “Lcda.”, “Lcdo.”, “PASS” en los estatus de mis amigos, conocidos, añadidos, etc. También sabía lo que iba a poner yo de estatus: “PASS #puñeta”. El día antes habían comenzado los rumores de que los resultados ya estaban. Esa mañana sin embargo, no había pasado nada, bajé la guardia y le canté nanas a mi ansiedad convenciéndola de que la Junta Examinadora de Aspirantes al Ejercicio de la Abogacía y la Notaría (sí, la letanía era obligatoria) sería gubernamental, formal y enviaría el mensaje en horas cristianas y laborables. 

de polvos y peces


He estado callada, pero por razones muy distintas a las habituales. Cuando nosotros éramos chiquitos, (y cuando digo nosotros me refiero a mi hermanito y a mí, y cuando digo mi hermanito me refiero a un hombre de casi 6 pies casado y con una hija) y estábamos callados, mi mamá se preocupaba. La recuerdo gritándonos con primer nombre, segundo nombre y dos apellidos, “¿qué hacen que no los escucho?”. Porque si después de la tormenta viene la calma, la pregunta lógica sería ¿qué viene después de la calma? Y el silencio de dos niños que estén despiertos sólo puede significar o la confabulación de algún plan maquiavélico o el intento de resolución de un desastre ya cometido. 

A veces concibo la vida como algo así, un niño que si está callado es porque se trae algo entre manos. Una niña que si está tranquila es porque algo hizo o algo está por hacer. Y la vida se ha portado tan bonito conmigo últimamente que mi reacción obvia y natural ha sido aterrorizarme. Pensar que me está pasando la manita para prepararme para el cantazo inminente. Como cuando a uno le ponían vacunas y te sobaban el cantito antes del puyazo y en mi caso mi pediatra salía dizque a comprar café y la asistente me decía que dizque tenía un chicle en una nalga y me lo limpiaba con alcohol y después dizque me picaba un mosquito y luego del pinchazo yo empezaba a llorar y entraba mi pediatra dizque de comprar café y perseguía a su asistente con un bate por “hacer llorar a la nena” y yo me reía del simulacro de violencia doméstica en venganza por lastimarme y así siempre he tenido una noción retorcida de la violencia y de que me pasen la manita en general. 

Tengo problemas con las entradas y las salidas, nací 10 días tarde y con fórceps, aprendí a caminar sin gatear, no quería ir a la escuela porque no sabía leer, sólo llegué a correr bicicleta quitándole una de las rueditas de atrás, por lo que soy una adulta que no sabe correr bicicleta y detesto con toda mi alma y su recipiente el refrán “eso es como correr bicicleta” porque si fuera por eso estaría bien jodida en esta vida (no que no lo esté). Lloré cuando me pusieron los braces, lloré cuando me los quitaron, soy esa persona que hace el ridículo empujando las puertas que se halan y halando las puertas que se empujan, por más grande que diga hale o empuje.

Y para ser honestos (y lo escribo con los ojos cerrados como cuando a alguien le van a arrancar la curita) estoy bien feliz. Y no sé escribir cosas felices y soy bien supersticiosa, y creo que todo lo salo, y confío en que mi mamá me saló al no ponerme una manita de azabache, y tengo una certeza torera de que si lo nombro lo cago, de que si lo cuento desaparece, que si abro los ojos todo se me escapa porque estoy soñando o peor aún que si me descuido y los cierro, todo se desvanece.

Y los jueves en vez de escribir me levanto a limpiar, porque me he enamorado de un pez al que le falta el aire. Y por primera vez me importan los polvos viejos que puedan vivir debajo de mi cama, me aterra la idea de que mi caos confabule con el asma y me ahogue la luz que lleva meses dentro de mi casa. Y así él va abriendo puertas y ventanas para que la luz y la música y la ciudad convivan con nosotros de jueves a domingo. Y así yo voy cerrándolo todo con un miedo terrible a que todo se escape, por lo mismo que antes se tapaban la boca al estornudar, para evitar que se le escape el alma a uno. Y llevo años hablando del amor como hablo de los peces como mascotas, plantas que cagan, piezas ornamentales que hay que alimentar. Pero la realidad es que de niña tuve un Betta, un pez suicida que se lanzaba de la pecera cada dos semanas y yo lo rescaté del piso varias veces, recuerdo la sensación viscosa del pez aún vivo en mis manos, recuerdo los segundos esos eternos de echarlo en la pecera con los ojos entrecerrados rogándole al Dios de los peces Betta que por favor lo rescatara otra vez y recuerdo el momento ese triunfal de verlo moverse como si no hubiese pasado ni un segundo sin poder respirar, pero también recuerdo con aún mayor vividez, (la nitidez perversa de la nostalgia le llamaba el Gabo), lo desgarrador que fue la única vez que lo eché en la pecera y se fue directo al fondo. 


Y llevo meses con la nevera llena, con la cama vestida, con las hornillas que prenden intermitentemente por primera vez en años. Llevo muchos jueves barriendo, pero muchos más viernes sin cenar sola, y he utilizado todas mis estrategias infalibles para espantar la luz que se me ha metido por debajo de las plantas de los pies y que me hace desenredarme el pelo al menos una vez cada dos semanas y nada ha funcionado. Todo pareciera indicar que mi pez no es un pez betta sino un pez león. Un pez de esos de picadura venenosa como las vacunas mismas, que previenen enfermedades y tienen efectos secundarios, un pez que pica y provoca fiebre y comportamientos extraños, un pez que desequilibra ecosistemas construidos por años de independencia intensa, años de sobrevivir peces bettas de los suicidas, meros de mandíbulas grandes que meten miedo, chillos comestibles y pargos carnívoros. 

Y estoy tan acostumbrada a tanto nadar pa’ morir en la orilla, a que todo se rompa, a tropezar con mis propios pies. A perder las cosas, a sacar copias y copias de mis llaves. A diariamente descubrirme moretones de origen desconocido. Encontrar que compro el mismo esmalte una y otra vez convencida de que es un color distinto al anterior. A dejar las plumas de la casa abiertas sin ninguna razón. Por eso quizás voy buscando la fisura, trazándole la ruta al futuro accidente, al nuevo moretón. Voy directo a mi colección de esmaltes convencida de que voy a leer de nuevo: Forget me not. (no como las flores azules, sino como la película de horror). No salgo de la casa sin cerrarlo todo, puertas, plumas y ventanas. 

Llevo meses pasándole yo la manita a la vida, cantándole turulete pa’que siga siendo esta nena buena que desconozco, “duerme, duerme negrita”, le hablo a la vida bajito, rezo susurrando, mientras miro a media madrugada a mi pez amado respirar, lo toco un poco para asegurarme que no se le sienta la piel viscosa, abro los ojos despacito, sorprendiéndome todas las veces de que el pez león existe, que el apartamento sigue lleno de luz y que en una casa sin polvos viejos, es mucho más facil respirar. 


El silencio de los elefantes



Llevo muda 3 meses. Históricamente, desde que fundé, abrí, me inventé o pujé este blog en el 2008, es el año que menos he escrito. No he estado muda, muda, porque los que me conocen saben que el silencio no es una de mis aplicaciones. Usualmente me tengo miedo cuando estoy callada y los que han hecho el intento o el aguaje de quererme aprenden a tenerle terror a mis periodos mudos. Será porque el mar se calma justo antes de la tormenta. Y últimamente los piropos que me gano o que me regalan, todos tiene el factor común de desastre natural o fenómeno atmosférico. Y la vida me ha enseñado, a la mala como siempre, que no se sabe si por isleña, por mi ascendente en Cáncer, porque quizás sí soy hija de Yemayá, por mi padre pisciano, porque un cura me dijo que cuando dudara me le enfrentara, cuando estoy muda o a punto de desbordarme, me siento frente al mar. Soy una hoarder hasta emocional, todo lo acumulo, en el carro y en las costillas, todo lo almaceno, en los tobillos y en el apartamento, en particular las tristezas, porque a veces no tengo tiempo o ganas de bregar con ellas, como con las deudas, alguna gente que quiero, mis asignaciones de derecho y las despedidas, miro para el otro lado, las ignoro mientras puedo y luego el día menos pensado, no me caben, no cabemos, no quepo y me desbordo. Hay gente que colapsa ante el exceso, gente que se rompe en el caos, pero yo no, yo soy exceso y soy caos y cuando estoy a punto de derramarme me siento en la orilla del mar.



Mis llantos y mis silencios parecen funcionar como las mareas, se ven alterados por la cercanía y la atracción de la luna y el sol. Quizás he estado digiriendo demasiadas cosas, y quizás he tenido miedo de hablar demás como siempre y quizás este era un año para vivir y no para escribir. Pero he escrito, escribí una novela que me tomó un año y 10 meses de silencios y lágrimas y un parto el 11/11/2011 de 132 páginas. Y puse el punto final y me eché a llorar y llorando me delineé los ojos, y llorando abrí una cerveza, y llorando me puse un traje y llorando me pinté la trompa y llorando bajé en el ascensor y llorando me monté en el carro de un angelito y él me llevó a secarme las lágrimas a pura salsa. Y al otro día mi mamá literaria cuando le conté del lagrimeo involuntario, me dijo: “coño, ¿cómo no vas a llorar? ¡Si esto ha sido un parto larguísimo!” 22 meses de gestación, como los embarazos más largos, los de los elefantes.


Cuando perdí mi bebé hace ya casi 3 años, estuve a punto de tatuarme un elefante, la única razón por la que no lo hice, es que no quería que mi primera marca perpetuara lo que en ese entonces catalogué como una pérdida. Para la gente tan desorganizada y caótica como yo, poder clasificar las cosas que te pasan y que sientes, resulta en un gran alivio. Los elefantes son los animales terrestres más grandes que han sobrevivido la evolución. Un elefante al nacer pesa 120 kilogramos, mi peso ideal serían 120 libras. (aunque ya probablemente esté 11 libras por encima de eso) Lo curioso para mí es que sus cerebros son también magnánimos, o sea cerebros de once libras. La mayor parte de su cerebro es para la audición, el gusto y el movimiento y tienen orejas inmensas pero su gran función no es para oírte mejor como la “abuelita” de La Caperucita Roja, si no para poder enfriarles la sangre porque están llenitas de venas. Siempre he pensado que me hicieron llorona para salvarme y salvar a quienes me rodean. Soy rabiosa por naturaleza y tengo un carácter que debería pertenecer a un cuerpo que pesara toneladas, quizás un estómago también, pero en los momentos en que estoy siendo más dura, más grande, las lágrimas me ablandan, me cortan la furia, me sabotean la voz y me boicotean la crudeza. Quizás por eso mi fascinación con los elefantes nunca ha tenido que ver con su grandeza, ni tan siquiera con su permanencia como especie sobre la tierra, que pareciera que saben vivir mejor que el resto, como si fuesen más árboles que animales, sino que siempre me ha parecido que sus ojos encierran toda la nobleza y la tristeza del mundo. Dicen que el elefante más grande que existió pesó once mil kilos y murió el año que nació mi mamá. Los elefantes son de las pocas cosas que a mi madre y a mí nos gustan. A ella le gustan los perfumes de flores y frutas, a mí de especias y maderas. A ella le gustan los colores, a mí el blanco y el negro. A ella le gusta el chocolate suave, a mí el oscurísimo e intenso. A ella le gusta Sandro, a mí me hubiese gustado Camilo Sesto.


Los elefantes son lampiños como mi familia y se enfangan para que no los piquen los mosquitos. Dicen que son de los poquísimos animales que tienen la capacidad reconocerse ante un espejo, adoptan crías ajenas y le rinden duelos a sus muertos. Tienen un chorro de sonidos para expresar distintas cosas, casi casi un lenguaje. Sin embargo cuando pasan por algún lugar donde hay restos de elefantes, guardan silencio.


Mucha gente piensa que los elefantes tienen miedo a los ratones. En realidad, lo que ocurre es que los elefantes no ven muy bien, como tiene los ojos a los lados de sus cabezas y sus cabezas son tan enormes, no puedan distinguir con claridad cualquier cosa pequeña que se mueva delante de ellos. Su grandeza los traiciona, por eso no le gustan las sorpresas y se ponen nerviosos y hasta violentos ante movimientos bruscos.


Ha sido un año magnánimo, sobrecogedor, abrumador en muchas formas, más grande que grande, y quizás por eso he escrito tan poco. En el 2011 perdí a mi abuela, la perdí por completo aunque ya hacía mucho que el olvido me la había arrebatado, se me volvió tan sólo presencia, amor y energía, gané a mi sobrina, la niña de mis ojos, me enamoré de la salsa, viajé a Guadalajara y escuché gente diciendo y comprobando que se puede y se debe vivir de la palabra, mi maestra leyó mi manuscrito y me dijo que estaba orgullosa de mí, tengo un trabajo nuevo donde me pagan por pensar y escribir, la Escuela de Derecho no me ha causado una aneurisma, se atrevieron a quererme y yo me dejé querer, me detuve cuando fue necesario aún viviendo con la miope sensación de que nací sin frenos.


Me acerco a los 30 y la vida se siente tan nueva, tan distinta todos los días, tan clara y tan absurda, tan confusa y tan maravillosa. Pero me doy cuenta que ya cuando busco mi año de nacimiento en formularios de internet tengo que bajar mucho más que antes los números para encontrar el mío, que la vida se va haciendo tan cortita, mientras más grande uno se hace. Los elefantes no son tan longevos como otros animales que han sobrevivido la evolución, como las tortugas por ejemplo, no llegan a ser centenarios, no duran más de 90 años. La gente habla de "cementerios de elefantes", porque se encuentran restos de elefantes en una misma zona. La realidad es que antes de morir, los elefantes por instinto, buscan el agua, y por eso se van a morir cerquita de los otros.


Necesito un año lleno de agua, lleno de mar, lleno de viajes, lleno de palabras, lleno de amor, de auto reconocimiento, de silencios necesarios, de plantas de los pies adoloridas por tanta salsa, de ojos acuosos por tanta felicidad, quiero tener a mis elefantes cerca, andar con mi amada manada como siempre, quiero bañarme en el lodo pero siempre acompañada, quizás una trompa que besar, no quiero más restos de elefantes amados, quiero tener claro que no es mi culpa ser grande y cegata, y que está bien serlo, que no soy la única que odia las sorpresas que no sean viajes o taquillas de conciertos. Poder entender y aceptar que para nosotros los elefantes, 90 años son más que suficientes.



Uno, dos, tres, cinco, seis, siete…

Mis papás tenían un video de mí bailando que se lo ponían a las visitas como un conversation piece. Yo tendría como 3 años y me decían: “baila, baila, baila” y me enseñaban una paleta. El video consistía básicamente en eso, me enseñaban la paleta y yo bailaba, me cansaba y me volvían a enseñar la paleta y yo volvía a bailar hasta que me cansaba, y esto se repetía por un promedio de cuatro minutos y medio. Ajá, maltrato infantil musical. Poco después, me metieron en una escuela laica, bilingüe y laica. Los martes me daban ballet y a los nenes karate. Yo quería coger karate y odiaba con pasión rosada el ballet. Mis padres temían por la vida de mi hermanito si combinaban mi fuerza con técnicas de cómo administrarla contra el pobre. Nunca he tenido coordinación motora y entré a Kinder a mis escasos 4 años y medio, porque lo decidí, ajá, decidí que no quería ir a Pre-Kinder, prefería quedarme con mi abuela. Así que martes tras martes, me enfermaba. Me daba un dolor de barriga terrible, a veces por la mañana, a veces al medio día, a veces justo a la hora de la clase, era una reacción alérgica al tutú. Así que si algo aprendí del ballet, fue a mentir.

Mi próximo intento fue mucho más sensato: belly dancing. Ya a los 12 años se notaba que este cuerpo no estaba hecho para leotardos, pantimedias y falditas con cancán. Me enseñaron a dividir el cuerpo, a que las caderas tenían vida propia, a que el torso y el resto del cuerpo estaban conectados pero de mentirita. Aprendí el concepto de conexiones decididas y circunstanciales. No había razón para moverse de la cintura para arriba como consecuencia de nada, el cuerpo cortado en dos, a propósito y con intención. La seducción era casi un efecto colateral, implícito, pero colateral. Demás está decir que la ropa me fascinaba, (la falta de ropa diría mi papá) y la poca ropa que se usa, toda suena, toda se mueve, toda brilla, un baile lleno de efectos visuales e ilusiones ópticas, perfecto para mi escasa estatura e inexistente coordinación. Entre mi cadera voluntariosa que se sale de sitio cuando quiere sin consultarme y el ambiente de víboras que inevitablemente se cuaja cuando se juntan demasiadas mujeres en un mismo sitio por demasiado tiempo, dejé la danza del vientre, hasta nuevo aviso. Todavía al sol de hoy escuchar unos címbalos cambia mi ritmo cardiaco y altera mis velocidades sanguíneas.

El año pasado, en la fiesta de navidad de mi trabajo me sacaron a bailar salsa como en los tiempos de los disco parties. Siempre me había creído que sabía bailar salsa. Mis papás bailaban salsa todo el rato y hasta recuerdo que nos quedábamos en villas por la isla y de momento mi mamá nos decía: “deshagan las maletas que nos ganamos un par de noches en un concurso de salsa al lado de la piscina”. Otras veces nos quedábamos con mi abuela en lo que mis papás salían a bailar y a veces regresaban con un microondas o una impresora que se habían ganado bailando. Pero esa noche había visto al chico en cuestión bailar salsa y él parecía que lo había aprendido antes de gatear. En realidad, eso no significa gran cosa porque yo caminé sin gatear, (cosa a la que le achaco mi falta de sentido de dirección y ubicación espacial) y me caigo al menos dos veces al mes. Abrí los ojos petrificada ante lo que yo creía que era una oferta o una invitación y capté estando en el medio de la pista que era una declaración y no me estaban pidiendo permiso. Le dije: “Pérate un momento” y recordé como recuerdo cada vez que escucho esta frase, a mi hermanito chiquito cuando le iban a sacar un diente que tenía violeta porque se había caído y se había jodido el nervio y con todo y el nitroso cada vez que la dentista se acercaba le decía: “un momento, un momento”, era cobarde hasta los dientes, literalmente. Bajo los efectos del gas mi hermano piropeaba a la dentista, le decía que era bien bonita, hasta que se le acercaba con la mascarilla y sus instrumentos metálicos y mi hermanito la detenía con el infalible: “un momento, pérate un momento”. Pero mi “pérate un momento” aunque era un acto de cobardía también era un acto de reconocimiento, “yo no sé bailar salsa” y por primera vez en mi vida, sentía que no mentía al decirlo. Él me dijo: “¿y?”. Me agarró delicadamente, ya presto a bailar y le dije “pérate un momento, es en serio, es que tengo un problema con dejarme llevar”. Él se rió y me dijo “vamo’a ver si es verdá”.

Él no sabía (y en el fondo yo tampoco), que ese “tengo un problema con dejarme llevar” era tanto una confesión súper íntima, una revelación vital y no meramente una advertencia musical. Fueron unos minutos largos y borrosos, no porque estuviese alcoholizada (era temprano en la noche) si no porque nunca había bailado salsa así en mi vida, tenía terror a estar haciendo el ridículo y sentía absolutamente todos los ojos del sitio sobre mí (luego entendí que eran sobre él en realidad). Luego de recuperarme de que terminaran la canción lanzándome hacia atrás y sintiendo mi cabeza al ras del suelo, me dijo “nada mal, nada mal, en febrero te voy a trepar en la tarima y todo”. Ajá, estaba bailando con mi hoy maestro de salsa y entendí que su “¿y?” se traducía en: “de eso yo me encargo” y ese “vamo’a ver si es verdá” significaba: “es que no te han sabido llevar”.

Mis amigas me dijeron que estuvo espectacular, que si estaba perdida no se notaba, que me estuve riendo todo el tiempo y que parecía que llevaba bailando toda la vida. Para mí fue como la caída de una montaña rusa, la parte esa rica que uno no tiene muy claro lo que pasa por su mente y después queda sólo el alivio ese de sentirse liviano por un tiempo que no puede medirse en términos habituales. Llevo 7 meses bailando y estoy en pleno enchule. La salsa es mi nuevo jevo no tan nuevo. Es uno de esos romances que uno conoce a alguien y dice, coño es que yo tengo que conocer a esta persona de otra vida. Se siente tan familiar que me da trabajo recordar cómo era mi vida antes de la salsa. Sé que suena sectario y que huele a fanatismo y que encima yo tengo fuertes tendencias a la adicción, pero esto es diferente. No es un taller de rediseño personal, con todo el respeto de mis amigos y conocidos que estas cosas les han cambiado para bien sus existencias, como diría mi mamá literaria sobre los libros de auto ayuda, si te va a ayudar a no pegarte un tiro y más importante aún a no pegarle un tiro a alguien más, bienvenidos sean.

En mi caso tiene que ver con que siento que me revelaron la clave para entender a muchos hombres de mi vida. Mi abuelo en vez de contarme cuentos de niños me cantaba: “Si yo llego a saber que Perico era sordo, yo paro el tren” y “Si yo corriera, estaría en el hipódromo, caballo soy soy” y la más life changing de todas por razones cruelmente obvias: “y saben la respuesta que le dijo el matón, yo lo maté por ser tan bembón, el guardia escondió la bemba y le dijo, eso no es razón”. Papi me cantaba: “Mi chinita linda tiene chiquititos los ojitos”, y el culpable de mi fetiche con los peloteros me cantaba: “Botaron la pelota tu papá y tu mamá, por lo linda que te han hecho para mí”, mis almas gemelas y yo pensamos que “Brujería” es la mejor canción de salsa jamás escrita y bien tocada. Así que nunca lo había pensado antes pero el soundtrack de mi vida podría cómodamente ser un LP de salsa. Esas mismas canciones le canto yo a mi sobrina intercaladas con Duerme Duerme Negrita (y la pobre es más blanca que el blanco mismo), Caravelas y Diablitos de los Fabulosos, Ella Usó mi Cabeza como un Revólver de Cerati, Estrella Fugaz de Estopa, 19 Días y 500 Noches de Sabina entre otras nanas anacrónicas que mi hermano encuentra totalmente inapropiadas para una bebé de 5 meses.

Se me hace difícil identificar cuál ha sido la magia de la salsa. Por un lado Cambio en Clave me ha llenado la vida de gente bonita que me ha llenado la existencia. Tengo gente que me manda mensajes de texto con un calendario de las actividades salseras semana tras semana. Recibo mensajes de texto con avisos de tormenta y huracán y consejos sobre cómo tomar las debidas precauciones. He encontrado refugio post huracán y a falta de energía eléctrica he recibido hospedaje con películas, vino y tostadas francesas incluidas en el paquete. Comparten conmigo una cantidad absurdamente hermosa de canciones y películas. Tengo amigos de diferentes pueblos y de literalmente todas las edades. Mi vida social se ha transformado radicalmente y el 89% de ella consiste en salsa. Cuando me preguntan, ¿qué es de tu vida? Respondo: universidad, trabajo, novela y salsa, salsa, novela, trabajo y universidad.

No tengo pareja hace casi 2 años, hace tiempo no estaba tan pelá, y hace tiempo no estaba tan feliz. Pablo Milanés escribió: “mi soledad se siente acompañada” y yo honestamente (tocando madera, dedos cruzados y velas prendidas) ya nunca me siento sola. Quizás tenga que ver con que nunca me ha gustado lo fácil, soy una tecata de la adrenalina como dice un niño que adoro, y necesito sentir que encuentro mis propias respuestas y por eso no me funcionan los libros de auto ayuda ni los terapistas.

Cada vez que alguien me saca a bailar, tengo un golpe de adrenalina, el cuestionamiento ese de si sabrá bailar o no, si me sabrá llevar, si me virará como una media, si haré el ridículo, si los próximos 4-10 minutos serán alucinantes o pesadillezcos. Y me encanta no saber, los hombres son una caja de chocolates como dice Forrest Gump, en todo (pero ya eso es otra novela). Nunca se sabe, y es hermoso cuando la persona que menos te esperas te sabe llevar. Pone las manos donde van, baila en tiempo, te da una vuelta nueva que no sabías o te lleva magistralmente a dar una vuelta que te encanta y que sabes que te sale a la perfección. La magia que se produce cuando por ese fragmentito de hora, sólo existen dos personas que quizás sólo los une esa canción, esa pasión por la música, esa alegría liberadora de bailar, solamente bailar. Y me han dicho muchas veces diferentes parejos que lo que les gusta de bailar conmigo es que no dejo de sonreír. Y sonrío porque no puedo evitarlo, no es la sonrisa esa de cuando era reina del carnaval que no tenía de otra, como si tuviese vaselina en los dientes como las Misses. Sonrío casi sin darme cuenta, como me pasa en otras ocasiones no muy convenientes pero siempre significa la mismísima cosa: qué bien me la estoy pasando y en ese preciso momento, qué bonita es la vida coño.

Encima hay una dinámica de respeto, zona libre de rapeo mongo, no hay que pasarse la noche poniendo líneas, espantando moscas, defendiéndose y sintiéndose carne de mercado, que para una mujer divorciada eso es literalmente un regalo de los ángeles, arcángeles, de Dios mismo, de los santos y los orishas. A veces pienso que Rafa me arruinó, que antes cuando alguien no sabía bailar yo me empotraba y me llevaba yo misma y en mi mente se salvaba la canción. Ahora estoy disciplinada y me dejo llevar (dentro de mis capacidades dirán algunos de mis amigos salseros), intento seguir al parejo, esperar indicaciones, dejar que el desconocido me guíe, decir “sorry” cuando mi cuerpo da la vuelta para el lado que le da la gana. He aprendido a confiar un poco en el proceso, a disfrutar el paseo sin mirar la meta, a entender que hay hombres que saben dedicarse a que te veas bien, a cuidarte de que no te golpees con tus alrededores mientras giras, hombres que te dejan ser y manifestarte, hombres que te anuncian su próximo paso, que te advierten claramente lo que quieren y en guerra avisada no muere gente, hay algunos otros que no lo saben y no es su culpa, es cuestión de disfrutar esos 4-10 minutos y dejarlos ir. Hay veces que la dinámica es perfecta, casi imposible y uno les pregunta, dónde cogiste clases, ajá, como la gente de los talleres que tienen saludos específicos, a esos parejos ideales uno los busca, intenta bailarlos de nuevo, romper las reglas esas hipócritas y sacarlos uno a bailar, si total voy a dejar que me lleven, son 7 meses, no le pueden pedir peras al olmo, denme una oportunidad.

He logrado traducirme a través de la salsa. Resolverme un poco (nunca del todo porque sino después de qué uno escribe). Pierdo libras sin pisar el gimnasio. Libero energías que a veces por semanas han estado anudándome la columna. Las cosas que me faltan desaparecen entre vuelta y vuelta. Las cosas que me sobran se pisotean en la pista. He aprendido que a veces sencillamente la cosa no fluye, el parejo y uno no se entienden, pareciera que en su mente se escucharan una música diferente a la de uno y tampoco hay que someterse, es cuestión de sonreír, de halarlo un poco hacia uno, romper un chin chin más las reglas, traicionar un poco lo aprendido, traerlo al ritmo y decirle en el oído: uno, coño, uno.

De nanas y espejitos



He tardado 3 meses en escribirte. Verás, soy lenta para ciertas cosas, probablemente para estas alturas ya lo sabrás. No sé a qué edad los niños aprenden a leer y aún cuando aprendas no estoy segura de que te lo permitan (sería lo más prudente de todos modos). Tu papá todavía no se atreve a leerme o mejor dicho ha decidido no hacerlo punto. Pues, como te iba diciendo, tu tía es un poco cobarde. No soy tímida, ni precavida, ni calculadora, ni pudorosa, pero sí cobarde. Soy lenta, lentísima procesando las cosas. Soy rápida en todo lo demás. Así que tardo meses en darme cuenta de que tengo que moverme de donde estoy, ya sea trabajo, casa, novio, país. Y hace mucho tiempo que no escribo cartas de amor. Así que me ha tomado más de 90 días intentar comunicarme contigo de la mejor manera o mejor dicho de la única forma que sé.


Tengo miedo. Tengo tanto miedo a quererte. Porque me dueles desde que empezaste a formarte. Porque tu tía no sabe concebir el amor sin dolor. Y cuando supe que vendrías, lloré, lloré sin saber por qué y me alcoholicé lo más que pude para procesarlo o no tener que hacerlo. De alguna extraña manera sentía que eras mi responsabilidad y que no estaba (ni estoy) lista. Desde que tu mamá tenía las semanas suficientes para que llegaras inminentemente, dejé de apagar el celular en las noches, porque no quería perderme por nada del mundo tu llegada. Y cuando me llamaron a decirme que estabas por asomarte, seguí bailando salsa con titi Aybila, palo en mano (tocaba Orquesta Macabeo que ya los conocerás) y le dije a todo el mundo conocido o no conocido que venías, “voy a ser titi gente, voy a ser titi”, se lo dije al bartender, se lo dije a los jevos desconocidos, se lo dije a los amigos, se lo dije al guardia del parking y como seguías tardando cambiamos de barra para seguir celebrando que en cualquier momento llegarías. Pero tardaste. Tu abuela dice que saliste puestúa a mí, si es así, llegarás tarde toda la vida y según dicen algunos de mis amigos, todo por hacer “grand entrances” y poder hacer los cuentos con la mayor audiencia posible. Y me fui a mi casa a coger una siesta y me llamó tu abuela a decirme Valeria viene por ahí. Y estuve como 12 minutos chocando con las paredes, llevándome los marcos de las puertas con los dedos de los pies. Buscando qué ponerme, lavándome la cara y los dientes 18 veces para disimular la amanecida, para esconder la resaca. Y cuando me monté al carro me di cuenta de que no tenía la más puta idea (sí, tu tía también habla como troquera) de cómo llegar al dichoso hospital. Y me entró la lloradera. Verás, lloro poco, pero cuando lloro es como si llorara por todas las cosas que nunca lloré. Y guié atacada en llanto, sin casi poder respirar, cambiando el radio automáticamente sin pensar en nada, porque te juro que lo único que pasaba por mi cabeza era Valeria va a llegar, Valeria va a llegar y lloraba y lloraba sin control.


Cuando finalmente naciste estábamos todos en el pasillo pegados a la puerta escuchando a tu madre gritar y gritar y tan pronto asomaste la cabeza al mundo no te tomaste un minuto antes de empezar a gritar y dejarnos saber a todos que nuestras vidas como las conocíamos habían terminado. Y lloré y lloré, me abracé a todo el mundo y lloré y me monté en el carro y lloré y cada vez que te veo no puedo parar de llorar. Y ni siquiera sé por qué. Como tú, yo también soy la primera nieta de las dos familias y nací justo cuando mi abuela se estaba divorciando de mi abuelo. (Cualquier semejanza es pura coincidencia.) Después de ahí, cada vez que mi abuela me veía lloraba, decía que yo era su rocío mañanero y el lucero de sus noches y lloraba, todavía lo hace. Yo honestamente espero no estar llorando los próximos 26 años porque soy un poco vanidosa y siempre tengo mil cosas que hacer y llorar me retrasa verás.


Es un llanto de alegría, un llanto de emoción, un llanto de sentir cosas tan grandes que no me caben en el cuerpo y el cuerpo siente que tiene que estallar por algún lado. Es un llanto de que cada vez que te veo es como si presenciara un milagro. Es una combinación de ver rasgos de mi hermano, el ser humano que más amo en el mundo en ti, es saber que naciste de dos personas hermosas por dentro y por fuera que te hicieron con amor, con mucho amor porque yo sentí y hasta envidié ese amor cada vez que los veía y si alguna vez tienes dudas, ven donde mí que yo te puedo contar el amor del que saliste.


Es saber que cambiaste a mi hermanito. Lo volviste un hombre, lo volviste un papá, le pusiste nostalgia en la boca, le llenaste de melancolía los ojos, le llenaste las noches de ansiedad, las mañanas de alegrías, lo llenaste de amor, lo inyectaste de madurez, le enterneciste sus inmensas manos, le suavizaste la voz y el otro día le pregunté, “¿piensas mucho en tu bebé?”. Y me dijo sin pensarlo con su voz nueva y su edad multiplicada, con una solemnidad de estreno, casi casi sentenciando: “todo el tiempo Edmaris, todo el tiempo.”


Es saber que naciste exactamente el día en que yo perdí un bebé, dos años antes que tú, por lo que viniste mágicamente a limpiarme la fecha; entre otras cosas. Es sentir que no te merezco, que quisiera tener más cosas que ofrecerte. Que sigo siendo un ensayo de lo que quiero ser. Que no tengo muy claro qué voy a hacer con mi vida, que tropiezo todo el tiempo, que le debo una vela a cada santo y a cada santo una vela. Que todavía no he conseguido a alguien que me ame por suficiente tiempo o con suficiente valor como para quedarse. Que siento que no sé suficiente, que quizás no tengo tantas cosas para poder enseñarte, que soy inestable y confusa e intensa. De seguro así te referirás a mí, “es que mi tía es bien intensa”. Es una percepción unánime, todo el mundo lo dice, para cosas buenas y para cosas malas, para conquistarme y para dejarme, “es que eres tan intensa”. Y tienen razón, esta intensidad se refleja en todo, en la fuerza de mis manos por ejemplo, tu tía rompe mapos con las manos, copas mientras las limpia, destruyo las cosas que toco y me da miedo tocarte, porque soy como Hércules sin lo heroico.


Y te veo y me da tanta pena, que no te pueda decir que te voy a sacar de este país, que no te pueda enseñar otro idioma que no sea español, italiano e inglés. Que no tengo una historia de amor que contarte para ayudarte a que a mi edad tengas algo de qué agarrarte para creer. Que no voy a saber contestar tus preguntas grandes y sé que me las vas a hacer. No sé si hay cielo Valeria, no sé si la gente es mala por naturaleza, no sé si cuando crees mucho en algo lo logras, no sé si se puede tener todo, no sé si hay finales felices, no sé si hay príncipes azules, creo en Santa Claus y creo en las hadas y en el fondo bien en el fondo creo en el amor. Creo en Dios porque si no, no pelearía tanto con él.


No sé por qué la gente se deja de amar, no sé por qué nos enamoramos de la gente equivocada, no sé por qué a uno le falta el aire cuando está triste, no sé por qué nos duele la barriga cuando tenemos miedo, nunca he entendido los arco iris y por nada del mundo quiero que me los expliquen, no sé cómo funcionan los microondas y por qué uno no se puede parar frente a ellos pero sí se puede comer lo que está adentro, no sé cómo funcionan los teléfonos y cómo uno puede escuchar la voz de alguien al otro lado del mundo. No sé por qué la gente buena se muere antes de tiempo, no sé por qué me gustan tanto los hombres, no sé por qué estudio derecho y mucho menos por qué lo continúo. No sé por qué siempre lloro en los conciertos y rara vez en los funerales. No sé por qué soy tan torpe y tu abuela tampoco sabe cómo siendo tan inteligente puedo ser tan boba. No sé por qué la gente se enferma de olvido y le tengo terror a olvidarme. No sé por qué hay tanto cáncer en nuestra familia y no sé por qué todavía nadie ha encontrado una cura. No sé por qué la gente le hace daño a los niños y desde que naciste quisiera ir matando a la gente que lo hace, para asegurarme de que jamás te encuentren. Esa es otra Valeria, soy como Tinker Bell, quizás porque mido apenas cinco pies y sólo me cabe una emoción en el cuerpo a la vez. Y si te amo, no puedo sentir nada más. Es una limitación verás.


Tengo miedo de amarte porque antes de conocerte ya te amaba. Me duele amarte porque eres la forma más bonita del mundo para reincidir. Porque es mi nuevo intento de amar a alguien más que no me pertenece. Eres Iván transmutado pero peor. Tienes mi sangre corriendo por tus venitas, tienes mi boca y esa energía que me anticipa que también te va a encantar besar. Ya se te nota el carácter, la voluntad, la persistencia y apenas sabes pronunciar. Eres Ariana como mi madre, eres Carazo como mis peores malas mañas, eres mi maternidad chueca, mi latente recordatorio de que estoy incompleta. Te pareces demasiado a lo que se siente enamorarse, me tienes la piel de punta, síntomas de adicción y dependencia cuando no te veo, se me aguachan los ojos, me paso pensándote cuando me distraigo, mis planes se paralizan si tengo la oportunidad de verte. Eres mi excusa perfecta, el empuje que necesitaba, la ternura esa que tanto me cuesta, la dulzura que me tengo prohibido sacar a pasear. Eres el primer permiso que me he dado para volver amar, para amar otro ser más libre que yo, quizás más sabia, quizás más dulce, quizás más fuerte, quizás más íntegra, quizás más decidida, quizás más organizada, quizás más realista, más resuelta, más genial, más centrada, más humana, más mujer, quizás más suave, quizá más intensa (esperemos que no, Dios te cuide).

Turulete



Mi abuela era tan y tan fuerte que luchó cuerpo a cuerpo con un cáncer y salió ella victoriosa. A mi abuela no se la llevó la muerte, a mi abuela la venció el olvido. Ay abuela, ahora me doy cuenta de que no me sale llorarte, porque llevo una década llorando tu partida, llorando tu ausencia presente, tu presencia tan perdida.

Abuela si me vieras que siempre ando de luto, tan linda y tan viudita como me decías tú, que no me parezco a ti, en casi nada, en tu pasión absurda por los animales quizá, en hablarle a los perros como si fuesen gente, en tenerle más compasión, más ternura, en que se me hacen más fáciles las caricias a los perros que a la gente.

Recuerdo verme felina restregándome contra ti, mientras me mecías cantándome turulete, recuerdo mirarte a través del balcón mientras le ponías azúcar a las reinitas en galones de agua cortados, reciclados por ti. Nunca dejaba de asombrarme tu consideración tan anacrónica, cortando las ramas de los árboles en medidas iguales y amarrándolas con cintas de tela para que los basureros no se cortaran, congelando la basura para que la calle no apestara.

Te veo echándole agua a las trinitarias, a las Cruz de Marta, a las rosas silvestres, al palo de acerolas, intentando salvar al árbol de grosellas que por más que luchaste se lo comió una cosa blanca que se quedó con todo, como luego te hizo el olvido.

Me parece verte echándole migas de pan a los lagartijos y a las iguanas. Tratando a tu madre de usted mientras ella tan sólo refunfuñaba. Dibujándonos, cocinándonos, engulléndonos, regañándonos. Amenazándonos constantemente con lavarnos la boca con jabón por boquisucios. Sabrá Dios a quien habré salido porque mi abuela se persignaba hasta si se le zafaba un coño, tenía un Ave María purísima siempre en la punta de la lengua. Si se reía demasiado le daban ataques de asma, lloraba si nos regañaban, se ofendía y se encerraba en el cuarto las poquísimas veces que nos pegaban a Eduardito y a mí. Veía novelas y juegos de tenis. Nos decía que dijéramos la verdad hasta a punta de pistola. Por lo mismo no sabía guardar secretos, porque la omisión se le hacía demasiado parecida a la mentira y por eso dañaba todas y cada una de las sorpresas. Todo lo cocinaba rico, todo lo cocía perfecto.

Perdonaba y perdonaba, hasta 70 veces siete, una capricorniana que perdonaba, un desliz de la astrología. Pero no pudo coserme mi traje de novia y estoy segura de que eso, si se dio cuenta, no se lo perdonó a la vida. Tenía una fe implacable, envidiable, inquebrantable. Dios prueba a sus favoritos decía con toda seguridad. “Nena, a Dios no se le cuestiona” -me decía y confieso que en todas esas épocas en que la macacoa se ha ensañado conmigo, me lo repito con su voz en la cabeza, Dios prueba a sus favoritos, Dios prueba a sus favoritos, Dios prueba a sus favoritos, como un mantra que me hace creerme que nosotras estamos en el Top 10 de su listita.

Amaba a Juan Gabriel, a Marc Anthony, a Ednita Nazario, a su pollo Chucho Avellanet. Hacía el mejor dulce de grosellas sobre la faz de la tierra. Calculaba la compra en su cabeza y no fallaba ni por un centavo. Las mejores cremas, las mejores trenzas, los teces para cada ocasión, todas las supersticiones, las sombrillas abiertas dentro de la casa, la escoba detrás de la puerta, un beso al pan antes de tirarlo, mariposas negras, uvas de año viejo, el cubo de agua hacia fuera de la casa a las 12 para que se fuera lo malo. Más popular que Cuchín, más Muñocista que la mujer de Muñoz y toda su descendencia. Más católica que la reina Isabel. Más integra y recta, que feliz.

Más madre que mujer, más abuela que madre, más nuestra que suya. Ay abuela, con los dedos cruzados, velas prendidas y todos los salmos y rosarios que me enseñaste a memorizar, espero que por fin haya llegado tu turno. Que te rías sin ahogarte, que goces sin sentir culpa, que nos mires satisfecha, que puedas rememorar, que se te haya curado el olvido, que nos recuerdes, pero sólo lo bonito.





"¿Qué tiene que ver el culo con la primavera?" -Mi Abuela




Vivo en un país sin estaciones. Tengo que achacarle mis cambios a las hormonas, a la luna, a mi dieta, a mis horas de sueño, a mi falta de roce, a los tránsitos planetarios, a las resacas, a la ineficiencia gubernamental, a la mediocridad de mi institución bancaria y al perenne tapón insular. Pero la realidad es que mi cuerpo cambia, se siente más solo con el frío del invierno que no tenemos, me vuelvo más ilusa con la mera ilusión de primavera que se ve en uno que otro árbol, la piel me pide playa cuando llega junio aunque el sol sea el mismo casi 10 de los 12 meses del año y el otoño me destroza y siento que se me caen los cantos a falta de hojas. Los cambios son mis malas costumbres, mi rutina es el caos, mis principios son meras continuaciones de finales incompletos, son simulaciones de abandonar una estabilidad que nunca he alcanzado quizá porque sencillamente no me cabe en el carácter.


Y siempre le he encontrado el encanto a los principios, a las primeras veces, quizá tenga que ver con que le tengo más miedo a la vejez que a la muerte (igual que le tengo más pavor a la lactancia que a los partos). Hacer algo por primera vez siempre me hace sentir que soy joven, porque he logrado convencerme de que mientras haya estrenos me queda juventud. Quizá por eso no quiero repetir viajes, por eso celebro los primeros besos, los domingos, los primeros días del mes, los primeros polvos, la primera marca, los sabores recién descubiertos, quizá por eso cambio compulsivamente los perfumes y los mezclo con otras cosas como un fútil intento de conservar algún tipo de frescura en cómo huelo, tal vez porque mi novela favorita es El Amor en Los tiempos del Cólera y la imagen de dos viejitos amándose siempre me trae a la mente un olor a guardado, a madera rancia. Y quizá esa pasión por la novedad me ha hecho una desarraigada de la vida. Quizá por eso mi vidente me dice que ora y ora por mi estabilidad, y la vida quiere dármela pero yo me resisto y lucho bestial y brutalmente contra ella.


Siempre he tenido la virtud o la maldición del desapego, desapego de casi todo, de las cosas, de los lugares, del país, de los planes hechos, de las fechas, del dinero, del crédito, de los calendarios, por lo que el cambio suelo verlo como un mero engaño al aburrimiento, el antídoto a la monotonía que sagitariana al fin repudio con todo. La cosa es que mi desapego a ciertas cosas es matemáticamente proporcional a mi apego a otras. Tengo una afición a los espacios, a las palabras, a las cartas, a los mensajes, a lo dicho, a lo hecho, a la nostalgia, a los cuerpos, a los sabores, a cuestiones sensoriales.


Y mayo es siempre la graduación de mis estaciones de mentiras, la revolución de mis apegos. Mayo es mi primavera esa de escaparate que me imagino cuando veo las flores que se lanzan de los árboles y caen en el patio de la escuela de Derecho y en los cristales de mi carro. Ver el techo lleno de flores rosadas en vez de mierda de pájaro y otras maravillas que me hacen olvidar que estoy pillada en una isla inmutable. Porque este país da la sensación que se mueve, pero es como cuando uno está estacionado y el automóvil de al lado se mueve y uno tiene la falsa impresión de que uno es el que cambia de lugar, pero es sólo eso, la ilusión de movimiento, la proyección de que el otro se mueve, mientras uno se queda inmóvil mirando el mundo moverse cual carrusel de centro comercial.

Y todo ha cambiado tanto de repente, o quizás lleva tiempo arrancando pero como a veces paso de bregar con las cosas por falta de ánimo o de paciencia o de tiempo o de preocupación o de apego y preocupación básica de personas medianamente adultas y responsables. Quizá porque tardo en digerir aquellos cambios que no decido y los comienzos que no controlo, termino dándome cuenta de todo de sopetón, como si llevara 5 meses anestesiada, corriendo de la casa al trabajo, del trabajo a la universidad y de la universidad a la cena y de la cena a la bebe lata y de la bebe lata a la cama y así sucesivamente durante 31 días de enero, 28 días de febrero, 31 días de marzo, 30 días de abril y de repente mayo me jamaqueó como una buena resaca acumulativa.














Y mayo me cogió siendo ya tía, y de pronto el hombre que más amo en el mundo, el único ser que comparte mi sitio en el universo, mi sangre, mi DNA, mis padres, mi crianza, mis traumas de infancia y mi vil sentido del humor; es un papá. Y de pronto hay un montoncito de vida de apenas 7 libras que me revuelca la razón y me inunda de estrógeno y hace que me arda la maternidad chueca con la que cargo, y siento que muero de una sobredosis de oxitocinas y de pronto entiendo a las mujeres que no quieren hacer más nada que mirar a su bebé, porque coño, no había nada y de pronto salió vida y para mirarse uno el ombligo mejor mirarle el ombligo a una extensión de vida, a un proyecto grande, a quizás la única posibilidad real de carne y hueso de sublimarse uno y me impresiona sobremanera que no se paralicen del miedo porque yo estaría mirándola y lagrimeando y llorando cada vez que llora y cronometrando las respiraciones y llevando una agenda de sus cagadas y sus meadas y sus hambrunas y sus rabietas, contándole las líneas de las manos, oliéndole los dedos y buscando en internet nanas en idiomas imposibles para saber callarle el canto en 17 idiomas y dialectos indígenas. Pero no puedo hacerlo y tengo que recordarme constante y consistentemente todas las cosas que no me tocan. Me obligo a repasar a diario cuál es mi lugar, no llamar todos los días, no hostigar a los padres, no acampar en el estacionamiento de su nuevo nidito, dejar el teléfono prendido todo el tiempo por si me necesitaran, ignorando que no soy uno de los primeros cinco números que marcarían de necesitarlo. Pero lo hago tranquila, veterana de guerra, superviviente casi cuerda porque yo sí sé amar de esta manera, sé amar hasta cierto punto, sé morderme la lengua, fui madrastra seis años, me siento cómoda y sabia con los amores contenidos, sé amar con una distancia marcada por una cinta métrica que no es la mía, me aterra, pero he asumido que envejeceré experta en amar lo que no me pertenece. Y no puedo hablarle, ni decirle que la amo, ni puedo escribirle versos, ni una entrada de blog, porque sencillamente siento que me falta la respiración cada vez que intento si quiera rozar el tema. Pero cada vez que digo “vale” en vez de “okei”, hago una pequeña oración a Dios, haciendo así una pausa en el tiempo que nos estamos dando (Dios y yo, no sean impropios, no hagan preguntas). No olvido que mi vidente una vez me dijo: “cuando tu pareja te pida tiempo, regálale un reloj y que se lo meta por donde le quepa, porque el que no sabe quererte desde tu propia cama, mucho menos va a quererte de lejitos”, y me imagino que eso estará pensando Dios de mí y de seguro se ríe cada vez que alguien me dice: “te veo allí a las 9” y yo digo: “Vale”, con V mayúscula de Valeria y acto seguido en mi mente: “Dios la cuide”.



Y me llamó mi casera hace un mes a decirme que había vendido mi apartamento y le dije que estaba bien, que le devolvía la llamada. Me levanté de mi escritorio, me metí al baño, me quité mis pulseras, mis sortijas, mis pantallas, me amarré el pelo, me quité los zapatos, me senté en el piso y me eché a llorar, me empolvé el pecho porque de un tiempo para acá se me llena el pecho de ronchitas rojas cada vez que me agito, (padecimientos de casi treintona serán) e almorcé 2 cervezas y estuve 2 semanas en shock sin buscar apartamento, hasta que un compañero de trabajo me dijo: “pero tú estás buscando apartamento o estás pendejeando?” Y como yo sólo me conmuevo y aprendo con cierto grado de violencia, ese sábado fui a ver 7 apartamentos. Escogí uno, busqué informes de créditos, sentencias de divorcio, cartas de recomendación, certificaciones de empleo, talonarios y firmé contrato. Con el mismo pánico que siempre firmo casi cualquier cosa menos los recibos de mis excesivas cenas y bebe latas. Así que tuve que mudarme. Me mudé. Mi sexta casa en 26 años, para ser exactos en 8 años, 5 mudanzas; nómada me dijeron el otro día. Y vaciar ese espacio fue vaciarme, fue revolcar mis fantasmas. Mis fantasmas vivos y muertos, mis miedos nuevos, mis fobias superadas, mis amores perdidos, mis amantes inventados. Y lloré mientras envolvía en papel de periódico las tazas. Ajá, tazas de café comunes y corrientes, descubrí que tengo 4 platos y 17 tazas de café, 3 vasos y 23 copas de Martini. Y fue como dicen que es morirse, porque en cada cosa que guardaba, cada vez que el espacio se iba vaciando fui viendo esos casi dos años de mi vida donde viví sola por primera vez. Ese tiempo donde me volví adulta y regresé a la adolescencia a la mismísima vez, esas paredes, ese piso donde deliciosamente me equivoqué tantas veces. Y mi madre me preguntaba que de qué barbaridades estaría yo acordándome que me reía sola. Me despedí de mis visitantes de carne y hueso que hace meses se habían ido y de mis inquilinos espectrales que se han negado a salir. Toda nostálgica tomando fotos y recitando mantras bajito, pude ver el apartamento totalmente vacío, y decirle al espacio sin que nada me quedara por dentro: “en ti fui feliz”, esa delicadeza que nadie tuvo conmigo.


Quería golpear a la nueva dueña de lo que fue mi hogar cuando tuve que entregarle las llaves. Dos semanas después, todavía le tengo miedo a vaciar las cajas, rebuscar las bolsas negras que tengo sobre el piso de tabloncillos con el siempre soñé. La mitad de mis 26 años está guardada en cartón y plástico. Y por si eso fuera poco en mi trabajo tuvieron la deferencia de darme una oficina. Un espacio vacío prácticamente completo para mí. Sufrí un ataque de pánico. Me levanté de mi escritorio, me metí al baño, me quité mis pulseras, mis sortijas, mis pantallas, me amarré el pelo, me quité los zapatos, me senté en el piso y me eché a llorar, no me tapé las ronchas rojas porque esa era la única forma en la que me pensaba quejar. Mi primer jefe me enseñó que no hay nada peor que una persona malagradecida. Un gurú es un gurú. Me llevaron a almorzar para alegrarme y nada. Me revolqué la tristeza por dos días como mejor lo hago, a pura música y una amiga me decía, total, seguro que estás al menos de 12 losetas de donde estabas. Y es cierto, pero las distancias se miden de otras formas y las razones no son cuadradas. Para mí, la oficina era una extensión de mi soledad. Propagar mi aislamiento a las únicas horas de mi día donde soy parte de alguna especie de comunidad. La vida te frota en la nariz lo que necesitas superar.













Cuando vivía en Salamanca una tarde salí a caminar y había pelusitas por todo el aire. Parecía que se había abierto un camión de algodón. Yo andaba tropezando con la gente, fascinada con aquellas plumitas que inundaban la ciudad. Nadie más se inmutaba, uno que otro español se frotaba la nariz con su pañuelo. Llegué a una oficina y le pregunté al señor de las copias, “usté me disculpa, pero ¿qué son esas cositas que están flotando en el aire?”. El señor me preguntó que de qué hablaba y yo me dije a mí misma que conforme a los pronósticos de mi madre, finalmente, había enloquecido. Entonces el señor se echó a reir y me dijo: “¿Tú no eres de acá, no?”. Yo con cara de espanto moví la cara diciendo que no, que obviamente que no, que me sentía la jíbara más jíbara del universo, y me dijo: “Joer, eso es la primavera.”

Tan solo me queda prender velas y cruzar dedos y rezar de vez en cuando para que todos estos cambios me llenen de flores rosadas y de plumitas blancas en vez de mierda de pájaro. Quizás cuando se acabe mayo pueda decirme a mí misma, insertando la mala palabra de mi predilección: “era la primavera.”

De Resuelves, Resoluciones y “Resolvidas”




Viví con mis papás hasta los 19 años. Hasta ese entonces mis problemas de convivencia se reducían a horas de llegada, el relativo estado de embriaguez de mis aterrizajes, el reguero de mi cuarto, trifulcas fraternales y el poco tiempo que pasaba en mi casa, que en palabras de mi madre se traducían a “tú te crees que esto es un motel para venir a pasar un par de horas y largarte”.

De ahí pasé a mudarme a España con mis dos amigas más antiguas. Demás está decir que el frío y la distancia cambian la perspectiva de absolutamente todo y tienen la habilidad cuasi mesiánica de convertir las cosas relativamente importantes en trascendentales y aquellas que eran el centro del universo en nimiedades. Nuestras guerras civiles giraban en torno al uso del agua caliente, la taza de café que se encontraba sin fregar justo cuando uno más la necesitaba antes de salir, la insoportable manía de dejar las cajas y los envases vacíos en la alacena y la nevera como un descuido, pero con el efecto deplorable de romperle el corazón a la que soñaba con un chocolate caliente y una galleta al regresar de un día entero en una ciudad que se camina en pleno invierno, la constante aparición de desconocidos visitantes sin previo aviso, la incapacidad de cambiar el papel de baño, el asco de encontrar pelos en todos sitios, peleas casi de lucha libre por la chuleta más grande, culebrones venezolanos por los turnos para usar la computadora y el teléfono, el odio de alguna a los pimientos, la insistencia de la otra en saber dónde estábamos absolutamente todo el tiempo, mis tendencias nudistas, mis constantes lloriqueos agarrada a un auricular y el terrible rol de madre que me dio con asumir. Todos los días quería regresar.

Cuando regresé, todos los días quería irme (lo que después de ahí se convirtió en volver) y nunca ha dejado de ser así, hasta el sol de hoy. A mi madre le empezó a molestar hasta el que yo contestara el teléfono diciendo “¡Hola!” en vez de Jelou, cuando me daba un golpe decía “La puta!”, o peor aún “me cago en la hostia”. Empecé a cuestionar los hábitos alimenticios de mi familia y ellos los míos. No comprendía por qué ponían absolutamente todo en la nevera, hasta el azúcar. Mami decía: “cuando te fuiste el país estaba lleno de hormigas, eso no ha cambiado porque te fuiste y regresaste”. Yo bebía más que antes, tanto vino como café. Tomaba siestas y estaba cansada todo el tiempo, mi novio decía que no sabía donde había dejado a su novia pero definitivamente ya no estaba en mí. Aún así nos casamos.




Este año se cumplirán 2 años viviendo sola por primera vez en mi vida. Y cuando la cosa se ha puesto fea, mi familia me ha ofrecido su casa. Y tendría total sentido económicamente, no pagaría renta, ni agua, ni luz, no me gastaría ni la mitad de lo que gasto comiendo fuera y no viviría “sola”. He barajeado también con amigas la posibilidad de ser “roommates”, partir gastos por la mitad, negocio redondo en cualquier marco teórico. Soy buena con los números, pero me niego a vivir de, a, ante bajo, cabe, con, contra, de, desde, para, por, según, -ellos (las preposiciones son las putas de los idiomas).


Numéricamente hablando sería lógico, práctico, estratégico, funcional, todas las cosas que nunca he sido. Me sobraría dinero para mis viajes y mi vida se simplificaría a niveles incalculables. Pero por alguna razón que reside entre mi terquedad y mi pasión por lo complejo, me resisto a renunciar a mi soledad. Porque mi soledad implica demasiadas cosas y aunque me quedan rezagos de mi última convivencia, como por ejemplo poner los ganchos todos en una misma dirección, oler los platos y los vasos después de fregarlos, poner el papel de inodoro en la dirección *correcta*, llenar la cama de almohadas para ocupar los espacios vacíos en mi cama, en mi espalda y entre mis piernas. Poco a poco he ido creando consciente e inconscientemente revoluciones contra el régimen en el que viví.


Me niego a secarme, me baño (mínimo dos veces al día) y ando chorreando agua por toda la casa, me niego a poner cortinas en las ventanas y ando desnuda más de tres cuartas partes del tiempo, tiro los zapatos al aire cuando llego de mis días de 37 horas sencillamente porque puedo, duermo con ropa solamente cuando estoy profundamente triste, tengo una estufa ornamental porque me parece un desperdicio cocinar para mí sola, tengo una nevera vacía, que en sus mejores momentos tiene comida de perro, agua, cerveza, una botella de vino abierta y cuando me siento lujosa; pan, jamón, queso y papaya.


No lavo ropa en dos semanas y después me paso un domingo entero lavando, secando y guardando ropa, mapeando y disimulando el reguero, usando tan sólo un pinche en el pelo y Frank Sinatra a todo pulmón. De vez en cuando salgo a botar la basura en la covacha y sólo cuando entro me doy cuenta de que salí al pasillo en ropa interior. Desde mi comedor se escuchan las protestas en mi universidad que me obligan a ponerme chancletas y salir, persiguiendo el sonido de las consignas, con las llaves y el celular y la poca fe que me queda en el país, a desgalillarme y gritar que quiero una universidad libre, porque es lo poco que no nos han quitado del todo y los hijos que no sé si tendré me lo echarán en cara. Hay noches que cuesta dormirse y me baño con soluciones para bebés inquietos, tomo té de valeriana, hago las paces con la melatonina, me doy baños maratónicos y cuando no logro que el cuerpo me responda a estímulos acuáticos, tomo decisiones importantes bajo la ducha; dejar las pastillas anticonceptivas porque llevo más de un año sin pareja-pareja, volver a bailar belly dancing, salir de mi carro y comprarme algo que se parezca más a mí (una yipeta con toda probabilidad), darme dos viajes este año con fondos de préstamos estudiantiles, adoptar un niño a los 32 años, tirarme de un paracaídas para superar(lo)/(me), delinear mis próximos 3 tatuajes y decidir de una vez y por todas su localización, donar sangre antes de volverme a marcar porque nunca siento que hago suficiente, volverme un as en mi trabajo y jugando domino, volver a correr tres veces en semana y broncearme como si viviera en una puta isla tropical.




Llevo semanas intentando escribir, dos meses para ser exactos porque este año se me anda escurriendo por todas partes como si intentara cargar cántaros de agua con mis dos manos. Vivo tropezando con mis propios pies, estudiando sólo tres días a la semana, si es que se le puede llamar estudiar a mi extraña práctica de llegar al menos diez minutos tarde a la clase intentando parecer, no sólo preparada si no al menos interesada, resistiendo mis deseos de pasarme la hora y veinte minutos poniéndome al día en los tuits de perfectos desconocidos que se pasan el día dándome ánimo y haciéndome reír de tragedias locales y noticias trascendentales que ignoraría si no fuera por esta hermosa adicción que arrastro a todas horas. Me paso obligándome a ignorar la realidad evidente de que los únicos temas que me interesan son la narcoliteratura y los derechos de autor, más por la literatura que por el narco, más por el autor que por los derechos. Vivo pidiéndole perdón a mis perros por no pasar suficiente tiempo con ellos, vivo postergando la recogida del carro, el poner el apartamento en orden, el guardar el árbol de navidad que si no fuese metálico estaría rancio desde mucho antes de las octavitas. Tengo poco tiempo de celebraciones, pero me lo permito, tropiezo en la grama de la universidad intentando tomarle fotos a un arcoíris doble que se dio el lujo de salir un miércoles mierdoso, he celebrado una por una las diez orquídeas que se han dado en mi cocina casi por reproducción espontánea. Y sigo echándole lavanda y camomila a mis sábanas, calentando la colcha en la secadora antes de acostarme en las noches más duras y dándole al snooze del despertador las veces suficientes como para no tener el tiempo de darme cuenta de que hace demasiadas mañanas que no abro los ojos al lado de otros ojos.

Pero me despierto y decido si hay silencio o música. Si el cuerpo me pide playa me toma menos de 7 minutos estar de camino. Si quiero beber vino lo compro y me lo bebo y nadie me reclama porque sea de día o porque sea lunes. Llego a la hora que quiero y si no quiero llegar no lo hago. Nunca viene nadie a mi casa que yo no quiera que venga, por eso son contados lo que han visto cómo vivo. Si quiero cometer un error craso a las 3 de la mañana puedo hacerlo. Les escribo a mis padres que llegué bien o al menos que estoy viva, porque una desventaja de vivir sola es la sensación esa de desasosiego de que si desaparezco la gente podría tardar días en darse cuenta, de que si me caigo en el apartamento y me quedo inmóvil, tendría que arrastrarme al pasillo y esperar a que un vecino me viera.

Y salgo, salgo todo el tiempo, me amanezco como si tuviese una edad más cercana a los veinte que a los treinta, más cercana a los quince que a los cuarenta. Voy a todas partes porque siempre siento que me estoy perdiendo de algo, que me estoy saltando puntos de destino y que si me quedo en mi casa puede que me pierda ese cruce cósmico que hará que mi vida cambie y la suerte me sonría aunque sea de lejitos y por un tiempo razonable. Y ceno como reina, no porque me sobre el dinero, la realidad es que llevo la vida entera viviendo de quincena en quincena y no veo esa realidad cambiar en las próximas quince quincenas. Ceno como reina porque algunas veces, en especial los viernes me cuesta todavía comer sola y comer rico me distrae los datos. Siempre le he tenido miedo al cambio, algo en mi ascendente en cáncer y el venir de una familia de un matrimonio unido sin interrupciones y es por ese mismo miedo que me he mudado tanto, que he trabajado en tantos sitios que no tienen que ver los unos con los otros. No sólo por complacer a las 17 mujeres que intentan convivir dentro de estos escasos cinco pies, sino porque así enfrento mis fobias, obligándome, como una persona con vértigo que se une a un escuadrón de paracaidistas, así como me comprometí a los 19 años teniéndole un profundo terror al compromiso.

No estoy resuelta ni lo estaré y por lo mismo no quiero resolver gente. No quiero curar heridas de nadie. No quiero adiestrar personalidades bestiales, ni enamorar al que no quiere enamorarse. Quizás por eso he dado todas las excusas, he dicho que sigo casada, doy el número de teléfono y advierto que nunca contesto las pocas veces que doy el correcto, digo que me busquen en Facebook y nunca acepto el friend request, me mantengo jugando con fuego en sitios donde sé que se alumbran con velas artificiales, aprendí a evitar los mensajes ebrios cambiando los nombres de susodichos por razones de peso para no humillarme más y no importa cuán borracha esté, este cerebro funcional no me permite enviar un mensaje a un destinatario inscrito como: “You’re not Good Enough for His Mom”.

Aquellos que me han tentado a quererlos terminan o están con mujeres menos fuertes, menos escandalosas, con menos carne, con menos boca, con menos años, con menos líos, con menos decibeles, con menos opiniones, con menos actitudes, con menos mujeres dentro. Y ha sido bonito verlos tocando públicamente cuerpos queridos que no son el mío. Ha sido aleccionador reconocerme como un ente resolutorio. Ha sido satisfactorio sentirme puente, rito de iniciación, vamos, la valeriana o el parche de nicotina de un ex adicto. Es bueno saberse terapéutica, rehabilitadora, mediadora. Aunque parezca mentira resulta consolador cuando uno se tiene que arrastrar con fiebre a una cocina para mojarse los labios con un trozo de hielo saber que le facilitó a alguien no tener que mendigar “public displays of affection”. Exactamente igual que cuando recibí un mensaje de texto este diciembre (dos años demasiado tarde) diciéndome: “me acabo de dar cuenta que en los últimos 5 años, tú montaste mi árbol de navidad, hoy descubrí cuánto trabajo da y me prometí que jamás la persona que amo hará cosas como esta sola”. Ya saben por qué el de este año fue metálico y recibe triunfante el mes de marzo en mi sala.

Este mes me salió una úlcera en el ojo derecho, es una larga historia, entre que le falta curvatura a mis córneas y me sobra torpeza, tuve que estar yendo al médico, levantándome a cada hora para echarme gotas y mis compañeros de trabajo riéndose y diciéndome que necesitaba un despertador humano. Mi nueva imagen es perennemente cuatro ojos. Mi versión oficial es que mis ojos vieron más de lo que querían ver, pero aparentemente sólo cicatrizo con violencia. La doctora me explicó que sólo me quedaba una nubecita blanca, pero que ya tengo tejido nuevo y que poco a poco desaparecerá, es una herida como cualquier otra, sólo que no hay sangre en esa superficie y tarda en regenerarse. No sé cómo explicar lo feliz que me hacen las explicaciones. El otro día cuando vi a la última figura que me rompió el corazón, prácticamente hacerlo de nuevo en cámara lenta y con música de fondo, un amigo agnóstico que adoro con el alma y su recipiente, tuvo la amabilidad y la genialidad de consolarme así: “tienes esa memoria en la amígdala (cerebral) que es la que guarda información o memoria emocional. Con el tiempo, la sucederán otras emociones que borrarán esas memorias de las amígdalas, pues la cabrona es bastante vaga y no guarda mucha información. Así que pasará al hipocampo donde las memorias son asociaciones lingüísticas. Ahí pues ya no dolerá tanto y se irá borrando con todos los demás estímulos lingüísticos a los que estás expuesta.”






Vivo sola y es lo único simple que tengo y necesito en la vida. Después de todo hay tanta gente dentro de mí, que en realidad somos más como una comuna. Sin contar con mis amigas que son una tropa de amazonas, mis perros que son serafines y mi familia que es una mafia italiana. Lo peor de todo es que no tener un plan, hace que todo sea una opción. Él no tener límites hace que nos desboquemos, en especial gente como yo, para quienes desbocarse es una tendencia tan fuerte como la gravedad. Me paso escupiendo pensamientos de 140 caracteres para tranquilizar mi necesidad de escribir. Mi soledad/libertad ha hecho que mis oraciones se hayan vuelto simples y cortas también. Ya no me congrego pero sigo rezando. Directo al punto porque algo me dice que Dios (al menos al que yo le rezo) tampoco le gustan los rodeos. Así que pido que bendiga a la gente que amo, la que alguna vez amé y la que amaré, que me arranque del corazón a aquellos que no supieron, saben, ni sabrán quererme y que me mantenga o me ponga en el corazón a aquellos que sí. Que se meta directamente en la mente del gobernador porque obviamente los mensajeros no están siendo efectivos, que no deje a mi país sin educación, que mi sobrina nazca perfecta, que mantenga vivas mis orquídeas, que mantenga alejadas las hormigas, que me deje viajar, que detenga el hambre, la guerra, el discrimen y el analfabetismo. Que no tiemblen las islas que apenas podían sostenerse estando quietas. Que no necesito encontrar el amor todavía, no hay prisa, porque a decir verdad dudo intermitentemente de su existencia. Pero que se ponga pálido y al menos me mande un buen resuelve o mejor aún que me inunde de suficientes asociaciones lingüísticas de las mágicas, para resistir la tentación de darle un número falso cuando lo tenga de frente.



de montañas rusas y otros masoquismos



No quiero que se acabe. No quiero que se acabe. No quiero que se acabe. Como las montañas rusas que nunca me bastan. Aunque odie ciertas curvas, aunque se me salgan las lágrimas por la velocidad, se me cierre el estómago, grite como una demente, se me dibujen nuevas líneas de expresión por mis muecas de histeria, aunque haga una fila de dos horas y la emoción me dure minuto y medio, aunque termine con nudos nuevos y estrenando espasmos. No quiero que se acabe. Porque siempre he pensado que la cosquilla, esa fracción de segundo de un placer casi doloroso, la quiero enfrascar, retenerla al precio que sea, cuésteme lo que me cueste.
No, no encontré el amor este año, no publiqué mi primer libro, no me pegué en la Lotería, no viajé a Europa, no pude ver el concierto de Estopa, cosa que sufriré hasta que logre verlos en vivo, no perdí las 10 libras que me propuse, tuve las peores notas de mi vida, mi abuela no mejoró si no al contrario pareciera que lo hubiese olvidado ya todo, (un todo que me incluye, que me encierra, que me chupa y hasta a veces me traga mi propia memoria), administré mi dinero de la manera más pobre posible (nunca la palabra pobre ha sido tan bien usada, modestia aparte), mi crédito empeoró al nivel del desahucio, me caí físicamente en muchas ocasiones, renové mi contrato con el suelo infinitas veces y de las otras caídas ni les cuento, me sigo chupando el pulgar izquierdo con mayor insistencia y menos pudor y mi pelo está históricamente en las peores condiciones hasta el presente.
El otro día le dije a una amiga, sin pensarlo dos veces que este había sido de los mejores años que he tenido. Frunció el ceño, lo cual es totalmente entendible. Teniendo en cuenta que este año firmé mis papeles de divorcio el día de la candelaria, me divorcié el fin de semana de San Valentín y me vi en la mismísima prángana como 8 de los 12 meses. Me las vi feas, feas. Pero mis conceptos de lo que es mejor, de lo que es deseable, de lo que es sexy, de lo que es mucho, lo que es poco, lo que es normal, lo que es hermoso y lo que no lo es, no necesariamente representa los conceptos de la mayoría ni siquiera entre mis amigas.
Me ha pasado desde siempre, en mi primer año de universidad tomaba clases con uno de los profesores más brillantes y mezquinos que he tenido en mi vida. Era escorpio, abogado criminalista y enseñaba humanidades por puro placer y sadismo. Preguntó a viva voz a las compañeras mujeres que si tuviesen que escoger entre Héctor y Aquiles en la Ilíada, que con quién se quedarían, si con Héctor, el caballero, el honorable hombre de palabra o con Aquiles, el violento, el impulsivo, el macharrán. Hicieron una típica votación manos arriba y todas, absolutamente todas subieron las manos en Héctor. Yo sólo me reí, como único sé reírme; como bruja. Y el profesor me miró y me dijo: “Trujillo Alto, ¿de qué usted se ríe? (se me olvidó mencionar que el profe nos conocía por pueblos y se negaba a aprenderse nuestros nombres y apellidos) Usted se ríe porque usted es la única mujer honesta en este salón. Usted es la única que se atreve a confesar que usted escogería al salvaje de Aquiles en vez de al caballero de Héctor, porque se aburriría, porque usted se conoce y usted sabe que le gusta que la zarandeen.”
El 2010, como mis amantes favoritos, me ha zarandeado. Empecé el año con una ilusión entre ceja y ceja. Cuando llegó el mes de marzo, ya se me había salido por los ojos a lágrima limpia. En el mismo medio del año la traje de vuelta para agujerearme la caja del pecho y en el último mes logré bajármela hasta las ingles. Porque en este año me he vuelto más caprichosa, menos decidida pero más precisa, más dispersa pero más concreta, más loca pero también más resuelta. He aprendido a neutralizar a las 17 mujeres que viven en estas sesentayuna pulgadas y media, he encontrado la plataforma perfecta para hablar sola con audiencia de 140 caracteres en 140 caracteres y he encontrado grandes amigos y mentes geniales en seres cuyos rostros ni siquiera he visto. Sí tengo una adicción a Twitter y por eso me tomo el atrevimiento de cruzar las barreras de las redes sociales, además de que ahora para mi sorpresa vivo de eso. Igual que el mayor golpe del año lo recibí por medio de un tuit. Me lo dijo Jay Fonseca en un tuit de menos de cien caracteres.
Y a veces voy a la playa y me siento sola en la orilla y le hablo a Julio. Porque como yo no estaba suficientemente loca ahora lo siento en el mar y tan pronto me meto al agua una ola me da un cantazo y me erizo completa y acto seguido le pido perdón porque no sé dejarlo ir y procedo a pelear con él y le cuestiono y le cantaleteo que por qué carajo tenía que seguir brincando, que por qué 300 saltos en el aire no le fueron suficientes, como si el exceso no fuera lo único que nos unía. Y me visitó en sueños de nuevo la noche de mi cumpleaños, me abrazaba y me abrazaba y yo en el sueño lloraba y él a carcajadas me decía: “¿Pero serás boba Edmaris? Si todo sigue igual”. Y rezo de rodillas, porque este año la vida me dio y me quitó al primer sacerdote que me erizaba la piel en dos horas de sermón y me dio suficientes razones para congregarme y hasta escucharlo de vez en cuando sentada en el piso, porque llego tarde hasta a lo que algunos le llaman encuentros con Dios. Yo iba a escuchar un hombre que me recordó que alguna vez tuve una fe, y me zarandeó el intelecto y el espíritu lo suficiente como para sentirme que me hacía falta algo más. Y todas las noches rezo y le pido a Dios que Julio me deje en paz y que me deje dejarlo ir en paz, pero con la cláusula condicional de que de vez en cuando venga a abrazarme en sueños porque me aterra olvidarme del sonido de su risa y de su voz.
Y estoy agradecida de lo que me ha dado la vida este año. Estoy agradecida de la gente espectacular que tengo o que han pasado por mi vida. Pues sí, aprendí cosas de un cura colombiano que apoyaba el divorcio, la convivencia, las uniones homosexuales y me enseñó que cualquier cosa que te haga ilusión es una bendición. (probablemente por eso lo mandaron a Colombia), aprendí a dar gracias todos los días por la gente que llegó , por la gente que se quedó y por la gente que se fue. Porque así funciona la vida, la energía, las corrientes de agua, las moléculas, y hasta esa cosa tramposa que le decimos amor. Y es menester dar gracias, gracias por tener mujeres que te aguantan la mano mientras un desconocido te agujea las costillas, mujeres que te rescatan de una mañana resacosa y te llevan a desayunar, te llevan a la playa y luego te ordenan una batida de papaya, mujeres que vuelan después de años por el mundo y parece como si se hubiesen visto esa misma mañana, mujeres que hacen feliz al ser que más amas en el mundo y cargan a tu sobrina nueve meses, en lo que se atreve a salir, mujeres de opiniones distintas, que te dicen que te tires por el precipicio si es lo que llevas deseando, que te dicen que te asomes pero que tengas cuidado, mujeres que se ofenden cuando tomas otra mala decisión o cuando tomas la misma decisión por tercera vez en el mismo año y tienes que callarte porque en el fondo sabes que tienen derecho porque les toca recoger tus pedazos cada vez que te destrozan.
Es compulsorio dar las gracias por hombres que te bañan con sus dos manos, hombres que te hacen reír hasta cuando no tienes ropa, hombres que jamás te verán desnuda y aún sabiéndolo te pagan el almuerzo, cenas y cervezas, hombres que pacientemente esperan para que el frío alguna noche sea suficiente, hombres que se mueren y vienen algunas noches en tus sueños a abrazarte, hombres que sabiendo menos y sin conocer tus dolores te protegen de golpes más pequeños, de torceduras de tobillo con las que podrías bailar salsa en tacos de alfiler. Hombres que perdonan que tu alma esté en otra parte, hombres que se dejan seducir no importa lo ebria que estés.
Este año ha estado lleno de palabras mal dichas pero bien recibidas, de darme cuenta que el orgullo no me sirve de nada, porque después que Julio desapareció de este plano le doy al cuerpo y al alma lo que me piden porque él estaba más que listo para irse sin saberlo y antes de que eso pasara yo lo dejaba todo siempre para mañana, si quiero decir “te quiero” lo digo, si quiero decir “te extraño” lo escribo, si mi cuerpo se encapricha lo comunico, si quiero amanecer contigo también te lo digo. Porque no perdono ni me perdonaré un solo “debí haberte dicho”, “debí haberte abrazado”, “debí haber dicho que sí”, “debí haberte contado”, ni uno más.
Voy a ser implacable con la posibilidad de futuros “lo que pudo ser”, voy a ser intolerante con la intolerancia, violenta con la inercia, egoísta con dificultad. Porque en esta vida he cedido demasiado, cedí demasiado y por eso amo este año, porque no cedí, no me cedí y fui intransigente con lo que soy, viví por primera vez en años estando viva, haciendo lo que me da la gana, cargando mis propias culpas, mis propios miedos, mis malos juicios, mis mejores maldades, mis más deliciosos placeres, los cargué yo sola. He aprendido a estar sola y todo lo que eso representa. He cambiado bombillas, destapado inodoros, matado cucarachas, limpiado el asqueroso filtro del fregadero (aunque fuese arqueando) y he conseguido el dinero que he necesitado de alguna forma u otra. He comido lo que me ha dado la gana, he besado las bocas que me han apetecido y he desnudado a quienes se han dejado y ni forzándome, ni por un solo segundo logro arrepentirme de absolutamente nada.
Amo este año porque volvieron mis plumas, mis minifaldas, mis carcajadas, mis llantenes, mis rabietas, mis furias, mis pasiones. Amo este año porque ni por un momento he olvidado que estoy viviendo, que me caigo y la piel me sangra, me corto y me arde, mi país se hunde y me duele, mi universidad me la arrebatan, me la violentan y me indigna. Amo este año porque aprendí a sentir, a preocuparme porque mi sobrina venga a un mundo sin posibilidad de una educación accesible, sin derecho a aprender en un foro libre, como era mi universidad, quiero que ella sea sabia, tenga opiniones aunque no sean las mías, pero que no padezca de ignorancia, que no sufra de desconocimiento, que jamás sea víctima de la indiferencia. No sé si es el tiempo o las pérdidas o la súbita claridad que dan las tragedias, pero últimamente me paso sufriendo dolamas que antes entendía ajenas. Me duele la gente sin casa, en especial los días de lluvia como una extensión de mi barrunto, vivo aterrada de atropellar a un vagabundo, me paso sintiéndome culpable del hambre y del analfabetismo y con ganas de hacerme rica para montar un refugio de animales, para dar educación sexual a los adolescentes fuera de instituciones religiosas o gubernamentales que terminan siendo la misma mierda. Y como todo en esta vida, no sé por dónde empezar porque me dan más de tres opciones y automáticamente me paralizo, me bloqueo.
Ando fascinada con cosas que antes me parecían normales, lo impresionante de la mecanografía, esa conexión casi mágica de mi cerebro con mis manos, con un teclado, con una computadora, que sin mirar sé cuándo mis dedos saltaron una letra o repitieron otra. Ando asombrándome porque mis pies (que casi no tienen coordinación motora alguna) automáticamente saben acelerar y frenar un carro y si me preguntaran con cuál se acelera y con cuál se frena tendría que detenerme a pensar para contestar.
Este año aprendí a identificar los lugares donde puedo estar sola sin sentirme sola. Sitios donde no quiero llevar a nadie que me los arruine, lugares donde los meseros me dicen princesa, me traen sólo un menú, bartenders que me ponen la cerveza en frente sin siquiera preguntarme para que me dé el primer sorbo directamente de la botella y aunque sea por una fracción de minuto, y aunque sea porque ando escotada o porque doy buenas propinas, en ese sorbo trasciendo los códigos de orden público y me siento victoriosa. Gente que no se asombra con la cantidad de comida que soy capaz de consumir por mí misma y no intenta montarme conversación. Es difícil en un país como este que la gente respete la soledad en general, ni hablar de la escogida.
En este año logré ver el país desde un avión dos veces, me tatué por primera vez y descubrí una incipiente adicción de mi piel a la tinta, fui a más conciertos que nunca antes, tuve más de una atracción masiva (como diría un amigo genial que tengo), fui a más bodas que nunca en mi vida, me volví experta en brindis, me reí como hace años no lo hacía, me dolió la clavícula y regresaron las punzadas de pecho, casi siempre por motivos felices, mis córneas se resintieron, bailé como nunca antes, mi cadera se desencajó en momentos especialmente inconvenientes, me amanecí como si fuese adolescente, lloré hasta quedarme sin aire, encontré un trabajo que para mi sorpresa me fascina, me he vuelto más voluptuosa, tengo un romance intelectual con un jevo tuitero, sigo amando y viendo a Iván y me siguen importando tres cominos que la gente lo entienda o no, voy a ser tía, estoy escribiendo una novela, regresaron amigas perdidas, se me agudizaron los vicios, tuve recaídas en ciertos cuerpos, he celebrado mis errores, tuve una cómplice en todas mis noches de juerga, y lo más importante del 2010 es que me gusto. Me he vuelto a gustar, me gusto mucho, lo suficiente para no querer cambiar por nada ni nadie, para no tener resoluciones que conlleven nada más que amarme más y mejor, que concederme los placeres culpables o inocentes que quiera y que me merezco, para atreverme a decir en voz alta hasta frente a figuras de autoridad mi opinión por ofensiva o disidente que sea. Esto es lo que soy, esto es lo que hay, celebro los #triunfos pequeñitos, lloro y abrazo mis grandes tragedias, reconozco lo defectuosa que soy, lo contabilizo y lo asumo, y me añoño porque en ocasiones he sido perfecta con lo poco o mucho que he tenido. Por eso le doy gracias al 2010, por permitirme ver aún con las córneas manchadas lo hermosamente dolorosa que es la vida y por ponerme en mi vida gente que estuvo conmigo al menos uno de los 365 días para besarme, abrazarme, gritarme, llorarme, morderme, pellizcarme, desnudarme, alimentarme, ayudarme, consolarme, animarme, contestarme, masajearme, y dejarme saber que nunca estaré sola ni tendré motivos para aburrirme. Pido lo suficiente para lo próximo y al 2011, que me ame, pero sólo si se atreve.



de olvidos y desnudos




Tendré 26 años en poco menos de veinte días. Cuatro intentos de carrera diferentes. Experiencias laborales que parecerían no tener absolutamente nada en común excepto el hecho de que comparten espacios en un resumé con mi nombre arriba. Mido cinco pies y una pulgada y media que nunca menciono porque a la gente le da risa el falso intento de enaltecerme. Durante los últimos diez años he pesado entre 110 y 130 libras dependiendo de mi felicidad o mi miseria, no necesariamente de maneras proporcionales. Soy escandalosa, hablo alto, me río vulgarmente, rara vez articulo un párrafo que no tenga una cuarta parte compuesta de vocabulario soez. Tengo estómago de hombre, hígado de hombre y apetito(s) de hombre. No tengo coordinación motora y tropiezo con el aire, a mi hermano esto le fascina y lo adorna con un infalible: quién te empujó. Por alguna extraña razón que desconozco le vuelo el taco izquierdo a todos mis zapatos. Gasto los labiales tan y tan diagonalmente que llega el punto en que no se pueden usar aunque no se gasten porque se parten al intentarlo. No tengo etiqueta de mesa (creo que tampoco de cama), no porque no me hayan intentado enseñar si no porque muy en el fondo (y notablemente a la vez) no me importa. Soy regona y caótica casi por definición. Hace muy poco esto empezó a avergonzarme. Si me despisto o me pongo nerviosa me chupo el pulgar izquierdo. Hay tres partes de mi cuerpo que no me gustan en lo absoluto y que nunca menciono porque no tengo intención de atraer la atención hacia a ellas. Sólo mis amigas más cercanas o aquellos que han intentado por suficiente tiempo amarme las conocen. Nunca he conocido a alguien que se aburra de mí, no aburro, abrumo, es otro talento inútil de los que tengo. No me corto las uñas ni me desenredo el pelo, ni me saco las cejas. Pago por eso. No sé planchar. Daño ropa todo el tiempo. El otro día me dijeron que hay que ser arrogante cuando se escribe y modesto cuando se edita. Así que aguántese que aquí voy. Cocino divinamente bien aunque ya casi nunca lo hago, porque cuando corto cebolla me echo a llorar y no por la cebolla, si no porque me recuerda una época de mi vida donde cocinaba por todas las razones equivocadas y con toda la intención de reparar con comida lo que ni con mis palabras ni con mi cuerpo era remendable.

Una vez una profesora chilena nos contó que cada vez que ella escuchaba una campana le daba un ataque de pánico, porque ella vivió la dictadura y cuando joven tocaban la campana antes de las ejecuciones. Y creo que así funciona, mientras uno más vive menos cosas preocupan y más cosas aterran. Mi crédito está destruido, no tengo en qué caerme muerta, llevo más de tres meses esperando un cheque de préstamo estudiantil que parece negarse a llegar a mi cuenta de banco para que yo pueda dejar de deberle una vela a cada santo del almanaque Bristol y yo sigo saliendo y comiendo y bebiendo como si tuviese un plan B. Porque le he perdido el respeto a los dolores que son más arriba de la clavícula y más abajo de las costillas. Por lo mismo que dejo que me hagan cosquillas sólo (sí sólo de solamente y solo de soledad y ni la RAE ni la madre que me parió me a quitar el placer de acentuarlo) del cuello para arriba y de la cintura para abajo. Pero ni muerta cerca del corazón. Porque en mi nuevo trabajo enviaron un e-mail para hacer una actividad de oficina para irnos todos a Toro Verde y tirarnos por unos cables encima de un bosque y yo leyendo el correo electrónico dentro de un salón de clases leí palabras que hace menos de dos meses no tenían el menor efecto en mí, pero después del 5 de septiembre todo eso ha cambiado y leer pies de altura y millas por hora que dependen de la velocidad del viento hacen que me beba las lágrimas mirando la pantalla del celular mientras un profesor habla de ética profesional. Porque la muerte de Julio no deja de dolerme. Y por eso no escribo. Y por eso a veces lloro en la bañera porque puedo escuchar su voz en mi apartamento y por eso mis problemas económicos y el resto de mis traumas solitarios me dan vergüenza.

Me avergüenza haber llorado porque alguien no me quiso, me avergüenza haberme dejado caer porque alguien se fue sin despedirse, me da rabia conmigo misma porque he dejado que me duela que alguien haya decidido no quererme porque soy divorciada, porque soy muy fuerte, porque soy pornográfica, porque no tengo otro nivel de intensidad que este. Mientras una hermana perdió a su hermanito en el aire. Y como los miedos que tengo son tan traicioneros, me da miedo celebrar que mi hermanito va a ser papá. Y aunque tengo el temple de funcionar en crisis, y aunque tengo el carácter (formado a fuerza de golpes) de ser totalmente funcional aunque tenga múltiples escapes en el cuerpo y en el alma, me paso la vida manejando crisis que no son mías. Y con esta misma voz que tengo y que no me pega con el cuerpecito éste (mi abuela decía que Dios no le da alas al animal ponzoñoso) le digo a mi madre que celebre la vida, que las cosas pasan por una razón, que nos hacía falta una ilusión, con esa misma voz me digo a mí que no me ilusione demasiado, que deje de hacer planes con una vida que todavía no está formada, que tenga cuidado con enamorarme de nuevo de un bebé que no me pertenece. Que ya yo debería saber más que eso y saber que ser madre de un niño que no es propio es una sentencia de muerte. Es un dolor perpetuo. Es una impotencia que no conoce de lógica, ni de derechos legales, ni de custodias compartidas, ni de divorcios, ni del bienestar del menor. Me digo que me mire a mi misma, que deje las putas reincidencias, porque soy experta en equivocarme de las misma formas y con la misma gente, como si sintiera que es menos malo cuando uno ya conoce a fondo ese mismo tipo de golpe. Porque no extraño a mi ex, aunque la gente jure que es imposible. Pero extraño a Iván, extraño sus preguntas geniales, su visión de un mundo que sólo conoce hace apenas 6 años, extraño su risa en las mañanas, sus críticas crueles y honestas, extraño que me diga mientras escribo, Edmaris no llores, no hay razón para llorar. Y quizás por eso le canto nanas a mis perros, porque a veces tengo el triste presentimiento de que mi cuerpo no está hecho para maternidades propias. Falló en su primer intento y los sagitarios nos frustramos cuando las cosas no nos salen a la perfección a la primera e incongruentemente la Ley de Murphy me persigue para adiestrarme, para intentar mejorarme.

Y estoy escribiendo una novela, una novela de olvidos y desnudos. Y escribirla duele, cada párrafo es un desgarramiento, es revolcarme otra cosa que no está resuelta dentro de mí. Y mi mamá literaria me dice que no me resuelva, que si nos resolvemos nos ponemos a escribir autoayuda. Que llore, que prenda velas, que me tire gente. Que use rituales, que ella sabe que me funcionan. Porque a mí nada más se me ocurre tener una mamá literaria bruja, como si con la biológica no fuera suficiente. Y escribir de olvido y de desnudos es andar con la nostalgia mondada. Y antes yo no sabía extrañar, a los cuatro años les dije adiós a mis papás en mi primer día de clases sin siquiera mirar atrás. Y últimamente me paso extrañando, extrañando a Diana que está en Sevilla y que a veces la necesito para que me ponga los pies en la tierra, para que me resuelva, para que me dirija, para que me cocine, para que me diga que todo está bien y me cante “The Way You Look Tonight” extraño a Daly que está en Texas, extraño su risa escandalosa, su humor tan negro como el mío, extraño nuestra amistad homoerótica, extraño a mi antiguo jefe, su mirada triste y mediterránea, nuestras eternas peleas, mis intentos fallidos de curarle lo de republicano, de explicarle la pobreza, de justificarle las protestas, extraño a Helga que sin hablarle sabía que necesitaba un té y una pastilla de valeriana, extraño a Kayla, que me abría su oficina y cerraba las puertas para escuchar con asombro mis loqueras y reírse sin regañarme, extraño a Elena, que no la veo desde el día de mi boda, extraño a Raúl que me cantaba la Bikina, extraño a Lauri que me contaba de sus puterías, y hasta en los peores casos extraño a John y sus mensajes ebrios aunque no nos llevaran a ningún lugar, aunque yo haya decidido dejar de leerlo para que dejara de dolerme, extraño a Amelie y me duele hasta ver su nombre escrito en la carátula de una película, extraño a mi tía, aunque me drene cuando hablamos, extraño a mi abuela que sigue estando ahí y me mira con sus ojos sin de verdad mirarme y sonríe cuando le canto “Hasta que te conocí” y yo regreso infaliblemente llorando hasta a mi casa.

Y así voy a recibir mis 26, pobre como siempre, sola por primera vez, casi tía, mejor amiga que antes, más nostálgica que nunca, menos preocupada y más aterrada, con la misma claustrofobia insular de cuando regresé de España, con menos esperanzas, un poco más alcohólica, con medio manuscrito, trabajando con gente más joven que yo por primera vez en mi vida, cumpliendo un número más alto de años que la fecha de mi cumpleaños por primera vez, más confundida y con menos respuestas, sin un proyecto de vida, con una costilla tatuada, más complicada que antes y mucho más fácil, más contradictoria, con el mismo maldito gusto este por los hombres brillantes que suelen tener coeficientes emocionales inversamente proporcionales a sus coeficientes intelectuales. Sigo con mi mala costumbre de ser la cazadora, de no saber dejarme conquistar, de frenar al que intenta quererme, de luchar por estar arriba, de negarme a editarme y a tener solamente esta versión sin censura, gústele a quien le guste y espántele al que le espante. Con la estrategia fallida de que si me quieres querer quiéreme con el apartamento en pedazos, porque nunca más en mi vida alguien se va a negar a tocarme porque la casa no esté recogida. Si me quieres querer, que sea así defectuosa, difícil, jodida y quizás me animo y un día vuelvo a cocinar, quizás un día vuelvo a bailarle la danza del vientre a alguien de regalo de cumpleaños, quizás algún día me animo y hago ejercicios y como mejor y vuelvo a pesar 110 libras. Quizás algún día me presto al juego absurdo de esperar a la tercera cita, quizás algún día me peino porque sí, quizás algún día vuelvo a ser ejemplar, quizás algún día me vuelvo presentable, quizás algún día. Lo dudo, pero quizás.





duelo al vuelo



No quiero morir sin antes haber amado,
Pero tampoco quiero morir de amor.
Calaveras y diablitos...
Invaden mi corazón.

Yo a vos no le creo nada
¿Cómo vos vas a creer en mí?
Universos de tierra y agua
Me alejan de vos.

Las tumbas son para los muertos
Las flores para sentirse bien.
La vida es para gozarla
La vida es para vivirla mejor.

Calaveras y diablitos...
Invaden mi corazón
.


Llevo días evitando escribir una elegía. Pensando en que tengo que ser funcional e intentando rechazar las ganas irresistibles de escribir. Se sienten como cuando uno se está orinando encima en el medio de un tapón y uno sabe que no va a llegar, entonces uno trata de tararear la canción de la radio, de pensar en margaritas amarillas, pero cuando viene a ver ya te tiemblan las manos, ya las rodillas tienen flexiones involuntarias y tienes la piel completa erizada y tienes punzadas púbicas de las malas y respiras profundo rezando que te dé tiempo a llegar, que alguna cuestión milagrosa trabaje a tu favor y se limpie la carretera, y cambien los semáforos y pongan un guardia que por una vez en la vida alivie en vez de empeorar la situación. E intentas no pensar en agua, desaparecer cualquier pensamiento líquido y secar de una vez la sensación de que no tienes control sobre tu cuerpo, no tienes control sobre tu humanidad. Y así ando estrellándome los nudillos para pensar que esos calambres no son necesidad de escribir. Me paso bebiéndome las lágrimas y diciendo que tengo alergia, que no sé por qué me lloran los ojos. Que quizás es hormonal. Y tenía planificado escribir una entrada alegre para que esto no se convierta en un valle de lágrimas pero honestamente ayer fue domingo, y no paró de llover ni dentro ni fuera. Y fui a misa. En el fondo porque quería rezar por él. Y estando en la iglesia me puse a pensar que quizás él no creía en Dios. Y me dio rabia no estar segura porque nos conocimos hace seis años y nunca le pregunté si creía en Dios o no. Nunca lo escuché mentándolo, pero hablaba de la vida y de la naturaleza con mayor fervor del que yo he hablado en mis 25 años de católica de formación de mi Dios. Y de nuevo me entró la lloradera, porque detesto mi memoria y desde que leí la noticia no puedo dejar de ver sus nudillos en mi mente y me impresiona y me aterra que tuviese sus diez nudillos memorizados y desconocía sus creencias religiosas, igual que nunca me aprendí su cumpleaños pero sabía que era piscis como mi papá.

Llevo la semana entera entre carcajear por historias suyas que me vienen a la mente, como la vez que pregunté por él en el trabajo y me dijeron que se había caído y se había tenido que ir al hospital y yo súper asustada y cuando lo llamé él estaba orgulloso porque lo había fingido todo porque tenía práctica de soccer y no podía faltar. Y aquella vez que me llamó después de la media noche a decirme que tenía que verme, que tenía que verme en ese mismo instante porque al otro día se iba a Indonesia, se iba por tres meses y quería despedirse de mí, y yo preguntándole si tenía familia allá, que por qué no me lo dijo antes y él sonriendo como siempre y preguntándome qué talla de ropa era porque en Indonesia hacían la ropa que yo usaba. Me explicó que no conocía a nadie allí, ni sabía dónde se iba a quedar, y tenía que hacer como cuatro escalas pero Edmaris las olas, tengo que estar allá ahora.

Con él no había un momento normal, le decía a los vagabundos que rebuscaran el baúl de su guagua que de seguro había un par de zapatos que le podían servir, cuando íbamos a los lugares y se me perdía, estaba ayudando al personal del lugar a cargar cosas, a botar la basura y cosas por el estilo. Me dejaba en casa de mis papás a las tres y cuatro de la mañana y se iba a buscar su tabla para irse al otro lado de la isla a surfear. Nunca fuimos novios, nunca nos prometimos nada, nunca hubo silencios extraños, creo que quizás ni estuvimos cerca de enamorarnos. Lo conocí a los 18 años el tendría año y medio más. Yo acababa de salir de una ruptura de esas tan apoteósicas que sólo pueden ocurrir antes de la mayoría de edad de uno y me prometí que no quería más novios quería salir y pasarla bien.

Y me llegó Julio en un mes de mayo. Me llegó Julio con su olor a playa, a pasto y a madera. Y la primera vez que me invitó a salir y mi mamá me preguntó cómo era y qué sabía de él y si no me daba miedo salir con alguien que no conocía, que a lo mejor era peligroso, que qué yo sabía de él, que a quién se parecía le dije: Mami tranquila, parece un querubín. Y lo parecía en serio. Era lampiño como un delfín y tenía unos rizos absurdamente hermosos. Al otro día de salir con él mi madre me dijo como sentenciando: “nos jodimos si ésta ya se enamoró, mírala cómo le brillan los ojos”. Y no era cierto, no me enamoré de Julio, no nos enamoramos nunca en realidad, quizás estuvimos cerca, no teníamos nada, absolutamente nada en común salvo el uno al otro. Julio era un ser humano tan avallasadoramente feliz que uno sencillamente no tenía de otra que sonreír, que asombrarse, que admirarse. Y lo más impresionante es que lo vi años después, pérdidas después, desgracias después, y esa alegría, esa pasión por la vida estaba intacta.
Yo corté con Julio por la sencillísima razón de que empezó a dolerme. Y ese no era el punto. Me suele pasar que me fascinan estos hombres libres y apasionados. Tan libres que uno no cabe en el panorama, tan apasionados que apasionarse con una es casi una traición a la pasión misma.

A este niño lo conocí mientras yo me formaba, quemadísimo de la playa con rizos como los de David Bisbal pero reales, la barriga dibujada, los ojos oscurísimos y sospechosos. Su energía me tragaba. Me conoció antes de yo haber sentido dolor del real y tenía tanta pasión por la vida que no me importaba que no tuviésemos más nada en común. Cuando presentí que esos correntazos que me daba en el cuerpo se me estaban enganchando en sitios más profundos me salí del medio. Lo volví a ver meses después antes de irme a España, me abrazó en un pasillo, me dijo en el oído que me cuidara y que me lo gozara, porque me lo merecía. Lo último que supe de él fue que su mamá murió de cáncer, entonces lo volví a ver y nos volvimos a abrazar. Era una de esas extrañas conexiones que ni el tiempo, ni la distancia, ni las ausencias, ni los silencios, ni los amantes nuevos, logran desparecer del todo. Después de eso me casé. No supe más de él por muchos años.

Un día me llegó un friend request por Facebook decía su primer nombre y su primer apellido, todo el mundo lo conocía por sus iniciales, pero tenía nombre de emperador. Las fotos de perfil no me daban nada, era un chico en una motora saltando en el aire, un cuerpo en un paracaídas, un hombre buceando, alguien esquiando, fotos sin rostros. Yo misma me dije que nadie más tendría fotos así. El año pasado cerca de mi cumpleaños lo contacté para preguntarle en qué lugar del planeta Tierra se encontraba y consultarle sobre tirarme en paracaídas el día de mi cumpleaños número 25, el 25 de noviembre. Me dijo que iba a estar en Holanda pero que un par de fin de semanas antes de irse, él saltaba conmigo. Me preocupó un poco, Julio y yo tirándonos de un avión, sonaba a peligro inminente y no necesariamente por la altura. Tuve que usar el dinero para una situación familiar y no pude saltar. Me escribió mensajes de texto para que nos diéramos una cerveza. Al principio dudé. Después pensé que a veces no se tiene nada que perder.

Cuando volví a verlo fue como si no hubiese pasado el tiempo. Él estaba exacto. Nos encontramos cinco años después de nuestro último abrazo. Nos reímos. Le dije que estaba loco. Él me dijo que la loca era yo, que lo había dejado para casarme a los 21 años. Le di la razón. Me enseñó sus cicatrices nuevas, una de un erizo, aterrizó en él mientras surfeaba otra en la muñeca cuando estaba esquiando, y así sucesivamente. En 6 años se había comido el mundo, Indonesia, Chile, Costa Rica, Argentina, Canadá, España, estaba lleno de golpes corporales, ni una deuda, ni una tarjeta de crédito, ni una novia con evidencia, ni una cuenta de banco, ni una hipoteca, ni un diploma, pura vida. Y yo en esos 6 años tenía tantas pérdidas, tantas deudas, tantos fracasos, tantas cosas sin cumplir, tantas preguntas. Y él lo único que tenía eran sonrisas y respuestas. Me prometió que me iba a gustar estar sola. Que yo era muy fuerte, más fuerte de lo que yo pensaba y que él sabía que la naturaleza tenía cosas grandes pa’ mí. Le pregunté si no le daba miedo, me preguntó miedo de qué, y yo le dije miedo chico, de que te pase algo y me dijo que no, que la vida le había dado tanto, tanto, y le había quitado a su mamá y eso era lo único que él tenía. Ya él no tenía nada que perder así que simplemente vivía. Me dijo que yo lo había hecho llorar. Que había sido la primera “nena” en hacerlo llorar y que yo lo había seducido. Yo siempre pensé que había sido al revés. Me contestó que él era un niño en aquel entonces y yo no le di la oportunidad, “no nos la diste” como era de esperarse no lo dejé hablar mucho más.

Quiero celebrar su vida. Quiero celebrar sus mensajes locos que me enviaba desde diferentes partes del mundo. Diciéndome Edmaris la vida es gozadera, las Heinekens saben mejor en Holanda, debiste haber hecho una mochila y venirte conmigo, te deseo que te aprueben todos los préstamos estudiantiles para que puedas ver al mundo y que el mundo te vea a ti. Quiero quedarme con el sabor en la boca de la intensidad con la que Julio vivía. Y sin embargo lo que siento es un desgarre por dentro que no me explico. Pensé que el cuerpo, que la sangre igual que se acostumbra y se inmuniza a todo, ya había perdido esta capacidad de andarme derramando por ahí. Y mira que yo he perdido cosas; cosas materiales y cosas vivas. Y mira que yo he perdido oportunidades, y mira que yo he perdido milagros, he perdido fe, he perdido amantes, he perdido maridos y he visto gente desaparecer, he visto gente desaparecer de mi vida estando en mi misma cama, he visto gente desaparecer de adentro de mi vientre, he visto amigas desaparecer por años, he visto gente que me ha hecho daño desaparecer de mi vida porque así lo he decidido y he visto gente que quería que se quedaran desaparecer de mi vida y de mi país, una y otra vez, con y sin excusas, con y sin razones, con y sin mentiras, con y sin despedidas. Pero esta desaparición es más de lo que mi cuerpo aguanta.

Y quiero pensar que no sintió miedo, no sintió el miedo que yo sentía cada vez que él me contaba de sus aventuras, quiero pensar que se sintió triunfante, que escogió su forma de salir igual que escogió su vida, quiero pensar que dio gracias en el aire, que sintió esperanza, que pensó en su mamá, que se despidió con el alma de su hermana, de su sobrinito, de su papá y que no sintió dolor, que no sintió en su cuerpo ni una décima de este dolor que yo tengo acuchillándome la espina dorsal y devorándome la mente, una hora sí y una hora no. Porque ni siquiera sé qué pasó y no puedo ni imaginarme a Julio César, (Jotace), ese ser que no nació alado por algún descuido de la naturaleza, metido en una caja. Porque nunca me permití enamorarme porque esos seres así son por definición del mundo y para el mundo. Esos seres si se enamoran se los robas a la vida, les robas la vida y los encierras si los enamoras, les cortas las alas si los metes en un cubículo con un horario.

Tuve la dicha de tenerlo en mi vida hace casi un año. Tuve la magia de pasar horas con él hablándonos, y contándonos, y mirándonos y tocándonos las cicatrices. Las de él todas tangibles, las mías todas fácilmente disimulables. La gente que está dentro de ti, en algún momento, o en muchos momentos se lleva algo de uno cuando salen, cuando salen por un rato y cuando salen para siempre. Y saber que un cuerpo que estuvo sobre mí, a lado mío debajo mío, un cuerpo que sudó con el mío y que me dejó su olor por días, por meses, por años, cayó de 100 pies de altura, es saber que algo dentro de mí colapsó y ahora no sé con qué se remienda. No estoy hablando de amor. No estoy hablando de extrañar, estoy hablando de una vida que tenía trazos de la mía, cuya codificación genética vivió dentro de mí sabrá Dios por cuánto tiempo y ya no está en la faz de la tierra, ya no tiene entrada a mí, ya no hay posibilidad de que pase nunca jamás. Y el dolor es tan distinto y quiero tatuármelo en el pecho maneggiare con cura, maneja con cuidado, handle with care, porque ya no quiero perder más partes de mí, no quiero sentir que ando regada por el mundo, que aquellos que me han habitado están a millas de distancia, a años luz de distancia no sólo de lo que quizás aún sentimos, sino que ni siquiera están vivos. Algo de mí se ha muerto y el resto de mí lo celebra. Me paso entre celebración y lloradera, escucho canciones alegres y me bebo las lágrimas. Lo veo por todos sitios riéndose, diciéndome la vida es gozadera, la naturaleza devuelve, Edmaris eres libre te va a gustar, te estás perdiendo el mundo pero peor aún; ¡el mundo se está perdiendo de Edmaris!

Después de estar con él hace apenas un año, se fue de viaje como siempre, visitando el mundo como siempre, enamorando nenas por todos lados, porque uno no sabía si era más lindo por dentro o por fuera y tenía exactamente eso que tienen los seres que te enrollan y no te dejan escapar; esa libertad que te ciega lo suficiente para saber que no se puede tener un ser tan libre por demasiado tiempo. Será eso lo que no me gusta de las aves y me conformo con plumas. Le escribí un poema y (cosa rara) se lo envíe, nos escribimos varias veces de distintas partes del mundo (él) y yo siempre aquí. Después de ese noviembre no lo volví a ver hasta un par de semanas atrás, estaba en un juego de soccer, solo como siempre. No me veía bonita así que le mandé un mensaje diciéndole: Te vi. ;) me dijo que cómo no lo había saludado. La vida, como bien decía Julio me da mucho más de lo que me creo y me lo puso allí, a un par de bancos de distancia e hizo que me moviera ante la mirada de reprobación de mis amigas y le diera una nalgada, y él que estaba enganchado esperando un gol se bajó, me abrazó bien duro y volvió a subir a gritar y celebrar por el gol. Yo me fui calladita, me diluí como siempre pero esta vez hasta mi asiento y me escribió a recriminarme que no me quedé a celebrar el golazo con él. Le doy gracias a Dios que no lo hice. Le doy gracias a mi cuerpo que no se puso caprichoso, porque si yo llego a traer a ese hombre a mi apartamento, a mi cuerpo y a mi vida tres semanas antes de lo que pasó estaría recluida en una clínica mental. Él me preguntó qué iba a hacer después del juego y yo lo evadí. Últimamente a veces trato de protegerme un poquito más, porque a veces tengo dolores nuevos o dolores viejos que decido meter de nuevo entre cuero y carne y me da miedo que cuando alguien nuevo o no tan nuevo me toque lo único que pueda sentir es dolor.

Me enteré en 140 caracteres que la persona más viva que conocía murió. Que no lo voy a volver a ver. Que no lo voy a volver a tocar. Que ya no me va a enseñar nunca más sus heridas de guerra. Que no voy a recibir mensajes desde lugares innombrables prometiéndome desnudos que en el fondo sabía que no iba a recibir. Él me trajo cosas lindas siempre, y el lunes (un día después de su partida aún desconociéndola) venía de regreso de Cabo Rojo, la música era perfecta y quizás por una combinación idónea entre alcohol e insolación, me salí por el sun roof del carro. Tenía unas pantallas de monedas que de por sí suenan y contra el viento y la velocidad me hicieron decir: “no puedo escuchar ni mis pensamientos” y fue tan liberador, tan intenso, tan limpio; que me hizo cerrar los ojos y por ninguna razón (creía yo) pensé en él. Pensé que esos segundos que yo me permitía era una muestrecita de cómo él llevaba viviendo la vida completa. Y pensé (sin saber que era la última vez que iba a pensarlo en mi vida) que debía tirarme de un paracaídas y con quien más sino con él. Ese martes que me enteré le escribí un mensaje de texto, con el corazón en la boca rogando que todo fuera un error terrible, una consecuencia de tener un nombre común y le escribí: Julio por favor dime que estás bien. Y nunca recibí una respuesta. Una amiga me dijo que una vida así no se puede despedir llorando sino que se baja a shots y escuchando batucada. Yo no perdí un amor, ni siquiera perdí un amante. Perdí un amigo, perdí una química, perdí una inspiración, perdí un espíritu al cual emular, y tengo casi la certeza que algo mío de esas decenas de encuentros en tantos años se llevo algo de mí, algo que falleció con esa maldita ventolera que le colapsó su paracaídas y me rompió por novena vez el corazón. Me arrancaron algo que abracé hace apenas un mes.

Esta misma semana mi computadora que tiene 6 años de edad se desprogramó y Pandora me pidió mi contraseña. Usé todas las palabras y combinaciones que usualmente barajeo y ninguna era la correcta. Luego me acordé que hace apenas un año cuando Julio me visitó, yo no tenía comedor, no tenía sillas, no tenía ni radio y él me dijo que uno no necesitaba mucho más que un lugar donde dormir, pero sí necesitaba música: “¡Edmaris si tú eres música!” Y me instaló Pandora en mi computadora y me abrió dos estaciones: Michael Bublé para mí y Los Fabulosos Cadillacs para él. Entonces recordé; la contraseña era: “ayjulio”.

Ay Julio, Ay Julio, Ay Julio, como desde la primera vez que te vi, desde la primera vez que salimos, desde la primera vez que te besé, desde la primera vez que te doblaste en el Viejo San Juan a amarrarme mis zapatos, como la primera vez que me agarraste la mano en público, como cada vez que me llamabas a decirme obscenidades, como cada vez que me escribías, como cada vez que alguien te nombraba, como la primera y la última vez que te abracé, hasta este martes fatídico cuando leí ese tuit que me susurraba que eras tú, esa mañana donde por primera vez en la vida no me contestaste, como cada vez que de ahora en adelante te sienta en las olas que tanto amaste y en el viento que te robó: calaveras y diablitos, invaden mi corazón.


de plantas - de interiores






Cuando me fui a mudar estaba indecisa. La indecisión es una de las cosas que más detesto en el mundo y que como me suele pasar soy absurdamente buena en caer en ella. Uno de mis primero novios decía que la indecisión era la causa principal de los accidentes automovilísticos. Ahora no sólo le doy la razón, sino que he aprendido que también de accidentes de otros tipos. Soy como los niños preescolares, tres opciones, no más, no menos, así funciona mi cerebro. Una vez fui a cenar con un chico que llevaba años estudiándome y el mesero empezó a recitar la interminable lista de los infinitos especiales del día y el chico le dijo al mesero que por favor se detuviera: “dile los 3 mejores platos, porque no sé si te diste cuenta, pero después del tercer plato las palabras lo que hacen es darle vueltas alrededor de la cabeza como en los muñequitos” ganó más créditos conmigo por eso que por llevarme a un restaurante francés. Pero cuando estaba buscando apartamentos era aún peor porque sobraban opciones pero opciones terribles. Vi tantos apartamentos feos, sin estacionamientos, con techos bajitos, sin luz, sin ventilación, encima de casas, detrás de casas y honestamente estaba perdiendo la esperanza (que de por sí nunca ha sido mi fuerte). Estuve solamente dos semanas y media en casa de mis padres. Entendamos que no vivía con mis padres hacía casi 4 años y estamos hablando de una casa con mi madre, padre, hermano, abuela en custodia compartida, los 9 gatos que tenían mis padres y mis dos perros. Dormía en el que fue cuarto de toda la vida y mis dos perros dormían en el baño. No podía llorar en todo el día porque estaba en la oficina y después no podía llorar porque estaba en la universidad y después no podía llorar porque estaba en casa de mis papás y ellos no saben qué más hacer cuando me ven así. Así que lloraba en la ducha, pero tenía que esperar a que se me bajara la hinchazón porque yo que casi no tengo ojos si lloro o me río mucho los pierdo, así que esperaba a que todo el mundo se durmiera y estaba ya tan cansada que lloraba poco, muy poco.

Entre las razones primordiales que tenía para querer mudarme lo antes posible es que necesitaba desesperadamente echarme a llorar por un par de horas y no podía. Cuando encontré este apartamento, la de la inmobiliaria nos hizo esperar casi una hora, llegó tardísimo y normalmente yo tomaría algo así como una señal de que no me debía mudar. Cuando por fin llegó subimos y la puerta no abría, ni para atrás ni para adelante. Mi papá forcejeó hasta que logró abrirla. Segunda señal fatídica, me dije. Detesté instantáneamente las cortinas que me siguen pareciendo detestables pero ya casi no las veo a decir verdad. Le cojo cariño a las cosas como a la gente y al pasar del tiempo ya ni recuerdo cuáles eran mis peros al respecto. La mesa de la cocina estaba medio jodida. Pero las ventanas abrían hacia arriba y siempre he tenido algo con las cosas que abren casi completas. Como el apartamento era viejo, y nadie lo estaba viviendo hacía algún tiempo, las ventanas se resistían y hasta se quejaban un poco al abrirse. El clóset estaba en el baño lo cual me pareció que no tenía ningún sentido pero sería la primera vez que tendría un armario al que podía entrar y hasta quizás poner una silla dentro. De esas cosas que son esencialmente disparatadas pero uno las ve en las películas y en los anuncios y las quiere, casi las necesita. Como las imágenes de mujeres que pintan su primera casa infaliblemente siempre tienen un mameluco de mahón puesto y las parejas en su luna de miel por alguna extraña razón siempre están vestidas de hilo blanco. En el fondo qué importaba si era práctico o no, cuando si hay algo en el mundo que yo no soy es práctica.

Mi vidente me llamó. Me dijo que ese apartamento, el que no sabía si firmar o no, que lo cogiera. Que allí me esperaban mis ángeles, que me olvidara de que las ventanas se trancaran un poco, me describió la cocina, me dijo que el apartamento no miraba para el frente sino para atrás del edificio, que era más privado que le gustaba. Que me mudara allí, que no era lo mejor del mundo pero era lo mejor por ahora, que yo necesitaba un sitio donde llorar. Que siempre tuviera velas e inciensos, que comprara una planta. Que no importaba lo que pasara, tuviera una planta y si se me moría (porque yo me eché a reír con la idea de tener yo una planta) que volviera a comprar otra.

Y por fin lloré, cuando le dije a la muchacha que sí y lloré cuando firmé el contrato porque he tomado tantas malas decisiones que siempre me aterro y desconfío soberanamente de mis instintos y mis impulsos. Poniendo en movimiento mi sentido práctico en su máxima expresión pedí por Internet una cortina de baño que era una imagen agrandada en blanco y negro de piernas de mujer y de la que me enamoré instantáneamente y el marco de Friends para poner alrededor del ojo de la puerta que mi papá le puso a petición mía ridículamente bajito, que se joda dije, si nadie va a mirar por ahí más que yo, estoy segura que en la casa de los enanitos el ojo no estaba a la altura de Blanca Nieves. Yo tenía media hipoteca a mi nombre, unos borradores de papeles de divorcio que no habíamos acordado firmar. Sólo me llevé mis perros, mi regadera, mi cafetera, mi ropa y un par de cuadros. Él me sacó mis libros, algunas fotos y algunas ollas porque decía que no necesitaba tanto. Cuando firmé sólo tenía una cama. No tenía nada más. Nunca había vivido sola en mi vida y estaba aterrorizada, algunos días todavía lo estoy.

No me mudé hasta que no compré la dichosa mata. Fuimos a uno de esos jardines que casi ni existen y la señora se parecía demasiado a mi abuela. Mi madre le dijo en otras palabras que me consiguiera una planta a prueba de asesinos de cualquier especie. Yo quería colgarla del techo y ponerla en mi cuarto, por aquello de la energía. Mi papá, que trata de complacerme pero intenta ser lo más práctico posible (cosa que no heredé) encontró un ganchito en una pared de la cocina y de ahí la colgó (temporeramente) y ahí lleva 10 meses. Le compré un abono líquido y rompí la botella antes de haberle echado si quiera tres veces. La señora me enseñó la cantidad exacta de agua, un día sí y un día no. Me dijo que era una planta bastante resistente pero que exigía (esa fue la palabra que usó, estoy segura) más agua que el resto de las plantas interiores.

Para sorpresa de todos, en especial la propia; la planta sigue viva. La gente que viene aquí, (que son muy pocos porque creo que quedé traumatizada con mi última casa donde la gente entraba y salía como si fuese una fiesta patronal) me preguntan si es de verdad, si la planta es real. Porque siempre está tan verde. Que cómo es posible que yo me acuerde con mi despiste. Un amigo no me creía que me daba más trabajo que mis perros. Intenté explicarle que mis perros no se mueren de hambre porque casi me verbalizan que tienen hambre y saltan por las mañanas. Pero la planta está ahí como buena macha y algunos días amanece como muerta, todas las hojas mirando para abajo, me recuerda a un pez beta que tenía, que se suicidó. Soy rara con las mascotas. Me gustan los perros y los gatos casi por igual, pero no los peces, los considero ornamentales, como tener un purrón que se caga encima. Porque me parece que el pez como que no te reconoce, como que sigue tu mano porque la alimentas. Creo que es la cuestión de los ojos, me pasa lo mismo con la gente de ojos claros como que me da miedo que no tengan alma porque no se las sé leer.

Tampoco me gustan los pajaritos como mascotas lo cual es una hipocresía porque amo las plumas, pero una vez vi cómo le cortaban las alas a un “love bird” con unas tijeras comunes y corrientes y la imagen nunca me la he podido sacar de la cabeza. Tiene que ver con que intento pensar en qué vida tendrían los perros o los gatos si no fuesen mascotas. Pero en realidad no se me ocurre que le pueda ofrecer una vida a un ave que pueda compensar el haberle cortado el vuelo. La verdad es que si fuera por mí tampoco tendría una planta, pero el vidente me lo dijo, como me dijo que no sentían nada cuando me veían desnuda, como me dijo que se iban de la casa exactamente el día en que se fueron, como me dijo que se me había diluido una niñita dentro a quien le iba a poner un nombre con A, como me dijo que ese hombre hermoso aunque parecía inofensivo me iba a hacer llorar y como todas las cosas que me dice las pega, cosas grandes y cosas chicas, pues por si acaso. La cosa es que le he cogido cariño a la dichosa mata y no le tengo nombre siquiera por evitar encariñarme. Yo le pongo nombre a todo, desde los seres hasta a los enseres. Una vez alguien me dijo que una vez le ponías nombre a algo, no había vuelta atrás, por eso si tu perro tiene perritos, por nada del mundo le pongas nombres a los críos porque después el dejarlos ir se vuelve doloroso. Cuando me gusta mucho algo o alguien, le pongo nombre, o le cambio el que tiene o me le invento un segundo. Mi carro tiene nombre, mi cafetera, mi regadera y hasta mis cuadros.

Mi pobre mata sin nombre siempre está; o muriéndose de sed o a punto de ahogarse. Cuando se me olvida regarla por días intento compensar echándole toda el agua que le debo de un cantazo. Tengo una relación extraña con el agua, no sé si es mi ascendente en Cáncer, la cuestión isleña, o si quizás soy hija de Yemayá. Últimamente por alguna extraña razón me paso dejando todas las plumas de la casa abiertas, dejando el agua correr sin motivo. Y a cada rato tengo sueños con corrientes de agua, con inundaciones, con lluvias torrenciales, con el mar que se recoge y se lo lleva todo. Supuestamente siempre que yo sueñe con agua simboliza algo bueno. Hace no tanto, se me metió un extraño olor a lluvia en la cama. Y como es de esperarse se me pegó en la piel por semanas. Era un olor triste pero llenaba el apartamento. Supersticiosa al fin empecé a sospechar de la planta. La metí en la bañera y le dejé correr el agua sobre ella. Aproveché que esa noche había una lluvia de meteoritos, que nunca logré ver aunque sí vi rayos y centellas (no sé si por casualidad o conspiración climática). Me llené de valor y cambié las sábanas, sábanas nuevas y rojas. Sábanas que no huelen a lluvia, ni siquiera huelen a mí. Y todo volvió a estar menos triste pero más solo, esas relaciones inversamente proporcionales que sólo parecen ser posibles a mi alrededor. Estoy casi convencida que la planta tiene algo contra mí y con razón.

Pero tengo que confesar que en las mañanas que la veo así, mustia, como si se quisiera tirar por la ventana, me da una tristeza horrible. Y hoy llegué a mi casa y la encontré así y me eché a llorar. Esa señora era medio bruja y me regaló algo que yo tuviese que querer y tuviese que cuidar porque se parece a mí. Paso días sin darle agua y la planta como si nada y un día cualquiera no puede más y se echa a morir. Y yo estoy tan cansada. Tan cansada de que no me puedo poner mustia por 24 horas. Que todo el mundo dice que puedo con todo, que cuando la gente habla de mí parece que hablasen de un roble y no de una puta planta de interior que exige más agua que el resto, “mira todo lo que le ha tocado y ella sigue así como si nada” y quisiera de vez en cuando gritar que no soy tan fuerte nada, pero llevo tanto tiempo posponiendo el llanto que ya casi ni me sale. Que en el fondo necesito mucho más de lo que tengo, que hay días en que me siento tan sola, tan seca, tan quieta, tan impotente, como la mata en el tiesto, y que en ocasiones es capaz (soy capaz) de conformarse (de conformarme) con un poco de olor a lluvia y esperar a que a mí me sobre el tiempo de echarle (de echarnos) la cantidad justa de agua. Ni una gota más, ni una gota menos.

12 Meses de Julio



Me alegró el cuerpo verte la cara,
me alegro la cara verte el cuerpo
y me hubiese gustado despedirme
desenroscarte los rizos y decirte
que mantuvieras el pasaporte
siempre cerca de la caja del pecho
y darte una huella de un beso mío
impreso en un papel cualquiera
para que lo tuvieses contigo durante 28 días
y creerme que te beso en cuatro ciudades europeas.
Recordarte que te comas una bocata de calamares
en la plaza mayor madrileña
y que pensaras en mi boca
mientras te dieras el gusto de comértela.
Quería decirte que me gusta
ver el hambre de mundo en tus ojos
que te tengo envidia de la buena
de esas admiraciones rabiosas
y decirte que lamento haberte destruido aun más el cuello
y decirte que lamento haberte desterrado en un momento
y pedirte que te memorices Holanda
y que me la describas completa
que te tomes una cerveza de esas hermosas
de esas pocas cosas que a los dos nos gustan
que veas un cuadro de Van Gough moverse
yo sé que tú encontrarás la forma
que te llenes los ojos de mujeres Canarias
pero que no le digas a ninguna tu nombre
sólo tus iniciales
ya no soy tan exclusivista
eso nos pasa al resto de los mortales
aquellos que envejecemos
no los duendes mágicos
como tú y mi cafetera
viaja ligero como siempre
de la única forma que sabes
intenta regresar con todas tus extremidades
intenta que las cicatrices nuevas
sólo las tenga el pasaporte
intenta al menos el 25 pronunciar bajito mi nombre
que sé que a ti también te alegra verme
que sé que esto no tiene ni tendrá nombre
pero me alegra y bastante
me alegra y es suficiente
tener un amigo que vive
comiéndose la vida y el mundo
un amigo visitante
un viajero musical
sé que saltarás conmigo
que me obligarás a ver los cielos
que me prestarás tus ojos viajeros
para contarme de tus viajes
(algunas partes al menos)
que me recordarás cómo era
amar la isla estando inconforme
quería decirte toda esta sarta de estupideces
como pretexto introductorio
y tal vez sin mirarte a los ojos
darte las gracias amigo
desearte un buen viaje
y agradecerte que cueles
este cuerpo
entre tus tantos otros viajes.




-porque hay cosas que sólo son publicables en algún mes de julio-

súper-hombre




Le tengo menos paciencia que a nadie en el mundo. En la pantalla de mi celular aparece más su nombre que el del resto de mis contactos. De cada cinco mensajes de voz que recibo, tres como mínimo son suyos. Ayer por dar un ejemplo mientras intentaba salir de mi apartamento (tarde como siempre), para llegar a mi primera sesión de un taller de novela, sin la menor idea de cómo llegar al lugar, intentando recolectar a través del caos en el que vivo, mi cartera, mi celular, las llaves del carro, las del apartamento, etc. Empieza a sonar mi celular y yo de mal humor, desesperada, pescándolo en una de mis carteras le digo: Dime Papi!!! con el tono de hastío al que ya se ha acostumbrado para escuchar un: “Mama, es que me adelanté y llegué al sitio, ya te puedo explicar cómo llegar y te estoy tratando de buscar estacionamiento porque está difícil.” Él no lo sabe pero me eché a llorar.

Siempre bromeo diciendo que tengo buen gusto en todo, menos en los hombres. La gente dice que uno busca una pareja que se parezca a su papá. Yo tengo que diferir, quizás yo soy la excepción, lo cual no me sorprendería teniendo en cuenta mi récord en todo lo demás. Jamás he salido, estado, amado, querido, gustado y todas las demás variantes posibles de interacciones con el género opuesto, con nadie que se parezca ni remotamente a mi papá. Algunos me han dicho que mi papá me ha hecho un daño, a mí y a los que han sido alguna modalidad de pareja mía. Que soy una engreída, que me creo que me lo merezco todo, que espero que me traten como una princesa por el resto de la vida. Mi papá me escolta hasta mi carro, y mientras viví con él nunca tuve que echar gasolina. Al sol de hoy nunca he lavado mi carro. Mi papá me carga las bolsas, me deja escoger la película que quiero ver, me recarga el autoexpresso del carro para que no tenga que pagar peaje, me acompaña a citas médicas sin quejarse ni un segundo. Mi papá jamás ha interferido ni en las más dementes de mis ideas. Papi tengo novio (a los 12 años), papi tengo una sortija de pre-compromiso, papi quiero ser belly dancer, papa voy a ser Reina del Carnaval de San Juan, papi quiero empezar a trabajar (a los 17), papito quiero estudiar literatura, pa me voy pa’ España, papi voy a trabajar turnos nocturnos en un hotel, papa voy a salir con alguien 10 años mayor que yo, papi me voy a casar, papi me voy de la casa, papi voy a tener un bebé, papa me quiero divorciar, papa quiero vivir sola.

Nunca ha habido un pero, nunca me ha cuestionado mi inteligencia, nunca me ha impedido tropezarme, nunca me faltó cuando desesperadamente necesitaba que me recogiera. El día de mi boda todo el mundo se bajó de la limosina y él me agarró por el brazo y me dijo mírame: ¿estás segura de esto? Le dije que sí. Me dijo: si esto no es lo que tú quieres, que se jodan: la fiesta, los invitados y todo lo que se pagó, tú dices la palabra y nos vamos pa’l carajo. Ese es mi papá, un tipo que no interfiere, que siempre está ahí para rescatarme, un hombre que lo puedo llamar en cualquier minuto del día y por más ocupado que esté me contesta aunque sea para preguntarme: mi amor estás perdida? Porque él es mi brújula, mi GPS y con yo decirle tres lugares que veo y a veces describirle, porque me creo que todo es literatura, los colores de las casas, cómo se ven los árboles, él sabe dirigirme hasta donde quiero llegar. Él fue a llevarme a Salamanca, jamás ha viajado a Europa, sólo esa vez, a dejarme sana y salva, a asegurarse que su hija no fuera a vivir en barrio de mala muerte y un día me llama y yo estoy atacada llorando y él se angustia y me pregunta, y le digo que estoy perdida y el tipo que sólo estuvo una semana en la ciudad desde Puerto Rico me explicó cómo llegar.
Claro que tiene sus desventajas, a través de la vida he tenido que ocultarle un par de cosas. Mi papá es el hombre más pacífico del mundo hasta que tiene que ver con nosotros. Una vez un novio me jamaqueó un poco y yo lo tuve que botar de la casa instantáneamente y mayor que mi indignación era el terror de que mi papá lo viera y terminara preso. Cuando me casé, el primer fin de semana después de regresar de mi luna de miel, mi entonces nuevo esposo me dijo, qué cosa más rara en el balcón hay una libra de pan sobao’ y un periódico y yo no pago periódico… yo me sonreí y le dije que eso había sido mi papá. Él único día que me gusta leer el periódico impreso es el domingo porque tiene la sección de viajes. Y en mi casa siempre había pan sobao’ los domingos de esa panadería. A mí se me aguaron los ojos y todavía no estoy segura de lo que mi ex sintió.

Modestia aparte mi papá es hermoso. Físicamente lo es y no solamente lo digo yo. No es muy alto porque como decía mi abuela, Dios no le da alas al animal ponzoñoso. Tengo su nariz, sus labios gruesos y un montón de otras cosas terribles según dice mi madre: la sangre Carazo esa: el ansia de viaje, el temple, la procrastinación, el siempre darle el beneficio de la duda a la gente (una y otra vez), la impuntualidad, la satería, el don de gente ese que raya en lo detestable, el coqueteo cuasi innato, el hambre a todas horas, el metabolismo, el sentimentalismo, la tocadera y la risa. Para mí los defectos de mi papá caben en una mano y sobran dedos. Y los que lo conocen pensaran que son aún menos. Mi papá no sabe decir que no, es terco y miente magistralmente bien. Con los años se ha vuelto más irritable, le fastidia cada día más la autoridad y detesta esperar. Papi se siente orgulloso de todas mis andadas. Un día me llamó y me pidió que le deletreara la dirección de mi blog. Me pareció extrañísimo y después me llama y me dice que estaba reunido con el presidente de la República Dominicana y le había dicho que su hija tenía un blog y le estaba escribiendo la dirección para que me leyera. Yo por poco lo mato. Cuando le dije ahogada en llanto que me habían dicho que les molestaba mi presencia en la casa, mi papá ahogado en llanto y con una rabia que jamás le he visto me dijo que cómo era posible si él me cargaría para que yo no tuviese que caminar. Cuando le dije a mi papá que un vidente me había dicho que iba a perder la mitad de mi brazo izquierdo se echó a llorar y me dijo que eso no podía ser. Todavía le duele y le asusta más que a mí.

Confieso que cuando vi un positivo en una prueba de embarazo (y probablemente esta es la primera vez que lo escriba) me dio muchísima tristeza pensar que no le había escogido a mi bebé ni una tercera parte del papá que mi mamá me escogió a mí. No siempre los entiendo, llevan tantos años juntos que sería un acto absurdo y suicida intentar entender una relación que es más larga que mi propia vida. Pero si algo me consta es que a mi madre nunca le han faltado flores, ni compañía, ni un hombre que le agarre el pelo si va a vomitar aunque le den náuseas, que mi papá me cambiaba los pañales y me cuenta mi madre que había que casi suplicarle para que dejara que otra gente nos cargara. Mi papá nunca faltó a ninguna actividad de la escuela y el 95% de mi vida nos acompañaba por las mañanas y con mis peleas y refunfuños me cargaba los libros. Tuve una época de mi vida donde fui fanática de un grupo, nos pasábamos horas en portones para espectáculos y comprar taquillas, mi papá nos llevaba sillas de playa, meriendas, comida y agua a mí y a todas mis amigas para que no nos deshidratáramos en nuestras locuras de fans enamoradas.

Mi papá consigue cualquier cosa sin tener dinero, y sin conocer gente en las agencias y en las oficinas. Llega con su sonrisa perenne, con su pelo verdoso y con una caja de donas o de quesitos, e instantáneamente aparecen documentos, citas médicas esa misma semana. Tiene un efecto mágico, lo saben mis amigas y lo saben los chicos que de conocerlo saben que es el momento perfecto de huir porque el tipo es insuperable. Quizás por eso me he resignado a que sencillamente no existen hombres así y si he tenido la suerte de tenerlo como papá, sería bastante avaricioso de mi parte pensar que voy también a tener una pareja como esa. No exactamente como mi papá, pero con ese coeficiente emocional tan alto, con esa capacidad de amar, con esa entrega voluntaria y casi automática con la que mi papá toma las decisiones día tras día. Nunca hemos sido una familia con dinero y mi papá realmente nunca tuvo un papá-papá como el mío. No sé de dónde se sacó esa ternura, no sé dónde vio un papá así, quizás se lo inventó, porque papi lo que no sabe se lo inventa.

Así que quizás todos han tenido razón, desde el primer noviecito hasta el último que por poco se atreve a quererme. Quizás mi papá me hizo un daño, complaciéndome tanto, haciéndome creer que me merezco una felicidad casi cotidiana, que es necesario escuchar que te digan te amo todos los días, que mis ojos se merecen ver el mundo, que voy a llegar bien lejos, que soy especial desde el día en que llegué al mundo diez días más tarde de lo pronosticado, que hay que escucharme cuando hablo porque yo me canté mi primer cumpleaños y que no se me puede hacer llorar ni se me pueden ocultar las cosas porque como llegué tardía, nací sonriendo y con los ojos abiertos.

-Gracias papi porque si aún creo en el amor es porque no ha habido un día en mi vida en el que no me haya sentido profundamente amada.

de palabras y festivales...

Una vez vi una película que decía que la mayor parte de los días eran “unremarkable”. (lo siento pero ya no soy purista ni con el idioma que tanto antes defendía) Una palabra de esas palabras numerables que creo que carece de traducción suficientemente específica, significa algo así como con nada en especial, mediocre quizás. En un programa de televisión una chica decía que uno nunca sabe cuando va a ser el día más feliz de la vida, uno se levanta un día cualquiera y sencillamente pasa. Por lo regular los días que esperamos que sean los más felices tienen la carta esa casi insuperable de las expectativas y he llegado a concluir que las expectativas todo lo joden. Últimamente lo que más me asusta es llegar a ser inconmovible, inimpresionable, que nada me duela, que nada me haga vibrar, que nada me vuelque el estómago, que nada me pare el corazón, que nada me entrecorte la respiración, que nada me erice la piel, que nada me doble las rodillas, que nada me derrame. Me asusta, la capacidad que uno va cogiendo de todo verlo natural, de que las cosas se caigan y sencillamente uno las deje caer, que el caos lo ocupe todo y uno sencillamente (como hago con mi closet y poco a poco con la mesa del comedor), vaya moviendo las cosas tan sólo cuando sea totalmente inevitable y necesario. Porque honestamente si no hay visitas me vale un coño. Me aterra la forma diametral esa, en la que uno ama a alguien con locura avasalladora y de pronto no sienta absolutamente nada, nada concreto nada presente, nada intenso, sólo una profunda nostalgia que no es otra cosa que la tristeza de lo que ya no se siente. Y a veces me pregunto con miedo a contestarme si seré así con todo. Si tendré la terrible capacidad de volverme indiferente a todo por protegerme.

Quizás por eso de un tiempo para acá escucho a Mercedes Sosa y una canción que antes me daba igual me pone a temblar, sólo le pido a Dios que la angustia no me sea indiferente. Porque la indiferencia es incompatible a mí, a la pasión que me carcome y que en tantos problemas suele meterme. Y me da miedo, miedo de no dejar que nadie (o nada) entre en mí o más bien a mí porque las salidas de mis profundidades suelen ser incómodas. Y no conozco a nadie que me haya dicho cómo uno precisar (en mi mente “how to ascertain”) si se ha perdido esa capacidad de sentir, ni siquiera de amar, sino de sentir. No las mariposas esas que revolotean tanto que uno ni se escucha, no el impulso ese sub-humano de golpearse los huesos con los huesos de alguien más (como dice Bebe) casi por comprobar que el esqueleto en efecto existe. No la promesa de alegría temporera que uno casi se inventa cuando alguien te hace reír. No la racionalización de conversar con una persona cuyo intelecto intimida y reta y le hace cosquillas al cerebro de uno. Hablo más bien de esa cosa intensa, que saca de uno lo que uno ni conoce, eso que te sublima, que te hace tan humano que te fragiliza y que a la vez te aleja tanto de lo humano que te vuelves atemporal, incorpóreo, inexplicable.

La gente habla de la inocencia de los niños, de esa pureza que tienen al hablar, al mirar, al amar. La inocencia de los niños recae en su ignorancia, en su desconocimiento del dolor. Cuando un niño es lastimado esa inocencia se pierde, no se puede sentir como uno siente por primera vez. Yo le tenía terror a correr bicicleta y me dejaron las rueditas hasta que era una manganzona, pero cuando se las quitaron y me reventé y me mondé y sangré (estarán pensando que le perdí el miedo) y es cierto le perdí el miedo y le cogí pánico, terror, porque lo que antes era la sospecha de que me podía lastimar se convirtió en certeza y esa certeza es la antítesis de la inocencia. El primer amor nunca se olvida no por la persona que se amó, si no porque es la primera y por lo mismo la única vez que se ama sin esa certeza de que uno saldrá infaliblemente malherido.

Hace un par de semanas fue el Festival de la Palabra en el Cuartel de Ballajá en el Viejo San Juan. Llegué allí casi por accidente, porque por un momento de esos que pasan cada ocho años cuando hay eclipses solares y lunas llenas y cometas y estrellas fugaces, (todas a la vez) el universo conspiró a mi favor (para variar) y llegué tarde (como siempre) pero suficientemente temprano para escuchar gente que me hizo sentirme viva, que me pusieron a vibrar sin tocarme, que me aceleraron el corazón sin mentirme y que me prometieron cosas que por imposibles no tienen más remedio que ser cumplidas. Y parecerá la cosa más cursi del planeta porque la humanidad es la cosa más cursi y clichosa posible, pero me encontré de frente con mi amor: las palabras.

Allí escuché al único autor que me ha puesto a leer novelas policiacas, un cubano que nos contaba de la cotidianeidad de la violencia, de cómo allí el contrabando y el “narcotráfico” no son más que esconder una bolsa plástica de polvo blanco que no es cocaína sino leche en polvo, porque alguien se la robó y lograste comprarla. Allí escuché a un autor puertorriqueño que nunca he leído, (guapísimo por cierto) que nunca se quitó las gafas y que con total arrogancia narraba que se deleitaba en contar al detalle las escenas de violencia y que a veces las descripciones de cómo una cabeza era despedazada las hacía con toda la minucia y rasgos científicos posibles para que no tuviera el lector de otra, que reírse. Escuché a un escritor confesando con toda franqueza que la frase por la que todo el mundo lo recuerda y que se convirtió casi en un lema latinoamericano no era más que un recurso literario. Narraba como su mentira se convirtió en el testimonio (sin querer serlo) de una sociedad completa. Allí escuché a una escritora mexicana a quien he leído con amor confesar que era adicta al Twitter y pude leer en sus compañeros de panel el recelo detrás de sus sonrisas. Pude escuchar y ver al decano de la facultad de Humanidades a quien tuve el placer de que conversara conmigo antes de entrar a la Universidad para que me hablara del campo de la literatura y yo con 17 años sin saber ni quién era, lo juzgué como el hombre más brillante, con menos dinero y más feliz del mundo. Y ese día, ocho años después oí decirle que al igual que yo, soñaba con ser zurdo su vida entera y me dio vergüenza porque me di cuenta de todo lo que he cedido. Decía que extrañaba la letra escrita, que le encantaba dar exámenes de discusión más que todo porque se gozaba imaginarse a la gente escribiendo. Nos decía y los ojos le titilaban que por la caligrafía se inventaba cómo la persona moldeaba el cuerpo para escribir. Escuché a una escritora, profesora puertorriqueña, hablar de lo pudorosa que es y hacer miles de salvedades de cómo sus relatos no son en efecto autobiográficos lo cual escuché con profunda sospecha. La escuché explicar cómo le aterraba el Facebook y el Twitter y que quizás era paranoia generacional pero sentía que le estábamos haciendo el trabajo a los federales para que nos encarpetaran, pero ahora con evidencia hasta audiovisual. Escuché a una argentina hermosa que hablaba como mi amiga Elenita y que decía que le gustaba contar las cosas en muchas voces y se inventaba muchos narradores porque le daba miedo opinar. Y llegué tarde a escuchar a una autora española que amo entrañablemente y a quien la última vez que vi y escuché hablar fue el día de mi cumpleaños número 20.

Quizás llegué tarde, como siempre, pero lo que oí me hizo llorar… hablaba de cómo el escribir es el intento más humano posible de tocar lo sublime y cómo el intentarlo si quiera es noble y cómo sus libros por más malos que hayan salido en su propia opinión o la de los críticos, siguen siendo la mejor parte de ella, porque lo que uno escribe para bien o para mal es lo mejor de uno mismo. Y que cómo no nos va a doler que hablen mal de una obra cuando es como arrancarse el hígado y ponerlo en una mesa y que los invitados empiecen a decir pero qué horror qué hígado más asqueroso. Y la escuché decir que había leído no sé de quién que la literatura es nuestro intento de tocar la soledad de alguien más con la nuestra. Y que escribir es el acto más esperanzador del mundo porque hay que tener mucha esperanza para creer que alguien va a sentirse identificado en algún punto lejano del planeta con eso que se escribe. Y pude tuitear que acababa de abrazar a mi mamá literaria y que estaba escuchando a una de mis escritoras favoritas mientras estaba sentada frente a mi archienemiga literaria porque la leo todos los domingos con la misma pasión con la que Amaranta le tejía la mortaja a Rebecca, como si fuera propia. Y escuché a un haitiano decir que para él la literatura no era nada divertido sino era el libro de los sufrimientos de los esclavos. Que la única respuesta posible a cómo rehumanizar un esclavo es a través del cuento y de la música.

Y escuché a un organizador español hablar de cómo mi mamá literaria la primera vez que fue a un Congreso a hablar del Caribe, llegó con lo escandalosa y nada discreta que es y cómo se sacó un mangó de la cartera y pidió un cuchillo y el salón entero se llenó de aroma de fruta desconocida y luego le dio un bocado, que conociéndola presumo que habrá sido un bocado de los grandes, de los vulgares, de los sabrosos y a aquellos españoles se les habrá caído la baba, y entonces dijo “Ahora vamos a hablar de Caribe”. Y yo allí sentada sonriendo todo el rato, carcajeando todo el rato, lagrimeando todo el rato, rompí las puntas de mis dos lápices porque el cuerpo adquiere fuerzas inexplicables en momentos de éxtasis y un muchachito flaquito, escuálido y con acento francés tipo Pepe Le Piu, salió de la nada y me dio un bolígrafo porque “me di cuenta benditou de tu frugstracioun” y el escritor peruano que escuché hace dos años atrás y que fue quien me dio alas para comenzar este blog me miró de arriba a debajo de una manera para nada literaria y por lo mismo totalmente literaria. Allí me encontré con un chico que no veía hacía décadas que me dijo que iba a leer en la Plaza del Tótem y al buscar en el programa encontré que era Poesía Homoerótica y por undécima vez en la jornada el pecho se me desbordó de conmoción.

Una vez un chico que trabajaba conmigo y que me estaba merodeando me preguntó mientras almorzábamos que qué yo estudiaba. Le contesté literatura. Me dijo que para qué, si ya todo estaba escrito. Le dije buen provecho, y me mudé con mi bandeja a otra mesa y jamás le volví a hablar. Han pasado los años y soy un chispito menos radical y un poquito menos intransigente. (no necesariamente me enorgullezco de esto) Pero todavía pienso que hay diferencias irreconciliables y todavía entiendo que hay ciertas cosas que son lo suficientemente esenciales y medulares para no poder tener una relación de un tipo o del otro con otra persona. Las palabras son el centro de mi mundo. Siempre lo han sido. Por eso puedo recordar diálogos completos de películas y no puedo decir ni el nombre de la película, ni quiénes son sus actores. Por eso tengo tantas canciones almacenadas en mi cabeza que he llegado a pensar que por eso no puedo retener ni una sola dirección, ni una sola ruta en mi mente, porque tengo la memoria ocupada de canciones.

Una persona que me conoce más de lo que me gustaría aceptar me dijo hace unas semanas que apostaba lo que fuera a que voy a la iglesia que voy porque el cura habla como si estuviera recitando poesía. El próximo domingo el cura colombiano hablando mi español favorito en el mundo dijo: “párate frente al mar, fíjate en cómo no puedes ver dónde termina, mira la fuerza de la marea, la fortaleza de las olas y si eso no es suficiente mira el cielo de noche, mira las estrellas y los planetas, piensa en cómo esos cuerpos gigantes se sostienen del cielo sin caerse, por todos estos años, imagina como la luz se refleja de un cuerpo a otro… el Dios que está contigo es el que maneja los mares, el Dios que está contigo es el que sostiene las estrellas y el firmamento. Y todavía crees que no puede manejar tu vida?”

Y lloré más que nada pensando que quizás esa persona que un día amé tiene razón. Y heréticamente en vez de buscar a Dios en esa iglesia, quizás voy a llenarme de palabras. Es mi debilidad, es de donde lo agarro todo. Por eso puedo manejarlo todo, menos el silencio. Esta debilidad por las palabras como es de esperarse me hace más propensa a las mentiras que el resto de las personas. Como las palabras son todo para mí tengo la estúpida tendencia a creer lo que me dicen, lo que me escriben, lo que escucho, lo que leo. Como suelo ser bastante específica en lo que digo, bastante honesta en lo que escribo, tengo una intolerancia febril a frases como eso no fue lo que quise decir o quizás no me expresé bien. Al español le faltan excusas para uno decir lo que no es. Por eso a veces recurro al inglés, porque es práctico, menos dramático, menos intenso, menos humano, menos caliente, menos doloroso, menos violento, menos real.

Grabo a la gente por frases, recuerdo palabras importantes, archivo memorias por los diálogos y hasta a veces cuando me han pasado cosas terribles, discusiones violentas, despedidas, insultos, en mi mente pienso en lo hermoso de la frase, en lo poético del diálogo, en lo cinematográfico del momento. Algunas me entraron por los oídos, otras me salieron de mi propia boca para mi sorpresa, otras las leí de la pantalla de una computadora, de la pantalla de un celular, de la pantalla de un cine, de un libro. Pero aquellas en vivo, que se le meten a uno por todos sentidos, esa sensación de escuchar las palabras y casi verlas salir de una boca, absorberlas en el marco de un cuerpo, de un ambiente, de un paisaje, con una voz específica, asociarlas a un olor, a una sensación, a un sentimiento, no es comparable con nada más.

Esas palabras que retumban y cuando menos esperas salen de los armarios de la cabeza: tú tienes que ser un alma vieja, te citaría todo el día guapa, cada vez que veo ese video me acuerdo de ti, ya encontré mi combinación perfecta, tú tienes un don para las cartas pero no lo sabes, pero de qué hablas si nadie me ha tratado mejor que tú, estamos empujando un barco que tarde o temprano se va a hundir, tú no sabes amar, quiero que seas la madrina de mi boda, qué te hizo que no puedes respirar lo voy a matar, no tengo más nada que buscar quiero que seas mi esposa, no te quiero embarazar, enséñame tu carnet que no quiero ir preso, dónde está la mujer de la que me enamoré, ya no te conozco, me arrestaron, tu tenías un brillo que ya no sé dónde estás, la perra se tragó seis centavos, estás encinta, será que no sabes contar, tú crees que puedo tocarte con este reguero si no puedo ni pensar, solamente fue un beso por Dios Santo, tienes células precancerosas, desde que naciste yo vivo para cargarte, para que no tuvieses que pasar el trabajo de caminar, soy más feliz durmiendo en una cama de aire que contigo, esta noche brindaré por ti, aprendo tanto contigo, si fuese hombre me casaba contigo, solamente tú habrías logrado esto sola en tan poco tiempo, lo siento perdí el interés, un beso guapa, antes de que me tocaras sabía como me ibas a tocar, tú me gustabas tanto en bachillerato que era ridículo, si te sale un pipí dame una llamada, tú besas igual que yo, no te puedes enamorar de mí, eso es lo que me gusta de ti que no sabes lo que quieres, déjame darte todo mi dinero, misi usté sí que es grande, quien hubiese dicho que una nena tan linda se iba a quedar pa’ vestir santos, yo no sé pa’ qué pagué tanto colegio, mi hija habla como hombre, come como hombre, bebe como hombre y sólo mide cinco pies, para qué recé tanto si al final se iba a morir, eso es lo que me gusta de ti que nunca sé lo que esperar pero sé lo que no.

La gente a la que le apasiona un arte está dispuesta a casi todo, no por valentía, más bien por necesidad. Mi mamá literaria dice que la gente que escribe es mala, desvergonzada, mentirosa, exagerada, y en parte tiene razón. Lo comprobé en el festival, todos esos autores geniales y en su gran mayoría tan políticamente incorrectos, tan raros, tan humanos, tan descarados. Una nunca sabe cuando va a ser el día más feliz de su vida. Y mientras uno esté vivo existe la posibilidad de tener uno que supere al anterior. Esa semana tuve que levantarme varias veces al amanecer para reponer las horas de mis escapatorias y no podía casi dormir porque literalmente se me estaban derramando las palabras. Las palabras son como las hormigas, uno nunca entiende cómo aparecen, como cargan cosas más grandes que ellas mismas, como no dejan de existir, como se multiplican, como nunca se detienen, nunca descansas y aparecen mágicamente en cualquier lugar, a cualquier altura en cualquier temperatura. Soy alérgica a las hormigas y vivo en una isla tropical. Creo que es la forma que ha tenido la vida de recordarme cuán frágil soy. El Festival de las Palabras fue como meterme voluntariamente dentro del hormiguero. Hace tiempo que no me sentía tan feliz. Éramos como siempre solas contra el mundo las palabras y yo.

des-Madre



Mi mamá literaria me enseñó entre tantas otras cosas infinitas que hay que escribir de lo que uno no quiere escribir. Yo intento evitar escribir de fechas, festividades, acontecimientos, porque tengo un problema con la temporalidad. Durante casi toda mi vida no le ponía ni fecha, ni mucho menos hora a mis escritos, en mi mente era una forma de ponerle alitas, de no fijarlos en un tiempo específico. Este día de las madres me cuesta.

Mi primera adivinanza fue porque este sería mi primer día de las madres con un bebé. Y aunque me engañe por un momento, sería terriblemente difícil por más mágicamente hermoso que pudiese ser. Una vez leí “nunca quise ser madre hasta que tuve un aborto”. Nunca me hice un aborto digamos “voluntario”. No hubo ocasión y nunca estuve segura si era capaz de hacerlo por más pro decisión que me cantase, me falta el valor o la cobardía (que en el fondo son la misma cosa). Pero después de la pérdida no creo que pueda. Perder un bebé para mí, se sintió como un fracaso del cuerpo. Y en el fondo la última derrota de mi amor. Las madres te dicen que la vida te cambia desde el preciso momento en que lees un positivo. Yo diría, primero que todo que cuando vayan a comprar una prueba de embarazo compren las que digitalmente dicen “pregnant / not pregnant”, son más caras, es cierto, pero las de la liniecita son confusas y uno termina comprando cinco para estar seguro, así que mejor hacer la inversión de la primera y enterarte de una buena o desgraciada vez. Yo compré tantas que estaba hecha un manojo de nervios cuando compré la que tenía palabras, (que cosa tan estúpida de mi parte de no hacerlo desde el principio cuando siempre me he sentido más cómoda con palabras que con números, que con símbolos, que con líneas, que con personas) salí de la farmacia de un centro comercial y literalmente me llevé una columna del estacionamiento con la parte de al frente de mi carro o más bien a la inversa. Yo sabía que sí, que sí lo estaba. No podía terminarme una botella de cerveza sin sentir que iba a explotar. No podía quedarme quieta sin quedarme dormida. Sentía miedo de que algo me pasara, de caerme, de tener un accidente, de indigestarme, de la nada. Veía bebés y se me erizaba la piel, todavía me pasa, debe ser como la gente que pierde una extremidad y siente que le sigue picando sin tenerla. Yo no quería ser mamá, siempre pensé que me faltaban (y todavía lo pienso) las cosas más fundamentales para serlo. Soy caótica, indisciplinada, impulsiva, no sé administrar mi dinero, ni mi tiempo, ni mi energía, tengo buen gusto para casi todo… zapatos, comida, alcohol, café, ropa, perfumes, literatura, cine, música casi siempre, tengo relativamente buen gusto en todo, menos en lo importante, menos en lo consecuente… cuenten lo que falta.

Mi mamá-mamá es maestra así que tenía quien me enseñara a serlo, pero he sido cabezota desde siempre y no aprendo mirando. Hace unos días escuché a un escritor vasco recitando “naciste cuando tenías 13 años y con una pizza” y la gente se rió muchísimo y yo literalmente me tragué las lágrimas. Porque encontré mi dolor. Mi dolor por este día no está en el vientre. No está en el intento accidental y fallido de vida. No está en ese bebé que vi como una señal del universo de que debía intentarlo una vez más y quedarme donde estaba porque ahora íbamos a tener algo nuestro. No está en la rabia que le tengo al idioma de que se diga “perdí el bebé”, “ella perdió”, como sumándole la culpa a uno, no es “se perdió”, y casi nadie dice “perdimos”, es “perdió”, yo perdí, como pierdo los espejuelos a diario, como pierdo el celular semanalmente, como pierdo el carro en un estacionamiento, como pierdo un cheque certificado de miles de dólares, como pierdo la paciencia en las agencias gubernamentales, como pierdo el pudor después de la quinta cerveza, como la gente pierde el interés en mí, como perdí el amor por no perder la cordura, como perdí la fe.

A mí me enseñó a ser madre un niño. Un niño que no nació del amor como en los cuentos. Un niño que no me habitó el vientre. Un niño sagitario como yo. Como sería el bebé que no se dio. Lo conocí a sus ocho meses. Compré prácticamente todo adorno existente de Nemo para celebrar su primer cumpleaños. Nos llevamos 19 años. Matemáticamente podría ser su mamá, pero no lo soy. No pudo cargar los anillos en mi boda, porque convenientemente se enfermó. Cuando empecé a quedarme con él no tenía la menor idea de qué hacer. No hay niños ni bebés en mi familia. No sabía cambiar un pañal y más de una vez el papá llegaba y lo encontraba con el pañal al revés. Me aterraba quedarme sola con él y en más de una ocasión cuando el niño lloraba y lloraba y no paraba de llorar, yo me sentaba a su lado con mis 21 años y lloraba también. Le pedía llorando que por favor parara de llorar porque me daba miedo que se le explotara la cabeza. Yo no sabía ni lavar una botella. Mi amiga que es la hermana mayor de una tropa me enseñó. Lo que tienes que hacer es dejar que el agua corra, el agua va entrando y saliendo hasta que el jabón completo es desplazado por el agua. Esta técnica la he aplicado a casi todas las áreas de mi vida. Tardó bastante en hablar por lo que sus rabietas eran constantes y continuas. Lo único que lo tranquilizaba lo aprendí casi por accidente. El nene se tiraba al piso a pataletear y a gritar y a llorar. Y un día como última medida desesperada me le tiré al lado y empecé a gritar y pataletear yo también, imitándolo. El niño que no tenía tres años dejó de llorar y se sentó a mirarme. Mami decía que yo estaba loca pero mis tácticas funcionaban.

Cuando empezó a hablar me decía magui. Nadie está muy seguro de por qué. Con él aprendí a hacer cremas como las de mi abuela y a sacarle la cáscara del limón antes de servírsela porque si le caía en la boca no había Dios que le metiera una cucharadita más. Aprendí a hacer la sopa con fideos finitos y sin sazón para que se parecieran a las de cajita que su mamá le hacía. Aprendí a hacer los espaguetis casi del mismo color de los que vienen en lata. Aprendí la cantidad exacta de avena molida que se le puede echar a la leche sin que el niño se dé cuenta y a echarle miel para que durmiera mejor. Aprendí a calentar crema humectante y a echarle esencia de menta para que pudiese respirar mejor porque tenía alergia y nadie lo había llevado a un doctor. Aprendí a hacer que mis manos no temblaran del miedo cuando le cortaba las uñas. Aprendí la paranoia de tapar cuanto filo y cuanto receptáculo pudiese lastimarlo. Aprendí a levantarme de la cama dos segundos antes de que empezara a llorar. Aprendí a meter las cosas calientes en el congelador para refrescárselas antes de dárselas. Aprendí a no llorar un domingo sí y uno no cuando lo tenía que entregar.

Tengo la esperanza de haber podido enseñarle un par de cosas, después de todo a sus cuatro años ya se sabía los nombres de cuanta especie yo usaba para cocinar, podía identificar el orégano, el perejil, el recao, el cilantro, los ajíes, las cebollas… sabía que la cebolla me hacía llorar y nunca entendió por qué la seguía usando y las veces que las cosas estaban tan imposibles que no pude dilatar el llanto a cuando él se fuera, se me acercaba con papel y me decía “es la cebolla magui verdad?” y yo le decía con el doble del llantén que sí mi amor, que sí. Debe ser el único niño de seis años en la faz de la tierra que puede cantar la canción: “Como yo te amo, como yo te amo, convéncete, convéncete, nadie te amará, nadie te amará…” completita y haciendo gesticulaciones y subiendo y bajando de tono. Tuve que reaprender a escribir con los lápices esos vulgares de pre-escolar para ayudarlo a practicar las letras más difíciles, porque como era de esperarse me tocaban las peores una semana sí y una no, la b, la d, la g, la k, la m, la p, la q, la s, la w, la z. Era frustrante y desesperante, pero en la casa yo era la única mayor de edad con falta de coordinación motora, lo cual me facilitaba entenderlo. Él fue mi maestro. Era él quien me decía a mí, ay magui, papá te va a regañar! Él fue quien le dijo al papá todas las veces, magui rompió el carro, magui hizo un desastre en la cocina, magui derramó el último huevo que quedaba, magui dijo una palabra feita, magui está llorando otra vez. Yo lo amo con admiración y respeto y él me ama con ternura y creo que en el fondo con un poco de pena.

Cuando yo me echaba a llorar por ver un animalito atropellado, él me decía: no hay razón para llorar, ese animalito no era tuyo! Y cuando tuve que decirle que a Amelie la había atropellado un carro y se había muerto (con mi típica inhabilidad de mentir o suavizar) me preguntó que dónde ella estaba y cuando le dije en el cielo de los perros sonrió, con conmiseración y me dijo: Ay magui, no hay un cielo de perros, sólo las personas van al cielo. Por mi culpa el niño no hacía las asignaciones si no se le cantaban canciones o se le echaban porras, por mi culpa el niño no se quería bañar si no era con burbujas, por mi culpa el niño comía con las manos (cuando el papá no estaba obviamente), por mi culpa el niño podía decir no me sirvas papas pero sí calabaza y zanahorias, por mi culpa el niño recoge las cosas del suelo con los dedos de los pies, por mi culpa el niño pronunció su primer “puñeta, por mi culpa cuando en un restaurante el mesero trae una bandeja llena de bebidas él dice la verde es de magui, por mi culpa antes de salir de la casa pregunta, tienes las llaves?, cartera?, celular? y cuando escucha una canción que sabe que a mí me gusta me dice: esa canción te mata verdad? Pues cántala, baja los cristales y cántala!

Ahora lo veo una vez al mes. Tengo una octava parte de una custodia indefinida. Durará mientras dure la buena voluntad de la madre. Ya no me pregunta por qué ya no vivo con papá. Pero le sigue diciendo abuelito y abuelita a mis padres, tío a mi hermano, abuelitita a mi abuela. Él me explicó el Alzheimer: Magui lo que pasa es que abuelitita, es la más pequeñita de todos nosotros porque es tan viejita, tan viejita, que es de nuevo bebé. Y yo derretida siempre, sobrecogida siempre, impresionada siempre. Cuando la veía que le dábamos comida decía: cómetelo todito abuelitita para que te pongas grande y fuerte. Y cuando le cambiábamos el pañal a mi abuela la regañaba: chica tienes que avisar cuando tengas que hacer pis! La última vez que lo vi me dijo que su mamá sabía muchas más cosas que yo, yo le dije que sin duda alguna. Le dije que las mamás siempre saben más y que como yo no soy mamá pues hay muchas cosas que no sé aún. (con ganas de decirle en el fondo que su mamá lo que tenía era un celular con Internet y una cosa que se llama Google) Pero gracias a él también he aprendido a editarme… Me echó el brazo y me sobó el pelo y me dijo: no te preocupes, que tú sabes hacer galletitas y eso, también es bueno.


Cuando me da trabajo dormir sola, porque a veces honestamente y para mi pesar me da trabajo dormir sola, lleno la cama de cojines, caliento las sábanas en la secadora y le echo una fragancia de lavanda y camomila a la cama. Cuando no puedo abrir un pote, le doy contra las paredes, lo meto bajo agua y si no lo puedo abrir lo rompo. Cuando no me puedo subir una cremallera en la parte de atrás de un vestido, me tiro a la cama y me retuerzo hasta que lo consigo. Cuando no puedo arreglar algo de la casa llamo a mi papá. Cuando me da asco sacar el filtro del fregadero lo cojo con papel toalla lo tiro en un cubo y le echo Clorox y no lo miro hasta el próximo día. Cuando siento nostalgia en el vientre pienso en lo espantosamente complicado que sería tener un bebé de seis meses sola en este momento de mi vida y me pregunto si me hubiese atrevido a salir de allí si ese bebé no hubiese escapado antes que yo. Cuando los viernes no tengo deseos de comer sola, pido la comida para llevar. Cuando me siento sola, agradezco la abrumante y hermosa libertad que tengo, la recién adquirida paz, la atroz espera de la que escapé, mi espacio caótico pero mío. Pero cuando extraño a Iván, no hay razones, no hay libertad, no hay malos ratos ni recuerdos dolorosos que me alivien.

El domingo día de las madres me despertó un mensaje de texto de mi mamá que decía: “si hay alguien capaz de hacer la diferencia, es una madre. Tú lo has sido para Iván y me consta. Papa Dios en su momento te recompensará. Te amo.” Fue la única felicitación que recibí. Mi mamá lamentable y agraciadamente hasta ahora siempre ha tenido la razón. Espero que esta vez no sea la excepción.

corrida




Algunos viernes me hace falta que me mientan
(en la cara) como en los viejos tiempos.

Y ahora corro por una hora casi por necesidad
Veo los minutos que se acaban y quisiera aumentarlos
A veces corro como si huyera
El resto como si intentara alcanzar a alguien
Corriendo a los que huyen
¿Será que han sido tantos?
Siempre corre más rápido el perseguido
y mi hermanita tiene razón y estoy exhausta
las millas que corro dependen de la música
como todo en la vida, en la mía
las canciones que duelen me llevan a la decena
¿quién lo hubiese dicho?
que corro para acelerarme el corazón
para que me sude la columna
como quien suda una fiebre a la fuerza
pierdo pulgadas de dos en dos
como se pierden los amantes
y mis caderas ganan, los/las ganan
y la costurera no entiende
que mi corazón está cerquita de mi ombligo
por algo me lo pusieron tan arriba (el ombligo)
y al otro tan contraproducentemente abajo
y a veces el mejor momento de la semana
es hacerle el amor a la regadera
tengo el control del agua dice mi vidente
a quien tengo abandonado por miedo
un miedo que tengo clavado en el vientre
miedo de que me vuelva a decir
más verdades infalibles y por lo mismo dolorosas
por eso quiero que me mientan
que me canten nanas por las noches
que me desenreden el pelo
mientras me tararean ay turulete
y quisiera sentir la tinta cuando me despierto
un relieve en mis costados
como otra herida de guerra
me sigo tocando el cuerpo
mañana tras mañana
rogando que no falte nada
con una almohada entre las piernas
aunque pierda la de la cabeza
cuerpo caprichoso a fin de cuentas
ahora tengo las mismas piernas flacas
con un hambre inmensa de correr
con la misma necesidad
con que mis oídos piden mentiras
con la misma necedad con la que perdono
con la misma testarudez con la que olvido
con la misma idiotez con la que sueño
con la misma niñería con la que juego a amar,
¿qué son los cuentos de hadas?
si no unas mentiras hermosas
el primer acercamiento a los polvos mágicos
la carnada perfecta para pescar sapos
un pie forzao’ para soñar
una licencia para mentir
una excusa para esperar
y ya cuando la espera
(poción mágica al fin) se acaba
como el arsénico en botellita de cristal
el único antídoto es correr,
correr sin saber a dónde ni por qué.

alunarada marcada cicatrizada



Deliro por los lunares. Me gustan las marcas. Me seducen casi automáticamente las cicatrices. Tengo la teoría de que todo lo que nos atrae tiene una razón de ser. Casi siempre doy en el clavo de por qué cierta cosa, cierta canción, cierto olor, o hasta cierta persona, engrana perfectamente con nuestros sentidos y de verla, oírla, olerla, tocarla uno sencillamente sabe que encaja con el gusto de uno. Que conste que hablo de cosas, canciones, olores y algunas veces gente. Yo tengo muy pocos lunares, son hasta numerables para sorpresa de muchos. Tengo dos lunares que trazan una línea diagonal del lado derecho de mi cuello hacia la mandíbula, tengo un lunar en el mismo centro de mi cuello como si fuese un blanco de tiro dirigido a mi tráquea, tengo un lunar en mi brazo derecho casi a dos pulgadas del codo, tengo los rastros de lo que alguna vez fue un lunar en el lado izquierdo de mi nariz, una amiga me lo arrancó, (cosa que ella aún niega), luego intenté perforarme la nariz en sustitución pero mi cuerpo decidió que no le daba la gana de tener un cuerpo extraño en un lado de la nariz y empezó a encapsularlo para sacarlo, vaya cuerpo caprichoso que tengo y debo confesar que el cuerpo casi siempre me gana. Ya está. Casi cinco, se cuentan con una mano. Nunca me ha gustado un hombre que no esté lleno de lunares o de pecas, tienen que tener al menos una decena.
Con las cicatrices me pasa lo mismo, tengo una cicatriz en la rodilla izquierda, tiene la forma del mapa de África y nunca he podido recordar si bajó o subió de lugar con mi crecimiento (quizás ninguna de las anteriores porque de los diez en adelante no crecí mucho que digamos), me caí probablemente de las únicas tres veces que jugué al escondite porque nunca fui muy deportista, mi madre me dijo no salgas, que tienes tu primer bailecito y con la suerte que tú tienes regresas toa’ mondá y ahí fui yo a esconderme en una marquesina, a asustarme cuando salió la vecina y a bajar la cuesta como si tuviese coordinación motora, como si la acera no fuese una especie de escalón y a pelarme la rodilla y a llorar más por la cantaleta que me esperaba que por el mismo dolor, y a recibir el “te lo dije”, y a por más que me lo dijeron ponerme un pantalón pegado para mi primera fiesta y dejar literalmente la piel en él; y hasta el sol de hoy. Tengo una cicatriz debajo del seno izquierdo de mi primera varicela; la madre, como le decía mi abuela. Tengo una cicatriz en la barbilla que nadie recuerda cómo me hice, mi abuela decía que uno siempre tiene una cicatriz en la barbilla, parece que Dios sabía que con mi poca actividad física los chances de provocarme una eran pocos así que me la proveyó. Y eso es todo. El primer noviecito que tuve, cuando se cortaba el pelo cortitito parecía que el barbero era un chapucero, porque se le veían todas esas líneas pequeñitas en el cráneo y cada una era la anécdota de un cantazo. Creo que eso fue lo que me conquistó.
Cuando el año pasado se me durmió parte del cuerpo y me hicieron cuchucientos mil exámenes que terminé de hacerme recién, la neuróloga me dijo entre muchas otras cosas que en las placas salían unos puntitos en mi cerebro. Que si no fuese porque yo había llegado allí con una sintomatología (lo siento pero me encanta esa palabra) hubiese presumido que esos puntitos eran marcas naturales, como lunares cerebrales, o quizás hasta alguna cicatriz de alguna caída que no recuerdo o que ni siquiera se le dio la importancia en su momento. Marina, que así se llama mi neuróloga me decía: “¿me entiendes? Como esas marcas que uno tiene en el cuerpo, que no se sabe ni de qué son.” Esas son de las poquísimas ocasiones en que aprecio que me traten como idiota. Quise decirle que no, que carecía de lunares, de cicatrices y de marcas en general. Que cuando me fueron a alambrar los dientes la ortodoncista luego de recitar los múltiples desastres dentales que me encontró, me dijo que tenía la huella del pulgar izquierdo en el paladar. Mi madre me dijo que era de esperarse, en los sonogramas aparecía chupándome el dedo. Así que no, mis marcas (menos la de la barbilla) tienen razón de ser. No se lo dije a la neuróloga, aunque quise preguntarle si todo el mundo tenía lunares y cicatrices por las paredes internas de la cabeza o entremedio de los pensamientos.
Me pareció que tenía total sentido. Tengo lunares por dentro. Tengo cicatrices donde casi nadie las puede ver a menos que sea a través de resonancia magnética nuclear. No sólo me sentí sumamente especial, sino que me sentí medio aliviada. Me he pasado la vida buscándome lunares nuevos en la piel. Celebrando puntos hechos con tinta, desilusionándome cada vez que la seudo marca salía con jabón. En estos días que ya se cumple más de un año de los dichosos exámenes y que se cumple un año de un par de tragedias más, me ha dado con preguntarme que si tuviese más dinero y pudiese hacerme más exámenes de esas placas mágicas casi de nave espacial, qué otras cicatrices saldrían. Qué lunares nuevos (si alguno) me habré logrado apañar. ¿Por dentro se podrá ver que algo se me murió dentro? ¿Quedarán rastros de ese intento de vida fallido? Sin contarle nada a nadie, ¿podría un médico saber que un par de meses después del baquiné en mis entrañas me congelaron el centro de mí? ¿Saldrá en las placas que me quemaron con hielo, literalmente, por dentro y por fuera? ¿Será que la vida me dio el mínimo posible de marcas susceptibles a la visión humana para compensar?






Hace poco más de dos semanas tuve uno de los mejores fines de semana de mi vida. Aproveché el viaje y me marqué. Tengo una pluma dibujada entre mis costillas, en el lado izquierdo de mi cuerpo. Tengo una marca que me compré con fondos federales. Explicar la pluma me parece redundante. No sólo tengo un fetiche con las plumas y casi siempre se me ve con plumas colgando de las orejas (hasta en el día de mi boda) sino que sobrevivo porque escribo, no han habido soluciones químicas, ni naturales, no han habido llantos ni maratones, libros ni consejos, sicoterapeutas, ni curas, ni doctores, ni hipnotizadores, ni borracheras de las lindas, ni polvos mágicos, que hayan logrado en mí lo que logra escribir. Mientras escribo me quejo, acepto, asumo, lloro, cierro, abro, recuerdo, revivo, mato, archivo, descubro, aclaro, defino, digiero, eternizo, desaparezco, me apropio, me despido, me corto, me curo, me sano. Soy ritualista, desde siempre, cuando pasaban cosas importantes necesitaba algún acto simbólico para marcarlo, así cuando mis primeros enamoramientos fracasaban, me cortaba el pelo, cambiaba de perfume, dejaba de ir a lugares, no usaba las cosas que me regalaban. Pero el tiempo pasa y se me fueron haciendo poca cosa los recortes y las botellas nuevas. He cambiado también mis licores con los rompimientos, cambié el whiskey por el vodka, el vodka por el vino, el vino por el champagne, el champagne por la cerveza… creo que en parte tenía ganas de culminar mi primer cuarto de centenario con algo definitivo. Quizás hacerme un recordatorio permanente, tener una marca que nadie me causó sin mi permiso, porque permiso y consentimiento no es lo mismo y me importan tres divinos si el Código Civil está de acuerdo o no. Me quise regalar una cicatriz y hasta firmé papeles para que nadie fuera culpable de la mutilación que escogí. Quizás por una vez en mi vida quería saber de dónde venía el golpe, darme la satisfacción de escoger el día y la hora adolorida y mirar esas dos manos desconocidas (que irónicamente fueron cancerianas) y decirles hiéreme, pero yo te digo dónde y cuándo y tener esa cuasi certeza de la forma en que quedaría mi cicatriz. Porque nunca me imagino las fuentes de mis dolores y cuando recibo el primer impulso nervioso que es el dolor, me duele más el susto, la sorpresa, que el dolor mismo. Y lo peor es que se supone que el dolor es la forma que tiene el cuerpo de alertarte que puedes recibir una lesión pero en mi caso mis reflejos son tan flojos que el dolor hasta este momento sólo me ha dicho: “¿adivina qué?, ¡te lesionaron! (o te lesionaste)”.
Busqué a un par de manos que no amase y que ni siquiera me hubiesen tocado antes, que ni siquiera me hablaran en el idioma que tanto amo y que por lo mismo tanto me lastima. Porque quizás es cierto lo que me dice un amigo y quizás me gusta más el dolor de lo que me atrevo a reconocer. Quise tener ese último dolor de la época. En realidad quisiera siempre saber cuál es el último, ese último abrazo, ese último beso que no se da por compromiso, quisiera saber cuál es el último revolcón que me doy con alguien porque siento que el último siempre debiera ser más intenso que el primero. Uno debería tener el derecho y la potestad de besar, de abrazar, de morder, de desnudar, de dolerse con la intensidad, con la rabia, con la tristeza de que es el último; como una cuestión de clausura, por la misma razón que enterramos los muertos, para delimitar el dolor, para concretizar la pérdida. Quise marcarme y que me doliera y llorar como una niña del dolor y decidir que era el último llanto, el último dolor y quería llorar mucho y de ser posible hasta sangrar mucho y que el artista me creyera loca y hasta suicida y salir de allí herida por última vez y por primera vez victoriosa.




Fui el día antes a mirar portfolios y me gustó uno en particular, parecían todos bocetos pero en vez de papel en piel. En la portada solamente decía Isaac. Isaac que significa “hará reír”, a mí, que hago reír a la gente con una facilidad innata y que hacerme reír requiere de una combinación específica de cosas que casi nunca pasa. Y me fui deseando regresar al otro día y encontrarme con Isaac. Al otro día regresé y me atendió primero un muchacho que parecía preadolescente y de quién desconfié instantáneamente porque no tenía tatuajes visibles. Se me acercó otro que sí tenía marcas obvias y le expliqué lo que quería, dónde lo quería, de qué tamaño y de qué color, fue como ordenar dolor en un catálogo. Antes de entrar por la puerta le dije a Dios que por favor me enviara una señal si esto iba a ser catastrófico, y espero que nadie se ofenda porque yo rece antes de tatuarme. A mi abuela no se lo digan. Ella tiene Alzheimer y yo escojo con pinzas lo que le cuento. Es un ejercicio como hablarle a las personas en coma. A veces se ríe y hasta a veces parece que me entiende. Así que yo sólo le cuento lo que le alegraría. Abuela me voy a casar, abuela me gradué, abuela me casé, abuela me aceptaron en Derecho, abuela voy a ser abogada, abuela estoy embarazada, abuela vas a tener un bisnieto y si es nena se va a llamar Ana en tu honor, abuela me dieron la permanencia, abuela me gusta un nene rubio y de ojos claros (nació en los 30, ¿qué esperaban?), abuela la gente dice que cocino divino, abuela las cremas me quedan como las tuyas, etc… mi abuela no entiende de anacronismos ni de cronologías. Pero a mi abuela nunca le diría: abuela mi primer voto no fue popular, abuela me colgué en una clase, abuela me paso llorando las madrugadas, abuela perdí el bebé, abuela me mataron a Amelie, abuela me voy a divorciar, abuela me divorcié, abuela me tatué, y sí para ella estarían todas en la misma categoría. Quizás si le dijera a abuela que cuando me acerqué al mostrador el hombre aquel me inspiraba paz y me dijo que se especializaba en colores, y que me iba a salir caro y me puso su portfolio al frente y cuando miré la portada tenía un nombre bíblico: Isaac.

Me alzó la camisa con una delicadeza totalmente innecesaria. Los hombres al principio siempre piensan que me voy a romper. Me pintó con tinta para confirmar el tamaño y la localización y le dije mirando el borrador azulado en mi costado, quizás un poquito más para atrás, para después decirle que él lo había puesto en el lugar perfecto de primera intención. La perfección me cuesta hasta cuando la veo con mis propios ojos. Desconfío de que las cosas salgan bien a la primera. Me acosté en una camilla de aspecto bastante quirúrgico. El me pilló la camisa con el sostén bastante avergonzado para mi sorpresa. Me alegré de tener ropa interior en combinación, mi abuela decía que siempre había que tener ropa interior decente por si había que llevar a uno al hospital de emergencia, yo lo he llevado a otro nivel y siempre me la combino, por si ocurren otros tipos de emergencias. Mi amiga solidaria se sentó a mi lado y me agarró la mano por si las moscas. El chico me preguntó si estaba lista y yo le pregunté si realmente en algún momento la gente está realmente lista y riéndose me dijo que nunca. Me pidió por favor con su cara dulce, con su voz dulce y con sus ojos dulces, que me quedara lo más quieta posible y que hiciera lo que me diera la gana pero que no me echara para atrás, que si el dolor era demasiado no le retirara el cuerpo, que le avisara y él se detenía y nos tomábamos todos los descansos que yo quisiera. Poético, pero no sentí miedo hasta ese momento. Aunque sí había tenido pensamientos atemorizantes como por ejemplo que que tal si con la ley de Murphy y mi suerte habitual al tipo le da con estornudar o algo por el estilo mientras me marcaba. Mi amiga me dijo que eso era totalmente absurdo, pero me suelen pasar cosas ridículamente absurdas. Isaac me dijo que el contorno era lo más doloroso y que esa era la primera parte, en este punto ya yo le creía cualquier cosa que me dijera. Acto seguido el sonido terrible acompañado de la sensación de que me iban a taladrar las costillas, así que cerré los ojos antes de sentirlo porque de todas formas era imposible verlo en mi posición. No se me ocurrió ese detalle, me hubiese gustado mirar, como miro detenidamente la aguja cuando dono sangre (cosa que no podré hacer hasta marzo 14 del año que viene) me aterran las agujas y por lo mismo siento la necesidad de observar cuando me introducen una aguja en las venas. Cuando era chiquita le pedía un espejo al dentista para mirar lo que me hacían y eso me tranquilizaba. Mi amiga me preguntó cómo se sentía y que si dolía mucho. Yo le contesté que no me dolía, que más bien se sentía como si me estuviesen cortando con una navaja. Ella me dijo que eso sonaba horrible.
Isaac me preguntaba si estaba bien, si estaba segura y si era como me lo imaginaba. Le dije que no, que me lo imaginaba mucho peor. No solté ni una sola lágrima. Es más, me la pasé hablando como siempre, hablando de cualquier cosa, contándole a mi amiga de ataques de pánico propios y ajenos, de desastres laborales y chistes familiares. Creo que sólo le apreté la mano en algún momento del primer minuto. Ni siquiera recuerdo la música de fondo. Por lo regular en mi mente le pongo música de fondo a las cosas, como si viviera en una película. Recuerdo las canciones que sonaban en momentos importantes que no voy a mencionar. Él me dijo que en realidad ya lo peor había pasado. Que si había estado bien hasta ahora, no iba a tener problemas con el resto. Me explicó que iba a hacerle más detalles a la pluma un poco más profundos “so with time it doesn’t fade into… well I guess into you” creo que me enamoré un poco. Cuando me sombreaba la pluma se sentía cómo me agujeraba la piel y a la vez como si fueran muchos choquecitos eléctricos. Con el tiempo se sentía caliente, como cuando uno se tira por una chorrera y la piel te roza el borde y te quema. Mi amiga me dice que si no fuera porque ella me estaba mirando la cara, dejándose llevar por mi descripción jamás en la vida se tatuaría. Que no es congruente lo que le cuento con mi cara que no tenía ni una chispa de agonía. Un hombre altísimo se paró en el mostrador a mirarme, hacía muecas de dolor mientras miraba como me marcaban. Isaac le preguntó si estaba bien y él le dijo que estaba impresionado de cuán bien yo me lo estaba tomando, Isaac le dijo: “I know, I’m impressed, she’s a trooper”. Le preguntó al señor si él tenía tatuajes a lo cual aquel hombrezote le contestó que en toda su espalda. Pero que empezó a hacerse uno en el costillar y que todavía le faltaba como hora y media de trabajo y nunca regresó porque recuerda demasiado bien el dolor. Isaac le dijo que era uno de los peores sitios para tatuarse y que para colmo era mi primero. Aparentemente él es de los que creen que la primera vez es la más dolorosa. Ya yo no pienso así. Creo que con el tiempo los dolores son más agudos, es como refinar el paladar, como educar los sentidos. Con el tiempo uno desarrolla una memoria del dolor y en ocasiones los dolores nuevecitos, cortitos y recientes se vuelven bien grandes porque se unen con los viejos. Los dolores a diferencia de nosotros son solidarios. Y muchas veces los dolores pequeñitos son más intensos, como arrancarse una curita o cortarse un dedo con papel.
No podía creer cuando me limpió y me dijo que ya había terminado. Me miré y le dije que era perfecto. Él nunca sabrá lo difícil que es lograr eso en mí. Lo abracé un poco, pero se me escurrió, el hombre que me dijo que no echara el cuerpo para atrás ante el dolor, echó el cuerpo para atrás frente al abrazo. Creo que lo confundí. Le di las gracias, y creo que se confundió aún más. Los hombres no entienden cuando una le agradece al terminar.
Mi madre me dijo que estaba hermoso, lo cual es difícil, adivinen a quién salí difícil de complacer. Mi papá estuvo mudo unos días. Mi madre me dijo que ella sabe que cuando algo se me mete entre ceja y ceja no hay Dios que me convenza de lo contrario. Mi papá ya sencillamente me dio por loca. Mi madre me culpa de que mi hermanito quiera hacerse uno y dice que es una excusa para quitarme la ropa y enseñarlo. Como si me hicieran falta razones.
Todavía me asusta pensar en la falta de dolor. Primero pensé que quizás tenía obstruido algún fragmento del camino donde los impulsos nerviosos llegan al cerebro y le dicen te duele. Como también creo que tengo obstruido el camino donde el estómago le dice al cerebro estoy lleno. Quizás estoy acostumbrada al dolor y lo asumí como parte de mí, como también he asumido la incomodidad como algo inseparable de mi femineidad. Y hasta me dio miedo recordar que hace poco más de un mes llorando le pedí a Dios que por favor no quería más dolor. Que ya estaba bueno. Que no podía soportar ni un poquito más y quizás hasta le dije que no importaba al precio que fuese. Se me olvidó que con Dios hay que ser bien específico cuando uno le pide, como en los chistes de la gente que se encuentra genios embotellados y todo sale mal, hay que pedir con suma precaución y una especificidad extrema. Porque Dios puede ser bien literal si se lo propone. Y quizás yo pedí literalmente. Porque cuando a uno le duele se le olvida que casi nada doloroso tiene un origen que no sea placentero. Emocionalmente lo doloroso a diferencia de lo físico, casi siempre surge de la pérdida, y sólo puede dolerte perder algo que te alegraba, te gustaba, y hasta quizás te hacía feliz. Y no se asusten que no me voy a poner auto-ayudante (palabra inventada por mí), pero si me lo pregunto y me lo contesto con excesiva honestidad (cosa que se me hace bastante fácil) cada noche que me la he pasado llorando la puedo parear con una mañana que desperté sonriendo. Y sé que ha habido momentos donde le dije a Dios, a la vida, a los genios embotellados, gracias, porque hay instantes los suficientemente mágicos, para que si se me diera la oportunidad cometería los mismos errores con la misma estupidez, y quizás alguno que otro que me salté. Porque sí hay momentos perfectos, besos perfectos, noches perfectas, encuentros perfectos, risas perfectas. Y la perfección no tiene que ver con lo correcto, no tiene que ver con las consecuencias, no tiene que ver con su funcionalidad o su propósito. Tiene que ver con esa sensación específica que te hace cerrar los ojos en un momento y recordar como sólo lo hacen las fotos porque detienen y contienen lo ideal de un instante, lo delicioso de existir.
Mi primer amor fue quien único conoció a mi abuela antes del olvido. Me dijo que quizás olvidar era lo mejor que a ella le podía suceder. Porque había vivido demasiadas cosas dolorosas y quizás su mente estaba en momentos felices para siempre. Como si hubiese sido la mejor opción. A veces me leo y leo tanto dolor que ni siquiera recuerdo haberlo sentido con la intensidad escrita. Pero porque está escrito lo releo y lo sé real. Miro mi cuerpo desnudo y veo una pluma en mis costillas. Observo mi marca y recuerdo que no me dolió. Pero veo ese mismo cuerpo desnudo que antes no tenía marcas y que ha sentido y ha perdido, se ha erizado y se ha reído, este cuerpo que ha sonreído y ha llorado proporcional y desproporcionalmente, este cuerpo que carcajea y en ocasiones grita por exactamente las mismas razones y me trago la petición absurda y en el fondo sé que Dios, el universo y los genios libres y embotellados saben que quiero sentir, sentirlo todo, para escribirlo todo, que no quiero olvidar, que me aterra heredar el olvido de mi abuela, y quizás por eso escribo, quizás por eso le pedí a un hombre dulce que probablemente jamás volveré a ver que me tajeara la piel, que me dejara tinta debajo de la epidermis, que me hiriera artísticamente, y en broma le dije que me marcaría cada 25 años, conmemorándome. No quiero olvidar. Quiero dolerme. Saber que todavía me duele es saber que todavía vivo, que a esta piel todavía puede mancharse, marcarse, y hasta quizás regalarme lunares y pecas algún día. Creo que le estaré eternamente agradecida a Isaac por regalarme una nueva obsesión, un nuevo fetiche, un nuevo delirio. Me fotografié con él para regalarme otra razón para no olvidarlo (nunca se pueden tomar suficientes precauciones contra el olvido) y le di las gracias porque siempre siempre se agradecen las sensaciones, las cosas que no se logran todos los días. Algún día le diré a mis nietas: los lunares, las cicatrices, el buen vino, los orgasmos, las carcajadas, los tatuajes y hasta los dolores, todos se agradecen por igual, y sí, todos en la misma categoría.







microcuento



I

De qué me sirven las palabras
Si no es para decirte
Que me gusta tu altura en el marco de mi puerta
Que la blancura de mis sábanas combina con la tuya
Que el año me ha sorprendido magnánimamente

II

Qué cosa tan extraña esta
De querer comerte la boca siempre
De buscar un olor casi casi imperceptible
Que me dejas en los hombros y en las manos
Que me dejas con las manos y con los hombros

Qué cosa tan insalubre esta
De tener un globo rojo en mi comedor
De mirar el móvil disimuladamente
Como si engañarme lo hiciera mejor

Y mientras termino este último cuasi verso
El celular me grita y quizás
Ni seas tú ni seré yo

III

Hoy ofendo a mis amantes viejos
Haciendo la cama por si vienes
Y en las mañanas la observo destruida
Y me siento victoriosa

IV

Ando contigo debajo de las uñas
Y me paso jugando a que me adivines la desnudez
O mejor aún que me la rememores

V

Te veo en mi cama y me duele en los huesos
Tengo un taco perpetuo en la garganta
Y un jaleo que tiene el mismo horario que yo

VI

Hacen falta cuerpos grandes en esta casa
Falta tu palidez sin contraste con mi cama
No me salen las sonrisas esas vulgares
No hay ruidos en este espacio sin percusión

VII

Luego recuerdo que no exististe
De mí se burla hasta mi imaginación

Con toda la inocencia que parece quedarme
El despiste se me ha regado hasta detrás del ombligo
La miopía baja hasta la raíz de mis piernas
Ya no quedan olores, sabores ni dolores
Sólo unos ecos tan lentos como yo
Que no pudieron seguirle la pista
A ese cuerpo tan grande como perdido
Que se cree que merodea
Y sin embargo sólo queda
Otro amigo inventado,
Pintado en la memoria de mi habitación.

sin tiempo



Llevo demasiado tiempo sintiendo que no tengo suficiente tiempo. La falta de tiempo convenientemente no me ha permitido hacer disertaciones sobre mi no tan nuevo estatus pero sí estrenadamente oficial. Es mi excusa perfecta para todo y lo peor de todo es que es real. Trabajo un mínimo de ocho horas y media diarias y estoy en la universidad si no las tardes completas el suficiente tiempo como para partirme las tardes por la mitad. Y lo triste es la cantidad absurda de tiempo que me paso haciendo cosas que no sólo son tediosas sino que no hay nadie más que las pueda hacer por mí. Es la magia de la adultez. Todas las mañanas limpio los destrozos de mis monstruitos. Me pongo cualquier cosa que más o menos me tape, los persigo para ponerle sus arneses, los meto en un bulto y bajo nueve pisos por las escaleras, los camino quince minutos y luego vuelvo a subir los mismos nueve pisos porque es la única actividad cardiovascular diaria que hago. Además me ahorro la posibilidad de que algún vecino imprudente me suelte el discurso de que en este edificio no se permiten los perros.
Me visto como las locas y pongo la ropa en la secadora con una toalla húmeda como me enseñó un amigo, porque no tengo tiempo para planchar. Demás está decir que el caos de mi armario crece exponencialmente día tras día. Me maquillo en el carro en lo cual a estas alturas soy una experta. Y ni hablar de la hecatombe de mi carro, se podría encontrar cualquier cosa bajo mis alfombras. Me tomo un café doble para tener suficiente energía y a media mañana un té para calmar la ansiedad que me causa el café doble y mis siete jefes.
Acomodo mis citas médicas entre mis almuerzos y los múltiples viajes tortuosos a agencias gubernamentales, porque la vida decidió que necesito hacer las paces con la burocracia y de una vez vencer mi fobia a la espera. Así que hasta para radicar los papeles de mi divorcio tuve que aprovechar un viaje de un cliente. Ahora que lo pienso he perdido peso porque no me da tiempo a comer postres o papas fritas, el otro día estuve todo el almuerzo comprando detergentes. Sí, cosas divinas de uno vivir solo, que si uno no compra jabones, nadie los compra. Increíble la cantidad de jabones que uno tiene que comprar, para el pelo, para la cara, para el piso, para los platos, para el inodoro, para los cristales, para los perros. Y de pronto me gasto casi cien dólares en cosas que detesto, esponjas y mapos, y bolsas y papel de aluminio. Y llego a mi casa a las diez de la noche y tengo que dar siete viajes para subir la compra porque no he tenido tiempo de comprarme un dichoso carrito que me facilite la solitaria existencia. Y echo a lavar una tanda mientras me baño y entonces el agua sale fría porque no me dio el tiempo de esperar quince minutos para que el calentador hiciera lo suyo. Y por eso cuando la jueza (cosa que merece un capítulo completo a lo menos) se negaba a concedernos la petición de divorcio por segunda vez en un periodo de dos horas yo lloraba fuera de la sala e intentaba explicarle a la alguacil que no era que me iba a casar pronto y me urgía, si no que no tengo tiempo para sacar otro día para este trámite en particular. Como tampoco tuve tiempo para quedarme a llorar en la casa el día antes como se supone. Así que acomodé los minutos necesarios para que la romántica que aún vive en alguna parte de este cuerpo llorara el fracaso más grande de su historia, en la ducha, como Dios manda. El otro día escuché que el pánico y el romance tienen los mismos efectos en el corazón humano de todas maneras. No tengo ataques de pánico desde que me falta el romance, no creo que sea casualidad. Con la misma prisa consuetudinaria me compré un vestido para la ocasión en vez de almorzar, durante el viaje que a última hora me pidieron al Departamento del Estado. Obviamente un traje rebajado, de diseñador, pero rebajado, me miré dos veces al espejo y decidí en la mañana meterlo con todo y etiquetas a la secadora con el viejo truco de la toalla húmeda, porque no había tiempo ni presupuesto para la tintorería.
Y todas las mañanas de un tiempo para acá me levanto con una canción, o con una frase o con un poema en la cabeza y por consiguiente en la boca. Y esta mañana fue: me falta tiempo para celebrar tus cabellos. Es lo que amo de Neruda, esa forma práctica y tan cotidiana del amor que se inventó.
Y por alguna extraña razón que quizás le podría achacar a las hormonas o a los medicamentos o a la falta de sueño, me pregunto si alguien tendrá el tiempo, si alguien se tomará el tiempo de ver lo que hay detrás todo esto. Si alguien podrá ver detrás de ese estatus de soltera con asterisco, si alguien podrá mirar y decir que tal vez, solamente tal vez sigo siendo la posibilidad de un gran descubrimiento.
Yo compro en tiendas de rebaja. Y muchas veces encuentro estas piezas fantásticas de marcas que jamás pudiese haber comprado en sus precios originales en las tiendas por departamento donde las mandaron de primera intención y luego las encuentro en una góndola y la gente dice que en esas tiendas venden así de barato la ropa, los zapatos y las carteras porque están defectuosos, tienen costuras mal hechas, le faltan botones, tienen defectos de construcción y yo les aseguro que no es cierto.

Miles de veces la gente me para en la calle y me pregunta de dónde salió ese traje tan espectacular o me comentan que lo que tenía puesto tal día me debió haber costado una fortuna y cuando digo de dónde salió la gente no me lo cree. Me dicen que es imposible, que nunca encuentran nada y yo les digo que hay que aprender a buscar que yo puedo enseñarles porque a mí me enseñaron, perdí muchas cosas pero al menos eso lo aprendí bien, que en el gancho las cosas no se expresan. Que porque algo tenga una etiqueta roja encima no significa que sea de mal gusto o que esté mal fabricado. A veces mucha gente agarró esa misma pieza antes que yo y no le dio la oportunidad, porque dijo si está a ese precio y nadie lo ha comprado tienen que haber algo mal y eso no es cierto. A veces la gente no se detiene a ver, que quizás estaba hecho para una silueta como la mía y eso no es común, que tal vez todos pensaron lo mismo; que tenía que tener algo mal, que quizás pensaron que no tenían la ocasión para ponerse o sencillamente que no supieron apreciarlo, y hay algunos días que me siento como un puto traje de diseñador que tiene una etiqueta roja sobre otra amarilla y que se pasa de largo porque tal vez tiene algún ojal sin abrir, o porque nadie se atreve a ponérselo. No tengo las costuras fuera de sitio, quizás no soy de esta temporada, pero las temporadas vuelven cuatro veces cada año en casi todo el planeta menos aquí. Me veo mejor puesta que en el gancho.

Y llevo dos semanas sin escribir nada porque no tengo tiempo, porque no me gusta herir a la gente, porque detesto el ay bendito con toda mi puertorriqueñidad y el fin de semana pasado fue duro, bien duro. Y honestamente no extrañé una tarjeta roja con una mentira piadosa dentro. No sólo porque me faltó el tiempo, si no porque tengo las mejores amigas del mundo que me pasean, que me dedican canciones, que me cantan canciones, que me compran regalos, que me escriben mensajes, que me monitorean cuando piensan que estoy a punto de colapsar, tengo amigos con intenciones dudosas que de todas formas llaman y me invitan a pasear sin el miedo a que me pulverice en medio de la cena o de la tercera cerveza y me vuelven a llamar aunque yo siempre tenga y cito “un no en la boca”, tengo dos perros hermosos que mueven las cabecitas como antenas parabólicas de un sitio al otro intentando captar la señal de qué carajo pasa dentro de esta cabeza mía, y realmente me hubiese bastado que alguien me recordara todas las noches de ese fin de semana (que por muchos años fue mi favorito) que todo este mar de flores y chocolates y canciones son un complot exquisito para estrujarse, una excusa comercial para preservar la especie. Eso.

Y como no tengo tiempo y como no gasté dinero en nadie y a mí me fascina regalar me pagué un masaje. Un masaje de una hora y media. Porque la falta de tiempo me destruye la espalda y me anuda la silueta. Y qué importa cuánto me cobren si por casi dos horas y media no tengo que pensar en nada, el tiempo se detiene y llego allí y parezco tan rica como todas las doñas tristes y millonarias que van allí dos veces en semana. Todas estamos con una bata de toalla respirando vapor cítrico, asándonos en un sauna de madera, desnudándonos frente a un completo extraño que sabrá Dios en qué piensa mientras nos toquetea sin nada de afecto y con todo el profesionalismo que tres dígitos pueden pagar. Quizás hoy le dé más propina de la cuenta y quizás se la dé antes de empezar, quizás se anima y me dice por 85 minutos que tengo la espalda más bonita del mundo. Qué más da.